En su apogeo, Ching Shih comandó una flota de dos mil barcos, 70 mil combatientes y 50 mil cañones
Rompió todos los moldes y clichés del oficio. Ni loro en el hombro. Ni parche en un ojo. Ni pata de palo. Ni bandera negra con calavera y tibias cruzadas. Ni borracheras de ron en cada puerto. Ni el grito "¡piezas de a ocho, piezas de a ocho!", como se lee en esa biblia del gènero lllamada La isla del tesoro, del imprescindible escocés Robert Louis Stevenson (1850–1894).
Tan los rompió… ¡que ni siquiera era un hombre! Aunque sería aventurado decir que fue –estrictamente– una dama…
Empezó sus feroces días sobre la Tierra en China, año 1775. Alguna vaga referencia alude a una infancia muy dura. Otra, a sus dotes: alta, bella –pelo renegrido y ojos fulgurantes–, inteligente, fuerte carácter.
A los 16 años es la prostituta más buscada y más cara del célebre burdel flotante de Cantón: la única que no lleva vendados los pies… En esos tiempos, una navaja de doble filo: signo de castidad –la venda mantenía a la mujer en su casa, o cerca: no era fácil caminar así–, pero también puntos erógenos que obsesionaban a los hombres.
Una noche entre las noches cayó al burdel el señor Ching. El todopoderoso señor Ching, que desde 1797 era el amo de la mayor empresa de piratas de Mar de la China, y flagelo también del Mediterráneo y el Caribe.
Sí. Créase o no, empresa de piratas. Flota de cuatrocientos barcos y veinticinco cañones por barco: diez mil bocas llameantes, al rojo, disparando muerte a troche y moche: buques extranjeros cargados de oro y pedrería, islas y aldeas arrasadas, matanzas a granel, botines infinitos, y cada tanto, mercenarios al mejor postor.
En apoyo a una sublevación en Vietnam de pobres contra ricos, Ching adopta un niño y lo llama Chang Pao. Ya veremos cuándo y cómo volverá a aparecer…
Por alguna oscura razón –acaso el creciente poder de Ching–, el emperador lo baja de la nave insignia y le impone el título de Maestro de los Establos Imperiales. Le cambia el puro y azul mar por tierra, pasto y bosta…, aunque ese cargo era de alta jerarquía en la corte.
Aquí, las versiones difieren. Una dice que el bravío Ching bajó la cabeza y aceptó de buen grado las caballerizas, ante la furia de su tropa piratesca. Otra, que se declaró en rebeldía, siguió depredando, y murió ahogado cuando una brutal tormenta tropical hundió su nave capitana. Pero acerca de su muerte también la causa se bifurca: al parecer, un grupo de sus esbirros, como venganza por el abandono de tan rentable negocio, en 1808 organizó un banquete de despedida… y lo mataron con un delicioso plato: arroz con orugas ¡envenenadas!
Sin embargo, no fue el fin de la empresa. La viuda, Ching Shih, literalmente, empuña el timón, se hace a la mar, unifica todas las flotas piratas dispersas, traza las rutas, planea los abordajes y las invasiones a las islas y sus pueblos, y lleva las cuentas de ganancias y pérdidas con rigor religioso. Entre sus dedos, el ábaco, ese prodigio de cuentas de madera, preludio remoto de las calculadoras digitales, parece echar chispas…
Dos virtudes la instalan en la cumbre: carácter de hierro e impiedad. En el cenit de su esplendor tiene a su mando más de dos mil barcos piratas, setenta mil marineros, cincuenta mil cañones. Cada una de las seis flotas en las que divide su poderío ostenta un color: rojo, verde, amarillo, violeta, negro, y la última, como estandarte… una serpiente.
Cada flota está comandada por un almirante que debe rendir estricta cuenta de sus correrías y botines. Un error o un faltante se paga con la cabeza… separada del cuerpo. Lo mismo que cualquier violación al increíble reglamento que redacta la sangrienta viuda. El que sigue…
Nadie deberá seducir para su placer a las mujeres cautivas apresadas en las ciudades o en los campos. Serán llevadas a bordo del barco. Para poseerlas debe pedirse permiso al ecónomo, y una vez concedido, retirarse a la cala del barco (Nota: la parte más baja del interior, cubierta por tabiques metálicos: un muy poco confortable nido de amor) El uso de violencia contra la mujer será castigado con la muerte.
Si un hombre va a tierra por su cuenta o si comete el acto llamado "franquear las barreras" se le perforarán las orejas en presencia de toda la flota. En caso de reincidencia se le dará muerte.
Se prohíbe tomar a título privado la menor cosa del botín procedente del robo o del pillaje. Todo será registrado, y el pirata recibirá, de las diez partes, dos para él. Las otras ocho corresponderán al almacén denominado "Fondo general". Tomar algo de ese fondo será castigado con la muerte.
Pero pese a su coraza, la vida Ching necesita un hombre. Y lo encuentra. Se enamora de su hijo adoptivo, el vietnamita Chong Poo, se casa con él, y extiende así el dominio familiar sobre su colosal flota, azote de mar y tierra. Y tiene apenas 34 años.
Sin embargo, lentamente, se acerca la hora del eclipse.
China, el Celeste Imperio, es demasiado antiguo y poderoso. Ergo, no tolera que esa enorme empresa tentacular se enriquezca a sus espaldas. El joven emperador Kia–King decide acabar con ella. Pero… ¿cómo, contra semejante ejército, que ha arriado banderas, hundido centenares de buques y saqueado poblaciones íntegras? Por cierto, no por medio de la diplomacia ni la persuasión. Contra poder, doble poder.
El emperador alista una flota –que cree invencible– al mando de su gran almirante Kuo–Lang. Antes de ordenar su partida proclama un largo edicto imperial de enfático y muy criticado lenguaje. Refiriéndose a la viuda Ching y sus fuerzas, dice: "No son ni fueron nunca los verdaderos amigos del navegante (…) lo acometen con ferocísimo impulso y lo convidan a la ruina, a la mutilación o a la muerte. Violan así las leyes naturales del Universo (…) Te encomiendo el castigo, almirante. No pongas en olvido que la clemencia es un atributo imperial, y que sería presunción en un súbdito intentar asumirla. Sé cruel, sé justo, sé obedecido, sé victorioso".
Noventa días más tarde, las flotas se enfrentan. Casi mil naves, día y noche, entre un estruendo de gritos, campanas a vuelo, cañonazos, crujir de maderas, chocar de sables, se despedazan. Pero la viuda Ching vence… y Kuo–Lang se suicida.
La victoria opera como una droga sobre la viuda, que lanza sus barcos –orgía de sangre– sobre aldeas enteras, no deja nada en pie, y captura más de mil mujeres que, prisioneras, vende luego a Macao, región china famosa por la droga, el contrabando, la prostitución…
Pero el emperador no levanta bandera blanca. Arma una segunda y definitiva expedición, duplicando hombres, naves, armas, embarcando augures y astrólogos, y confía la suerte de la batalla al almirante Ting–Kuei, que remonta el delta del Si–Kiang y bloquea el avance la flota enemiga. Miss Ching no rehúye la lucha, pero se sabe perdida. La victoria anterior fue pírrica. Barcos heridos y hombres agotados. De nada sirve ya el constante retumbar de tambores, de gongs y de campanas con el que siempre insufló coraje a su soldadesca. De pie en la proa, tira sus dos espadas al agua, se arrodilla, y pide que la lleven a la nave capitana de Ting–Kuei.
Su reino pirata ha terminado.
Vagas y no muy confiables crónicas refieren que la viuda –Ching Shi, Madame Ching, Hsi Kai, Shih Yasng: todos sus nombres– fue perdonada por el emperador y puesta al frente de una cadena de burdeles y de una red de tráfico de opio.
Dejó este mundo a sus 69 años.
(Post scriptum: en 1933, en el ya desaparecido diario argentino Crítica, de Natalio Botana –cerró en 1962–, Jorge Luis Borges escribió y publicó en el Suplemento Multicolor de los Sábados su versión –deslumbrante por cierto– de la vida, oficio, gloria, caída y muerte de la viuda Ching. Dos años después, esa reconstrucción pasó a formar parte de uno de sus libros más originales y felices: Historia Universal de la Infamia, siete relatos de canallas sin par. La viuda Ching, pirata –tal su título– se abrió paso a esa inmortalidad pese a que no fue la única mujer de sable en mano y bandera negra con calavera al centro. Dos, inglesas, ejercieron ese oficio y fueron ahorcadas. Se dice que la piratería empezó en el siglo V Antes de Cristo, y es evidente que continúa hasta hoy, pero sin épica ni destino de leyenda. Son vulgares asaltos a barcos mercantes y a cruceros, a punta de rifle, y por piratas feroces pero jamás destinados a la memoria ni a la literatura. Piratuchos de pacotilla, como diría, con razón, Arturo Pérez–Reverte.).
Infobae
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