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lunes, 24 de octubre de 2022

LA REVOLUCIÓN DE LOS POSSE

 por José María Posse

Abogado, escritor, historiador


     La mayoría de los miembros del grupo, hemos crecido viendo en el cine o la televisión, las películas de leyendas del Far West . Lo que no todos conocen en detalle, es que en nuestra historia comarcana, tenemos tela para cortar mucho más interesante, incluso para ser llevadas al cine o series de TV.

José Ciriaco Posse



    Hoy quiero compartir ésta historia, al cumplirse un nuevo aniversario de uno de aquellos acontecimientos. Es importante que el lector tenga presente que en los tiempos del relato que les haré, recién acababa consagrarse la Constitución Nacional, y los tucumanos vivían aún en un mundo donde el estado de beligerancia era constante.


     

Las leyes que regían a nuestros antepasados, recién comenzaban a gestarse. Grupos familiares, quienes venían disputando su preeminencia en el medio desde los tiempos de las guerras entre unitarios y federales, muchas veces terminaban sus diferencia de manera violenta. En ello nada tenemos que envidiarle al western americano, la diferencia es que la siguiente, ES UNA HISTORIA REAL.




     La noche del 16 de Abril de 1856, un grupo armado, formado por más de trescientos cincuenta hombres comandado por los coroneles de milicias, José Ciriaco, Emidio, Manuel, Benjamín y Ramón Posse, atacaron el cabildo de Tucumán mientras se realizaba una recepción al nuevo gobernador de la provincia.

     Detrás del golpe, se adivinaba la mano del caudillo liberal José María del Campo, quién concluía su mandato gubernamental. Sus partidarios sostenían como gobernador la figura de un miembro del clan familiar Posse, don Pepe (de quien Campo tenía apoyo), mientras que sus adversarios políticos lograron consagrar a su candidato, el general Anselmo Rojo. El gobernante elegido era un militar sanjuanino de brillante actuación durante nuestras guerras civiles.



    Luego de largos y violentos cabildeos, en los cuales la ciudad de Tucumán llegó a estar sitiada por una columna de ochocientos milicianos que respondían a Campo y a los Posse, se convino un acuerdo. Entre los principales puntos se pactó que el nuevo mandatario respetaría los cargos de los comandantes de las guarniciones de la administración saliente, entre otras garantías.



     Pero lo cierto fue que Rojo, ya en el gobierno, no cumplió con lo pactado y como primera medida desalojó por la fuerza al comandante Benjamín Posse de Monteros. Luego hizo lo propio con Emidio Posse en La Reducción y atacaron la comandancia de Lules y de la  Banda del Río Salí, de Ramón Posse.



     José María del Campo se enteró de ello en la mañana del 16 de Abril en la ciudad de Tucumán, mientras tomaba unos mates junto a su íntimo amigo José Ciriaco Posse en casa de los Campero. De inmediato movilizaron su estructura político militar, haciendo llamar a sus familiares y capataces de las estancias e ingenios de su propiedad. Juntaron trescientos cincuenta hombres a los que se les sumarían otros tantos quienes se encontraban ya en camino y que llegarían en las primeras horas de la noche.



     El plan era simple: deponer por la fuerza al gobernador Rojo y colocar en su lugar a Manuel o a José Ciriaco Posse. Campo debía mantenerse al margen de las acciones, para aparecer luego como pacificador de la situación.


 

      Contaban también con el apoyo de un grupo de militares de alta graduación de la Guardia Nacional, con los que pensaban asegurar el triunfo. Además especulaban que al ser Rojo “amigo de los porteños”, el presidente Justo José de Urquiza aplaudiría su derrocamiento.



     Mientras la noche caía, los possistas entraron sigilosamente a la población y a la altura de la Iglesia de Santo Domingo cargaron sus armas. Pronto el infierno se desataría sobre aquélla pacífica ciudad.

     A viva voz el comandante José Ciriaco arengó a la tropa y haciendo girar una lanza sobre su cabeza exclamó: “¡ Ajó, no me den cuarte, no dejen uno vivo!...”

 


    En el cabildo mientras tanto se llevaba a cabo la recepción al nuevo gobernador ofrecida por los comerciantes que lo habían apoyado. Estaban entretenidos entre brindis, música y alegres conversaciones, cuando un soldado de la guardia alertó a Rojo que la plaza se llenaba de hombres armados. Allí comenzó un verdadero pandemonio, en medio de gritos, órdenes confusas y disparos.



    La mampostería del viejo Cabildo estalló en varias partes con la balacera de los insurrectos, el olor y el humo de la pólvora lo cubrieron todo, mientras los fogonazos de los fusiles prendieron luces dantescas en la plaza principal de Tucumán.

     Los vecinos de las casas circundantes aterrados trancaron ventanas y puertas con postigos; los cascos de los caballos espantados que bosteaban ante el tronar de los disparos, taparon las voces de mando de los capitanes de ambos bandos, quienes se desafiaban en medio del fragor de la refriega.



      En una audaz maniobra, el comandante José Ciriaco Posse junto a su hermano Emidio lograron tomar la planta baja del cabildo, donde se hicieron fuertes; pero sus defensores comenzaron a desclavar las maderas del piso superior por donde fusilaban a cualquiera que atravesara la línea de fuego. Un cañón que se usaba para ceremonias fue cargado, y al momento en que los reaccionarios intentaron subir las escaleras, una verdadera cortina de hierro candente les cerró el paso.



       La caballería iba y venía de un lado a otro de la calle, entre insultos de los jefes de las tropas enfrentadas quienes se desafiaban a viva voz. Las horas pasaban, pero los refuerzos de los possistas no llegaban y a éstos se les hacía imposible tomar la planta alta, bravamente defendida por el gobernador en persona.



     Para colmo, el grupo de enganchados de la Guardia Nacional se puso del lado del gobierno y comenzó a hostilizar a los atacantes. 


     Para entonces el pesado humo de la pólvora negra cubría todo aquel escenario dantesco, se hacía difícil respirar, las gargantas se secaban de manera asfixiante. Charcos de sangre tapizaban el suelo, mientras se escuchaban las súplicas de quienes pedían ser auxiliados.



     En medio de la batahola Manuel Posse cayó herido, lo que provocó un desbande en su columna, que si bien fue conjurado por su hermano Ramón, indicó que la suerte a esa altura ya les era definitivamente esquiva.


     José Ciriaco Posse pasó desafiante al trote de su caballo por delante del cabildo, increpando a Rojo a dirimir personalmente la situación. Pero el lance no fue aceptado. Ante ello,fue a consultar con el Cura Campo, el que según testigos se encontraba del otro lado de la plaza, sin participar en la refriega, con un gesto adusto que demacraba sus facciones.


 

     Se llamó a la tropa a reunión y los possistas se retiraron de la plaza con los heridos que pudieron subir en las ancas de sus caballos. Detrás quedaron dieciséis muertos y un tendal de heridos, muchos de ellos de gravedad.


 

      En la salida, mientras comenzaba a clarear, se encontraron a bocajarro con las tropas de refuerzo, pero ya nada podía hacerse, habían perdido el factor sorpresa y cargaban muchos lesionados con ellos.



    Los cabecillas  fueron perseguidos los días siguientes y tomados prisioneros. Se los engrilló  en el calabozo del Cabildo sin miramiento alguno, y con una fuerte custodia, pues se esperaba un golpe de sus aliados para liberarlos.


 

     Se los juzgó a las pocas semanas. Los Posse fueron defendidos por su pariente el Dr. Benigno Vallejo y Campero por el jovencito Nicolás Avellaneda. Finalmente sufrieron como condena el destierro y el pago de una fuerte suma de dinero. 

    Pronto volverían a gravitar en la política tucumana, convirtiéndose en la década de 1860 en árbitros indiscutidos de los destinos de la provincia.

Fragmento del libro: “El Espíritu de un Clan”, José María Posse, Editorial Sudamericana, 1993.-

NOTA: El recuerdo de aquella noche pavorosa  pareció gravarse a fuego en la memoria de los tucumanos. Cuentan que doña Zulema Sancho Miñano de Posse (por entonces viuda del Dr. Nicanor Posse, quién descendía del comandante José Ciriaco), cuando recibió a don Ricardo Posse, quién le solicitaba la mano de su hija en matrimonio protestó indignada: “¡Dios mío, un Posse es un alboroto, dos…una revolución!”. De todas maneras el matrimonio se realizó.

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