El apellido distingue un linaje familiar desde tiempos inmemoriales. Señala la pertenencia a un grupo ligado por sangre, afectos y parentescos. “Linaje” viene de “Línea”, y entre nosotros, se regía por el apellido del padre que lo transmitía por sus descendientes varones.
Los apellidos patronímicos nacen como una forma de individualizar a una familia. La terminación “ez”, González hijo de Gonzalo; Ramírez, hijo de Ramiro; Martínez, hijo de Martín, o “descendiente de…” . En el resto de Europa, estos patronímicos también se ven en apellidos terminados en “son” o “sen”, muy comunes en los países nórdicos, o también el sufijo “ic”, “ich” y “ova” en países de raíz eslava, o los “Mac” y los “O’”, de los países de cultura celta, como los irlandeses y escoceses. En Italia el patronímico común es el “Di” o “De”. En los musulmanes y judíos el “Ben”- en Turquía el “oglu”; en Rumania el “escu”; el “oponlos” en Grecia, etcétera.
Los apellidos se crearon, además, por el lugar de origen del grupo familiar: Catalán, Gallego, Medina, etcétera, o por las características físicas de la familia: Blanco, Calvo, Rubio, etcétera. También refiere a profesiones, como Herrero, Molinero, Guerrero, etcétera.
Ya desde el siglo XI se registran apellidos patronímicos en España. Se diferenciaban las personas con fines impositivos; era la forma de individualización más eficaz.
Era muy común que el hijo adoptara el patronímico del padre, de manera que iba cambiando de generación en generación.
Pero ya en el siglo XIV se adopta un mismo patronímico, que se mantenía inalterable en las siguientes generaciones. Generalmente se identificaban con el miembro más prominente de la familia, que podía ser tanto por parte del padre o de la madre, según la conveniencia.
Fue recién en el Siglo XVI, con el Concilio de Trento, que surgió en las parroquias católicas la obligación de registrar el apellido de las personas que nacían, se casaban o morían. Con esto se estableció una suerte de obligatoriedad de que el apellido pasara de generación en generación por vía paterna.
Ya en nuestra historia, durante la colonización de América el hecho de descender de los primeros conquistadores, daba a una persona ciertos derechos o privilegios, por ejemplo en el acceso a cargos públicos. De allí que era común que se adoptara a veces, el apellido de una abuela que tuviera una ascendencia más conveniente a los fines señalados. Todo un dolor de cabeza para los primeros genealogistas.
Claramente hablamos de sociedades patriarcales, donde el linaje de la mujer siempre estuvo ligado al del marido (“señora de…”), salvo claro, que se compusieran ambos apellidos en los descendientes. Esto ocurría cuando el materno era socialmente más rutilante que el del padre, o cuando se quería perpetuar un apellido extinguido por varonía.
En nuestro país, eran muy pocos los apellidos compuestos hasta el siglo XX. Mientras, en la mayoría de los países latinoamericanos era común el uso de ambos apellidos. En las últimas décadas, los niños argentinos son anotados con el apellido materno y gracias a las nuevas normativas que rigen la materia, incluso la pareja puede convenir anteponer el apellido de la madre al del padre al momento de anotarlo en el Registro Civil.
Nuevos usos y costumbres: son pocas las mujeres que hoy continúan firmando con el “de”, y pocos los niños que se anotan con un solo apellido. Todavía son escasos los apellidos maternos que se anteponen, pero la sociedad marcha hacia una absoluta igualdad en esta cuestión.
Lo que puede ocurrir, gracias a las nuevas leyes que rigen la materia es que los hijos, llegada la mayoría de edad, opten por el apellido de la madre y exijan el cambio de anotación.
Los nuevos paradigmas sociales, en donde el derecho de la mujer ha tomado -con toda justicia- fuerza, conducirá necesariamente al hecho de que su apellido termine prevaleciendo sobre el del marido. Ese fenómeno en el futuro, de concretarse, llevará a la paulatina desaparición del apellido como pertenencia a un linaje por varonía, y se sustituirá por otro más individual.
Es lógico que esto suceda: son cada vez más las mujeres que optan por ser madres solteras o que crían solas a sus hijos por razones diversas. Para estos casos resulta de estricta justicia que su descendencia lleve el apellido materno y lo mantenga en las siguientes generaciones.
Los apellidos seguirán existiendo siempre, pero el nacido de costumbres patriarcales donde primaba el linaje paterno irá gradualmente desapareciendo en consonancia con los nuevos tiempos y la evolución social que ha tornado más justo el rol de la mujer en la sociedad moderna.
Fuente: LaGaceta.com por José María Posse, Abogado, Escritor, Historiador.
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