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miércoles, 2 de junio de 2021

La sorprendente historia de la marquesa argentina Adelia Harilaos de Olmos y el misterio de su encuentro a solas con Eva Perón

Eva era dueña del poder y del amor del pueblo. Adelia era dueña de una fortuna incalculable, benefactora de la Iglesia y miembro de la alta sociedad. El Vaticano, el Papa y el título nobiliario de marquesa pontificia habrían sido los motivos que impulsaron a la primera dama a visitar a la señora de alcurnia en su mansión. Pero, ¿se vieron alguna vez cara a cara? Las dos historias que se relatan y el misterio que perdura


¿Se vieron frente a frente, alguna vez, las dos mujeres más poderosas de la Argentina del siglo XX?

Hay notas, ensayos y libros que lo afirman, y hay notas, ensayos y libros que lo niegan.

Ni en un caso ni en el otro se exponen testimonios o documentos para sostener la posición. Sólo conjeturas a partir de los sucesos ulteriores y algún comentario de personas próximas a las protagonistas, que bien podrían ser interesados.

Ellas fueron María Eva Duarte de Perón y Adelia María Harilaos de Olmos. La primera, un mito profusamente divulgado. La segunda, un mito cuidadosamente oculto.

La habitual distancia que separa a la historia de la historiografía.

Eva se casó con el hombre más poderoso; Adelia, con el más rico. En ambos casos, con una notoria diferencia de edad entre ellas y sus maridos: el general Juan Domingo Perón era 26 años mayor que Eva; Ambrosio Olmos, 37 años mayor que Adelia. Y en ambos casos los matrimonios duraron poco, por la muerte de uno de los cónyuges.

En un país que alentó siempre el oportunismo y el aventurerismo, Ambrosio José Olmos merece estar en el podio. Nació en Dolores (Dolores de Punilla, por entonces un rancherío serrano, muy cerca de La Cumbre y Los Cocos), Córdoba, y con una rudimentaria educación probó suerte en la capital provincial. No le fue bien. A los 21 años decidió reemprender viaje más hacia el sur y se estableció en Las Achiras, departamento Río Cuarto, sobre lo que se llamaba “la frontera con el indio”.

Allí se convirtió en un temible comerciante de “frutos del país” y muy pronto instaló un almacén de ramos generales en la propia Río Cuarto, justo cuando el general Julio Argentino Roca llegaba a esa ciudad para organizar, durante 5 años, la Conquista del Desierto. Olmos y Roca se hicieron amigos, frecuentaron el mismo club social y el mismo comité: Olmos adhirió al Partido Autonomista Nacional de Roca. Así supo de antemano cuáles serían los alcances de la matanza de indios, compró miles de hectáreas que en ese momento no valían nada y se dedicó a la ganadería: faenaba lo justo como para cumplir con los compromisos de exportación de cuero y la provisión de lengua para las carnicerías locales, en tanto acopiaba ganado vivo para cuando el ejército de Roca necesitara alimentarse.

En menos de 20 años, Olmos acumuló una fortuna incalculable con eso de comprar tierras baratas y matar animales cimarrones. Cuando Roca llegó a la presidencia de la Nación, le ofreció la candidatura del PAN para la gobernación de Córdoba en el trienio 1886-1889. Lamentablemente para Olmos, el mismo año en que él asumió el gobierno provincial, Roca se alejó de la primera magistratura.

A pesar de una buena gestión gubernamental, sin el apoyo de su “padrino” Olmos fue sometido a juicio político por las intrigas internas de los hermanos Juárez Celman. Defenestrado en 1888, huyó a Buenos Aires con su abogado defensor, Lucio Vicente López (hijo de Vicente Fidel López y nieto de Vicente López y Planes).

En Buenos Aires fundó el Banco Sudamericano e instaló oficinas sobre la calle San Martín para atender los múltiples negocios agropecuarios y financieros. Para su desgracia, también se encontró con Adelia.

Ella tenía 24 años y él, 61.

Adelia vivía con su madre en un departamento sombrío y en la añoranza difusa de una vida social a la que ya no tenían acceso. El padre y los 3 hermanos varones partieron tras la quimera de recuperar al menos parte de una fortuna perdida. La primera vez que estuvo cerca de Ambrosio, le comentó a su madre que “el chuncano olía a barracas”. Barracas eran los pestilentes depósitos de cuero que habían hecho rico a Olmos en Río Cuarto.

El multimillonario persiguió a la joven porteña con envíos cotidianos de flores, bombones y joyas, que ella aceptaba sin respuesta alguna. Así, durante años.

La que al fin cayó rendida ante tantos obsequios fue la madre de Adelia, Carolina Senillosa Botet, que se reunió en secreto con Ambrosio y concertó con el ansioso pretendiente un encuentro “casual”. Curiosamente, Carolina había heredado una fortuna cuyo origen era idéntico a la de Ambrosio: su padre, el arquitecto catalán Jorge Puyol y Senillosa, había participado de la Campaña al Desierto de Juan Manuel de Rosas, y actuó como agrimensor para distribuir entre los oficiales del ejército las tierras arrebatadas a los indios.

Eso sí, el compromiso entre Adelia y Ambrosio debía ser en París. Allí se formalizaría la relación. ¿Qué lugar mejor? Su hija se moría de ganas de conocer París. ¡Todas sus amigas habían viajado a París y ella no! ¡En París sería fácil convencerla!

El ex gobernador hizo las reservas para madre e hija en primera clase y telegrafió para garantizarse la proximidad de las mejores suites en el hotel Le Meurice, donde se presentó un par de semanas más tarde, con estudiada parsimonia y la mejor cara de sorpresa al encontrarse con las damas.

La madre doblegó con argumentos económicos los reparos de la hija y el matrimonio se oficializó el 2 de mayo de 1902 en la capital francesa. Siguieron viviendo en el mismo hotel, madre e hija en sus habitaciones, Ambrosio Olmos en la suya, hasta que decidieron volver a Buenos Aires en 1904.

Si en París vivían en un palacio, en Buenos Aires no podían resignarse a algo inferior, de modo que Adelia, ya reasumida su condición de multimillonaria, compró la fabulosa propiedad de la familia Fernández Anchorena, con frente sobre la avenida Alvear, un parque sobre la calle Montevideo y entrada de servicio por la calle Posadas.

No habían terminado de amoblar el curioso nidito de amor de habitaciones separadas, cuando un fulminante cáncer de estómago acabó con la vida de Ambrosio, a sus 66 años, en 1906.

“Ahora al cianuro lo llaman cáncer”, bisbisearon con maldad las damas de la alta sociedad porteña mientras velaban al difunto.

Sobrevino entonces una súbita metamorfosis en Adelia: del gélido trato que le había manifestado a su marido en vida pasó a una devoción rayana con la idolatría, traducida en obras de caridad y donaciones a la Iglesia católica para la construcción de escuelas, hospitales, orfelinatos y capillas, con el único requisito de que llevaran el nombre de su extinto esposo.

En Río Cuarto se desprendió de la estancia El Durazno, de 5 mil hectáreas de superficie, que donó a los curas salesianos. Desde los años ’50 funciona allí la Escuela Agrotécnica Ambrosio Olmos. En el lapso que va de la muerte de Ambrosio hasta la efectiva transformación de la estancia en instituto educativo, el mantenimiento del casco -un palacio neoclásico enmarcado por su capilla gótica, su piscina, su lago, su casa de té, su mirador, su invernáculo y su planta generadora de electricidad- estuvo a cargo del mayordomo inglés Samuel Andrew, padre del único argentino embarcado en el Titanic, Edgard Andrew. La estancia-colegio está abierta al público.

Pero fue en la Capital Federal donde la pasión filantrópica de Adelia se hizo más notable: apenas terminados los trámites sucesorios, ese mismo año de 1906 designó a la curia como heredera de su residencia.

En 1923 mandó construir la iglesia del Corazón Eucarístico de Jesús, de la Congregación de las Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús, frente a la paquetísima plaza Vicente López. En 1930 levantó “La Castrense”, la parroquia de Nuestra Señora de Luján, patrona del ejército, en Palermo. En 1938 hizo erigir el santuario de Nuestra Señora de la Medalla Milagrosa, en Parque Chacabuco. La zona sur no estuvo ausente de sus preocupaciones: mandó a construir la parroquia del Niño Jesús en Villa Lugano, y más tarde la parroquia Santa Elisa, en evocación de su sobrina y ahijada fallecida en plena juventud.

Todo esto queda chico en comparación con lo que fue su momento de gloria y que marcó el ingreso a la nobleza: el Congreso Eucarístico Internacional de 1934, con la presencia en Buenos Aires del poderoso cardenal Eugenio Pacelli, en quien ya se adivinaba a un futuro Papa.

Adelia sufragó íntegramente la realización de ese acontecimiento, y hasta incurrió en excesos: para hacer las cosas con tiempo, en 1930 le compró a Teodolina Alvear de Lezica -presidenta entonces de la Sociedad Argentina de Damas de Beneficencia- el palacio Casey, en la esquina de Alvear y Rodríguez Peña, y mandó a realizar algunas reformas con vistas a que allí se alojara el ilustre visitante. Fue un gasto inútil: Pacelli prefirió alojarse en un palacio mejor: el de la propia viuda, a una cuadra de distancia.

En el palacio Casey, diseñado como vivienda familiar, funciona hoy la secretaría de Cultura de la Nación, con una dotación estable de 300 empleados.

Adelia Maria Harilaos de Olmos en "Caras y Caretas"

Del Congreso Eucarístico, Adelia emergió con un título nobiliario: marquesa pontificia. Sólo otras dos mujeres ostentaron alguna vez ese título: Mercedes Castellanos de Anchorena y María Unzué de Alvear. Pero la única que se hizo llamar siempre “marquesa”, fue Adelia. Y su personal fue adiestrado para retirarse de su presencia con una ligera inclinación de cabeza y en retroceso, sin darle jamás la espalda, como destaca la biógrafa riocuartense Susana Dillon.

En cambio otro biógrafo de Adelia, Walter D’Aloia Criado, remarca la sensibilidad social de esa mujer que heredó 300 mil hectáreas y donó 280 mil a obras de caridad, además de fundar en 1913 la Caja Dotal de Obreras, un protosistema jubilatorio de mujeres trabajadoras. En sus hogares para ancianos, la mujer que había protagonizado un marriage blanc, es decir un matrimonio en el que las sábanas no quedan manchadas ni con la sangre de la novia virgen ni con el semen del novio ansioso, estableció como principio que las parejas no debían vivir separadas sino compartiendo la misma habitación.

La historiografía antiperonista relata la llegada de Eva Perón al palacio Fernández Anchorena como resultado de una obsesión de la primera dama: ser, ella también, parte de la nobleza.

Ese relato dice que a comienzos de 1948 la segunda mujer de Perón le pidió un consejo a la viuda de Olmos: cómo hacer para que la nombraran condesa o marquesa pontificia, ya que muy pronto se vería cara a cara con Pío XII (ex cardenal Pacelli) y quería volver de Roma con un título nobiliario. 

El cuento sigue con que Adelia recibió a Eva con una lisonja: “Pero m’hijita, personalmente sos mucho más linda que en las fotografías”. Y una tabla de recompensas: para ser marquesa, donar 150 mil pesos. Para obtener una rosa de oro, no menos de 100 mil. Y si no, conformarse con un rosario bendecido por el Papa.

Eva Perón regresó a la Argentina, luego de entrevistarse con Pío XII, con un rosario en las maletas.

Sólo que la entrevista fue el 27 de junio de 1947, unos meses antes del pretendido encuentro entre ambas poderosas.

Los que dicen que el encuentro ocurrió, pero lo cuentan desde el lado peronista, señalan que Adelia Harilaos de Olmos obtuvo de Eva Perón el permiso para enterrar a su adorado Ambrosio en la iglesia de las Esclavas, esa iglesia que ella misma había mandado construir y a la que fue a parar convertida en cadáver.

Cuando falleció Adelia, en 1949, el desfile mortuorio estuvo encabezado por el edecán militar del presidente, y entre todas las ofrendas florales se destacaba la de la Fundación Eva Perón.

Cuando murió Eva, sobre el cuerpo embalsamado se alojó el rosario bendecido por Pío XII.

Fuente: infobae

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