Narra la historia del hermoso pájaro de canto dulce llamado cenzonte, cuyo origen es la reencarnación de una bella mujer.
Xomecatzin, el Señor del Sauce era un viejo mercader del reino de
Chalco que recorría los caminos cargando preciosos anillos, joyas de
oro, piedras preciosas, pieles multicolores, además de hierbas
aromáticas y curativas.
Cierto día se organizó una caravana de
mercaderes mexicas con destino a Tehuantepec; Xomecatzin, que por esos
días se hallaba en tierras tenochas, se unió a la expedición.
Los
mercaderes, que también eran valientes guerreros, iban cruzando el rio
de las mariposas, llamado hoy Papaloapan, embarcados en fuertes canoas,
cuando escucharon un canto no identificado hasta entonces. Los
comerciantes mexicas desembarcaron al oír esta dulce melodía y se
adentraron en el espeso bosque del rio.
Cuando llegaron al lugar
del que surgía el canto, los mercaderes se asombraron al descubrir a una
hermosa doncella cuya mirada dirigía a la Luna. La joven misteriosa fue
capturada a pesar de sus suplicas y la obligaron a subir a la
embarcación. El camino era largo hasta Chalco, así que tomaron un
pequeño descanso.
Cuando Xomecatzin llego a su palacio llevo a la
triste mujer a sus aposentos, ahí la tranquilizo; como no consiguió que
la joven hablara, a pesar de todas sus preguntas, le dio un nuevo
nombre:
Cenzontle, que significa cuatrocientas voces.
Xomecatzin
le ofreció todas sus riquezas y abalorios, las plumas multicolores del
pájaro quetzal y papagayos, las esmeraldas los aderezos de oro, la
obsidiana, las pieles de jaguares y los trajes exquisitamente labrados.
Cenzontle ni siquiera se emocionó al ver tan fascinantes riquezas, pues
ella había observado esas y muchas otras cosas en el bosque donde
habitaba.
Gracias al enorme tesoro que poseía, Xomecatzin pudo
ofrecer una gran fiesta para agradecer a las energías generadoras el
haber hallado tan bella mujer. El requisito para asistir era adornarse
con rosas, las flores más preciadas de la naturaleza. Todos se
engalanaron con ellas.
En la fiesta de agradecimiento hubo
oloroso copal en los incensarios, se repartió néctar de flores, así como
de otras sustancias, y por último se sirvió un espumoso y dulce liquido
de cacao. Sin duda, Cenzontle destacaba por su gran belleza entre todos
los participantes. Vestía un hermoso traje confeccionado con las más
finas telas, regalo del Xomécatl.
El festejo duró tres días. Al término, Xomecatzin se desposó con la encantadora Cenzontle.
A pesar de todos los regalos que le ofrecía su esposo, Cenzontle no era
feliz. Pasaba los días postrada en el umbral de su palacio sin
pronunciar una palabra.
Cierto día, el tequihua Xomecatzin tuvo
que partir a una expedición hacia las fortificaciones de Danibaab, que
era un cerro sagrado, llamado Monte Albán, pues tenía que cumplir una
misión militar. Dejó a su mujer a cargo de sus esclavos y se encomendó a
las energìas para llegar con bien a su destino.
Cuando la
expedición avanzaba cerca de los bosques que colindaban con el rio de
las mariposas, Xomecatzin escuchó un hermoso canto que le pareció
conocido. De inmediato ordenó desembarcar y se adentró en los espesos
follajes. En el sitio donde se entonaba la melodía, descubrió parado en
una rama un insignificante pajarillo, que huyó despavorido al verlo
acercarse sigilosamente.
La caravana cumplió su misión y meses
después iban de regreso a su hogar. Al llegar a su palacio. Xomecatzin
fue recibido con la terrible noticia: ¡Cenzontle había muerto!
Una tarde nublada Cenzontle había fallecido y su alma se convirtió en un
hermoso pájaro que emprendió el vuelo hacia la lejanía emitiendo
tristes y desgarradoras notas. Xomecatzin, dolorido, recordó el pájaro
que había visto días atrás junto a las aguas de Papaloapan y sufrió
mucho al saber que su mujer se había alejado de sus brazos para siempre.
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