El gallego José Ramón Rodil resistió a la espera de refuerzos desde la Península durante casi dos años en la Fortaleza del Real Felipe del Callao, que vivió entre sus muros la muerte o deserción de 2.424 de los 2.800 soldados que la defendían
Capitulación de Ayacucho, óleo del pintor peruano Daniel Hernández |
El triste epílogo a las guerras de emancipación contra el Imperio español del siglo XIX fue, como es habitual, un baño de sangre. El escenario fue el Callao, en el Virreinato de Perú, que a diferencia de Nueva Granada y de Río de la Plata, se mantuvo al principio inmune a la fiebre independentista que se extendió por América. La mayor presencia de peninsulares que en otros territorios, la escasa implantación del espíritu independentista y la capacidad de mando de los sucesivos virreyes convirtieron el lugar en una roca en el camino de los rebeldes.
Para someter Perú fue necesaria la acción conjunta de las fuerzas de Bolívar y de San Martín. Así, solo en julio de 1821 el virrey José de la Serna ordenó evacuar Lima, dando vía libre a que San Martín proclamara la independencia de Perú. Y aún cambiaría de manos varias veces la capital hasta que, con las fuerzas españolas al límite, llegó la batalla de Ayacucho y con ella la derrota del contingente militar realista más importante que seguía en pie.
En paralelo a los sucesos de Ayacucho, todavía hubo una última guarnición que acometió una resistencia casi suicida. José Ramón Rodil y Campillo y los últimos españoles del Perú se atrincheraron en la Fortaleza del Real Felipe del Callao, construida inicialmente para defender el puerto contra los ataques de piratas y corsarios.
Un leónidas moderno en Perú
José Ramón Rodil |
Lima y la fortaleza en el Callao habían sido recuperadas por los españoles meses antes del desastre de Ayacucho, coincidiendo con uno de los pocos periodos de la guerra favorables a los intereses realistas. El general Monet al frente de las fuerzas realistas había entrado de nuevo en la capital el 25 de febrero de 1824 y designó al brigadier José Ramón Rodil como jefe de la guarnición del Callao. Lo hizo, claro, sin sospechar que este oficial gallego iba a protagonizar una resistencia de tintes épicos.
Lima fue abandonada tras la batalla de Junín. Se esperaba que los españoles del Callao tomaran el mismo camino tras la capitulación de Ayacucho, pero Rodil y sus 2.800 soldados se negaron a rendirse ante la perspectiva de que aún podría recibir pronto refuerzos de España.
Rodil incluso se negó a recibir a los enviados del virrey la Serna, derrotado en Ayacucho, porque los consideraba poco menos que desertores. Tampoco quiso escuchar el 26 de diciembre a los representante de Simón Bolívar, quienes daban por hecho que el español iba a rendir la fortaleza en cuanto se enterara de los generosos términos de la capitulación.
El gallego creía que el suyo era un viaje sin vuelta atrás. La entrada de Bolívar en Lima provocó la huida masiva de la población de españoles peninsulares y de los leales a la Corona hacia el Callao. 8.000 refugiados convirtieron el Callao en el último bastión español en Sudamérica y en la última esperanza de recuperar estos territorios.
El asedio de las tropas libertadoras, unos 4.700 soldados, dirigidas por el venezolano Bartolomé Salom, se inició en forma de bombardeo con artillería pesada al puerto del recinto amurallado. Se calcula que en los dos años que duró el sitio se dispararon 20.327 balas de cañón, 317 bombas e incontables balas. Al ataque aéreo y terrestre, se sumó también el bloqueo naval de las flotas combinadas de la Gran Colombia, Perú y Chile.
A pesar de contar con menos hombres armados y pocos recursos, los españoles tenían varias cosas a su favor. José Ramón Rodil contaba entre sus filas con los regimientos veteranos Real de Lima y Arequipa, así como una de las fortaleza más grandes de todo el continente. Las murallas y las minas enclavadas en la roca hacían imposible un asalto por tierra, mientras que el bastión artillado mantenía la flota combinada a distancia.
Asimismo, la veteranía de su comandante jugaba a favor de las fuerzas realistas. Nacido en Lugo el 5 de febrero de 1779, Rodil había combatido contra Napoleón y luego había saltado a Sudamérica, donde prestó importantes servicios en Talca, Cancharrayada y Maipo. Además de cicatrices, el gallego coleccionaba múltiples condecoraciones por el valor desplegado.
Plano de la fortaleza del Real Felipe, en Callao |
Sin posibilidad de hincarle el diente a la fortaleza, los ejércitos libertadores mantuvieron el bombardeo día y noche en un intento por dejar que la fruta cayera por su propio peso. Desde el principio se hizo latente la dificultad de alimentar a una población civil de miles de refugiados, así como el mantener un régimen casi carcelario para evitar las deserciones entre las filas españolas. En un solo día Rodil fusiló a 36 conspiradores, entre ellos a un muchacho andaluz muy popular por sus chanzas.
En un informe fechado el 26 de setiembre de 1825, Hipólito Unanue escribió a Simón Bolívar el estado del sitio, convertido en una prisión tanto dentro como fuera de la fortaleza:
«Rodil sigue defendiéndose obstinadamente y no pasa día sin que se haga fuego fuerte contra él. Por su parte tiene una vigilancia enorme y apenas ve que se pasa alguno del pueblo o que se trabajó en la línea, cuando cubre de balazos el sitio, así es que no se pasan de miedo muchos que desean hacerlo.
Los enemigos fueron la hambruna y las epidemias
La hambruna, las malas condiciones sanitarias y las epidemias crecieron al mismo ritmo que la carne de rata disparaba su precio en el mercado negro. Es por ello que Rodil envió hacia el frente enemigo a aquellos civiles cuya presencia no era importante en el campo militar. Ante esta estrategia los libertadores empezaron a rechazar las oleadas de civiles con plomo y pólvora, sabiendo que el hambre era el mejor arma para sacar a los españoles de su castillo. Muchos refugiados se vieron atrapados entre ambos fuegos.
Retrato de Bartolomé Salom |
Solo cerca del 25% de los civiles lograron sobrevivir al asedio de dos años. El escorbuto, la disentería y la desnutrición fueron rebajando el número de defensores cada día de resistencia. No así la determinación de Rodil, que únicamente aceptó rendirse cuando la situación adquirió una atmósfera extrema. A principios de enero de 1826, el coronel realista Ponce de León desertó y, poco después, le siguió el comandante Riera, gobernador de una de las secciones fortificadas, el Castillo de San Rafael. Ambos conocían al detalle el entramado defensivo establecido por Rodil y así se lo desvelaron a los líderes libertadoras. Ponce de León, además, era amigo próximo de Rodil, lo que supuso una doble traición.
Sin comida, con la munición cercana a terminarse, y sin noticias de que fueran a llegar refuerzos desde España; Rodil accedió a negociar con el general venezolano poco después de las ilustres deserciones. El 23 de ese mes, tras dos años de resistencia, los españoles entregaron la fortaleza en condiciones que permitieron conservar la honra y la vida a los defensores. O al menos a los supervivientes. Solo unos 376 soldados lograron salir con vida de aquellos dos años extremos, salvando las banderas de los regimientos Real Infante y del Regimiento de Arequipa.
La vida de Rodil también fue respetada, entre otras cosas porque el propio Bolívar salió en defensa del español: «El heroísmo no es digno de castigo».
El regreso de «un español de puro bestia»
España se había olvidado de los últimos defensores de Sudamérica cuando éstos combatían, pero al regreso a la península algunos de ellos fueron recompensados por su gesta. José Ramón Rodil fue nombrado Mariscal de Campo y se le otorgó en 1831 el título nobiliario de Marqués de Rodil por su actuación en Perú. No obstante, su consideración de estratega quedó en entredicho con varias derrotas en la Primera Guerra Carlista. Su carrera política finalizó a consecuencia de su antagonismo con Baldomero Espartero. En 1815, Espartero auspició que Rodil fuera juzgado por un consejo de guerra y le retiran sus honores, títulos y condecoraciones.
¿Qué motivó su obstinada resistencia el Callao?, siguen preguntándose hoy sus detractores. El desaparecido político peruano Enrique Chirinos citó, en una de sus obras históricas, un conocido verso para definirlo: fue «un español de puro bestia». Eso y que realmente confiaba, hasta el verano de 1825, en que desde la Península se enviaría una fuerza de reconquista. Controlar aquella posición estratégica era clave para tener un punto de desembarco en América. Cuando se dio cuenta de que la ayuda nunca llegaría dejó de dormir y apenas comía ante el temor, tal vez, de que todo su esfuerzo al final iba a ser en vano.
Fuente: ABC.es
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