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miércoles, 30 de noviembre de 2022

La traición de un grupo de Granaderos en Perú, su ejecución colgados en Buenos Aires y la leyenda del negro Falucho

En febrero de 1826 regresaron a Buenos Aires los 78 Granaderos que habían sobrevivido a su gloriosa campaña libertadora en América. Traían con ellos a algunos cabecillas de la sublevación en la fortaleza del Callao, cuando algunos soldados se pasaron al ejército español. El 25 de noviembre del mismo año se cumplió la sentencia a muerte




El enclenque carro de cuatro ruedas transitaba penosamente por el empedrado porteño, escoltado por un particular cortejo: dos morenos ordenanzas del Congreso, un vendedor de diarios, un periodista y un perro callejero. Llevaba una enorme caja de madera, que protegía una estatua. Era la del negro Falucho, un granadero que murió al negarse a rendirle respeto a la bandera española cuando fuerzas patriotas se sublevaron en El Callao.


Algunos sostienen que este hombre nunca existió, que fue una creación de Bartolomé Mitre. Aun así, primó la necesidad de transmitir un sentimiento de heroísmo y épica, y su estatua se inauguró el 16 de mayo de 1897. Fue colocada, para espanto de la aristocracia, en Plaza San Martín, cerca de donde desemboca la calle Florida. Decían que era impropio que fuera exhibida en un lugar céntrico, ya que los visitantes al país pensarían que todos nuestros héroes habían sido negros.


La Fortaleza del Real Felipe fue construida entre 1747 y 1774, en honor al rey Felipe V, quien había fallecido en 1746. Este pentágono irregular, en el Callao, a unos quince kilómetros de la ciudad de Lima, había sido rebautizado por José de San Martín como “Castillo de la Independencia”. Ese fue el escenario de la sublevación militar. El complejo constaba de otras dos fortificaciones que fueron destruidas por los chilenos durante la guerra del Pacífico.


La situación en el Perú no era la mejor. Los españoles contaban con unos 18 mil soldados, distribuidos en diversas guarniciones, mientras que las fuerzas independentistas no superaban los nueve mil hombres.


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El descontento en la guarnición estaba a flor de piel. Se habían acumulado los meses de sueldos atrasados, malestar que se profundizó cuando llegó la paga, pero solamente para los oficiales. Alimentados con charqui en mal estado y arroz agusanado, peor vestidos, hubo un conglomerado de soldados y suboficiales peruanos, chilenos, argentinos y colombianos que decían que algo había que hacer.


Ya no estaba San Martín. Había dejado la escena luego de la entrevista de Guayaquil, donde le confió a su amigo Tomás Guido que “Bolívar y yo no cabemos en el Perú”.


Las fuerzas argentinas que conformaban la División de los Andes estaban a la buena de Dios, expectante de los vaivenes institucionales de Buenos Aires. Recelos e internas con los soldados de otras naciones, sin su jefe que había decidido tomar el camino del exilio, habían sido enviados a la retaguardia.


El Regimiento Río de la Plata, el Batallón II de los Andes y una brigada de artillería chilena habían sido destinados al Callao, cuyo gobernador militar era el general Rudecindo Alvarado.


La mecha se encendió la noche del miércoles 4 de febrero de 1824 cuando se sublevaron soldados y suboficiales, la mayoría argentinos. Los comandaban los sargentos Dámaso Moyano, un mendocino hijo de esclavos integrante del Regimiento de Granaderos a Caballo y Francisco Oliva, un bonaerense del Batallón 11.


Lo primero que hicieron fue capturar al general Alvarado y a sus oficiales y ahí cayeron en la cuenta de que no tenían un plan, y la situación se les fue de las manos por el caos que se generó. Por un lado Moyano, que enseguida se había plantado como el jefe, cayó en la cuenta de que no podía organizar a los soldados que lo seguían, muchos de ellos no demasiado convencidos. Oliva lo persuadió de ir a pedirle consejo al coronel español José María Casariego, uno de los treinta realistas encerrado en los calabozos de la fortaleza.


Casariego, al ver la indecisión y la falta de ideas de los cabecillas, vio la oportunidad y la tomó. Les aconsejó que llevasen a los prisioneros españoles al cuartel de la Puerta del Socorro, que estaba en poder de los amotinados y que encerrasen a los oficiales patriotas en casamatas, a fin de aislarlos de su tropa. Según lo señala Mitre, desde ese momento el propio Casariego se transformó en el jefe de los sublevados.


Luego, el coronel español advirtió a Moyano y a Oliva lo que les esperaba si abandonaban la rebelión y el castigo que sufrirían. Les dijo que otro sería el cantar si se plegaban a la causa española, prometiéndoles una vida como la gente si se avenían a obedecer al rey de España.


Así se lo comunicaron a la tropa, que era el único camino para poder salir de ese infierno donde habían sido prácticamente olvidados.


Moyano, que súbitamente fue ascendido a coronel al servicio del monarca español, fue convencido de que era el jefe del movimiento. Su compañero Oliva fue nombrado teniente coronel y con Casariego manejando los hilos, se reorganizó a la tropa ahora con jefes españoles. Hubo muchos ascensos exprés entre los suboficiales.


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Se informó al general enemigo José de Canterac de la buena nueva, quien aprovechó el impulso para avanzar sobre Lima. El presidente del Perú José Bernardo de Tagle, se terminó pasando a los españoles y dio a conocer una proclama contra Simón Bolívar.


El 7 de febrero se enarboló la bandera española en el torreón Independencia, en medio de una salva de cañonazos. Pero no todos estuvieron de acuerdo en rendir honores. Uno de ellos fue el granadero Antonio Ruiz, un mulato que pasaría a la historia como el negro Falucho, palabra que aparentemente se adjudicaba a los hombres de color. En sus versos, el poeta Rafael Obligado dice que era de Buenos Aires, que allá en su hogar lo esperaba una esposa.


Fue pasado por las armas en el lugar. Sus últimas palabras fueron “¡Viva Buenos Aires!”.


Hubo una parte de los granaderos, que acampaba en el valle de Cañete, que se plegó a los sublevados. Hubo que lamentar un triste enfrentamiento entre los propios granaderos, entre los sublevados y los que sitiaban el lugar.


Sólo un puñado de 120 Granaderos a Caballo se mantuvo fiel, y son los que llegaron a pelear en Junín y Ayacucho, las últimas batallas que determinaron el fin del dominio español en América.


Los sublevados mantuvieron el manejo de la guarnición hasta su capitulación en enero de 1826. Poco a poco, a medida que eran capturados, los traidores fueron siendo fusilados.


El 19 de febrero de 1826 desensillaron en la plaza mayor de Buenos Aires los 78 granaderos que habían sobrevivido de la campaña libertadora. Entre ellos había siete que estaban en el regimiento desde el combate de San Lorenzo: el coronel Félix Bogado, Paulino Rojas, Francisco Olmos, Segundo Patricio Gómez, Dámaso Rosales, Francisco Varga y el trompeta Miguel Chepoya.


Venían con ellos varios de los cabecillas de aquella traición. Eran los sargentos Francisco Molina, Matías Muñoz y José Manuel Castro. El 2 de noviembre de 1826 fueron juzgados en consejo de guerra y ahorcados en la Plaza del Retiro el 25 de noviembre de 1826.


La estatua del negro Falucho -diseñada por Francisco Cafferata y terminada por Lucio Correa Morales, por el fallecimiento del primero- fue llevada en 1910, a pesar de la oposición de estudiantes que protestaron, a una plazoleta en Guardia Vieja y Lambaré. Desde el 23 de mayo de 1923 fue emplazada en el lugar que ocupa en la actualidad, en las avenidas Santa Fe y Luis María Campos. Allí muestra, para el que quiera contemplarlo -realidad o leyenda- la bandera por la que Falucho dio su vida en los tiempos en que se luchaba contra el español.


Fuentes: Infobae.com

 Historia de San Martín y de la emancipación sudamericana, de Bartolomé Mitre; Historia del Regimiento de Granaderos a Caballo, de Camilo Anschütz; El Negro Falucho, de Rafael Obligado; colección revista Caras y Caretas.


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