Gral, José de San Martín |
En 1,848 José de San Martín remitió una carta al presidente del Perú,
Ramón Castilla, invocando una pensión justa. Casi ciego, considerado un
paria por muchos países que ayudó libertar, narra una vida sufrida.
Excelentísimo señor presidente, general don Ramón Castilla
Lima Boulogne-sur-Mer, septiembre 11 de 1848.
Respetable general y señor:
Su muy apreciable y franca carta del 13 de mayo la he recibido con la
mayor satisfacción; ella no fue contestada por el paquete del mes
pasado en razón de no haber llegado a mi poder que con un fuerte atraso,
es decir, el 30 de agosto, tres días después de la salida del paquete
de Panamá.
Usted me hace una exposición de su carrera militar bien interesante; a
mi turno permítame le dé un extracto de la mía. Como usted, yo serví en
el ejército español, en la Península, desde la edad de trece a treinta y
cuatro años, hasta el grado de teniente coronel de caballería. Una
reunión de americanos, en Cádiz, sabedores de los primeros movimientos
acaecidos en Caracas, Buenos Aires, etcétera, resolvimos regresar cada
uno al país de nuestro nacimiento, a fin de prestarle nuestros servicios
en la lucha, pues calculábamos se había de empeñar. Yo llegué a Buenos
Aires, a principios de 1812; fui recibido por la Junta Gubernativa de
aquella época, por uno de los vocales con favor y por los dos restantes
con una desconfianza muy marcada; por otra parte, con muy pocas
relaciones de familia, en mi propio país, y sin otro apoyo que mis
buenos deseos de serle útil, sufrí este contraste con constancia, hasta
que las circunstancias me pusieron en situación de disipar toda
prevención, y poder seguir sin trabas las vicisitudes de la guerra de la
Independencia. En el período de diez años de mi carrera pública, en
diferentes mandos y estados, la política que me propuse seguir fue
invariable en dos solos puntos, y que la suerte y circunstancias más que
el cálculo favorecieron mis miras, especialmente en la primera, a
saber, la de no mezclarme en los partidos que alternativamente dominaron
en aquella época, en Buenos Aires, a lo que contribuyó mi ausencia de
aquella capital por espacio de nueve años.
El segundo punto fue el de mirar a todos los Estados americanos, en
que las fuerzas de mi mando penetraron, como Estados hermanos
interesados todos en un santo y mismo fin.
Consecuente a este justísimo principio, mi primer paso era hacer
declarar su independencia y crearles una fuerza militar propia que la
asegurase.
He aquí, mi querido general, un corto análisis de mi vida pública
seguida en América: yo hubiera tenido la más completa satisfacción
habiéndola puesto fin con la terminación de la guerra de la
independencia en el Perú, pero mi entrevista en Guayaquil con el general
Bolívar me convenció (no obstante sus protestas) que el solo obstáculo
de su venida al Perú con el ejército de su mando, no era otro que la
presencia del general San Martín, a pesar de la sinceridad con que le
ofrecí ponerme bajo sus órdenes con todas las fuerzas de que yo
disponía.
Si algún servicio tiene que agradecerme la América, es el de mi
retirada de Lima, paso que no sólo comprometía mi honor y reputación,
sino que me era tanto más sensible, cuanto que conocía que con las
fuerzas reunidas de Colombia, la guerra de la Independencia hubiera sido
terminada en todo el año 23. Pero este costoso sacrificio, y el no
pequeño de tener que guardar un silencio absoluto (tan necesario en
aquellas circunstancias), de los motivos que me obligaron a dar este
paso, son esfuerzos que usted podrá calcular y que no está al alcance de
todos el poderlos apreciar. Ahora sólo me resta para terminar mi
exposición decir a usted las razones que motivaron el ostracismo
voluntario de mi patria.
De regreso de Lima fui a habitar una chacra que poseo a las
inmediaciones de Mendoza: ni este absoluto retiro, ni el haber cortado
con estudio todas mis antiguas relaciones, y sobre todo, la garantía que
ofrecía mi conducta desprendida de toda facción o partido en el
transcurso de mi carrera pública, no pudieron ponerme a cubierto de las
desconfianzas del gobierno que en esta época existía en Buenos Aires:
sus papeles ministeriales me hicieron una guerra sostenida, exponiendo
que un soldado afortunado se proponía someter la República al régimen
militar, y sustituir este sistema al orden legal y libre. Por otra
parte, la oposición al gobierno se servía de mi nombre, y sin mi
conocimiento ni aprobación manifestaba en sus periódicos, que yo era el
solo hombre capaz de organizar el Estado y reunir las provincias que se
hallaban en disidencia con la capital. En estas circunstancias me
convencí que, por desgracia mía, había figurado en la revolución más de
lo que yo había deseado, lo que me impediría poder seguir entre los
partidos una línea de conducta imparcial: en su consecuencia, y para
disipar toda idea de ambición a ningún género de mando, me embarqué para
Europa, en donde permanecí hasta el año 29, que invitado tanto por el
gobierno, como por varios amigos que me demostraban las garantías de
orden y tranquilidad que ofrecía el país, regresé a Buenos Aires. Por
desgracia mía, a mi arribo a esta ciudad me encontré con la revolución
del general Lavalle, y sin desembarcar regresé otra vez a Europa,
prefiriendo este nuevo destierro a verme obligado a tomar parte en sus
disensiones civiles. A la edad avanzada de 71 años, una salud
enteramente arruinada y casi ciego con la enfermedad de cataratas,
esperaba, aunque contra todos mis deseos, terminar en este país una vida
achacosa; pero los sucesos ocurridos desde febrero han puesto en
problema dónde iré a dejar mis huesos, aunque por mí personalmente no
trepidaría en permanecer en este país, pero no puedo exponer mi familia a
las vicisitudes y consecuencias de la revolución.
Será para mí una satisfacción entablar con usted una correspondencia
seguida: pero mi falta de vista me obliga a servirme de mano ajena lo
que me contraría infinito, pues acostumbrado toda mi vida a escribir por
mí mismo mi correspondencia particular, me cuesta un trabajo y
dificultad increíble el dictar una carta por la falta de costumbre; así
espero que usted dispensará las incorrecciones que encuentre.
Los cuatro años de orden y prosperidad que bajo el mando de usted han
hecho conocer a los peruanos las ventajas que por tanto tiempo les eran
desconocidas no serán arrancados fácilmente por una minoría ambiciosa y
turbulenta. Por otra parte, yo estoy convencido que las máximas
subversivas que a imitación de la Francia quieren introducir en ese
país, encontrarán en todo honrado peruano, así como en el jefe que los
preside, un escollo insuperable: de todos modos es necesario que los
buenos peruanos interesados en sostener un gobierno justo, no olviden la
máxima que más ruido hacen diez hombres que gritan que cien mil que
están callados. Por regla general los revolucionarios de profesión son
hombres de acción y bullangueros; por el contrario los hombres de orden
no se ponen en evidencia sino con reserva: la revolución de febrero en
Francia ha demostrado está verdad muy claramente, pues una minoría
imperceptible y despreciada por sus máximas subversivas de todo orden,
ha impuesto por su audiencia a treinta y cuatro millones de habitantes
la situación crítica en que se halla este país.
El transcurso del tiempo que parecía deber mejorar la situación de la
Francia después de la revolución de febrero, no ha producido ningún
cambio y continúa la misma o peor tanto por los sucesos del 15 de mayo y
los de junio, como por la ninguna confianza que inspiran en general los
hombres que en la actualidad se hallan al frente de la administración.
Las máximas de odio infiltradas por los demagogos a la clase trabajadora
contra los que poseen, los diferentes y poderosos partidos en que está
dividida la Nación, la incertidumbre de una guerra general muy probable
en Europa, la paralización de la industria, el aumento de gastos para un
ejército de quinientos cincuenta mil hombres, la disminución notable de
las entradas y la desconfianza en las transacciones comerciales, han
hecho desaparecer la seguridad base del crédito público: este triste
cuadro no es el más alarmante para los hombres políticos del país; la
gran dificultad es el alimentar en medio de la paralización industriosa,
un millón y medio o dos millones de trabajadores que se encontrarán sin
ocupación el próximo invierno y privados de todo recurso de existencia:
este porvenir inspira una gran desconfianza, especialmente en París
donde todos los habitantes que tienen algo que perder desean
ardientemente que el actual estado de sitio continúe, prefiriendo el
gobierno del sable militar a caer en poder de los partidos socialistas.
Me resumo, el estado de desquicio y trastorno en que se halla la
Francia, igualmente que una gran parte de la Europa, no permite fijar
las ideas sobre las consecuencias y desenlace de esta inmensa
revolución, pero lo que presenta más probabilidades en el día es una
guerra civil la que será difícil de evitar; a menos que, para distraer a
los partidos, no se recurra a una guerra europea acompañada de la
propaganda revolucionaria, medio funesto pero que los hombres de
partidos no consultan las consecuencias.
Un millón de gracias por sus francos ofrecimientos; yo los creo tanto
más sinceros cuanto son hechos a un hombre que, por su edad y achaques,
es de una entera nulidad; yo los acepto para una sola cosa, a saber,
rogar a usted que los alcances que resultan de los ajustes de mi pensión
hechos por esas oficinas puedan, si es de justicia, ser reconocidos por
el Estado; pero con la precisa circunstancia de que nada será
satisfecho hasta después de mi fallecimiento, en que mis hijos
encuentren este cuerpo de reserva para su existencia. Esta carta es
demasiado larga para un jefe que tiene que ocuparse de asuntos de gran
tamaño: en las subsiguientes tendré presente esta consideración. Al
demostrar a usted mi agradecimiento por los sentimientos que me
manifiesta en su carta, reciba usted, mi apreciable general, mis votos
sinceros porque el acierto presida a todas sus deliberaciones,
permitiéndome al mismo tiempo la honra de titularse amigo de usted. Su
servidor Q. S. M. B.
José de San Martín
Fuente: Revista Peruana, Lima 1879, tomo II, págs. 40-43
Con todo el respeto del mundo para quien pueda leer este comentario: San Martín fue tan desprendido en todo que, irrefutablemente, es la antítesis histórica de Bolívar.
ResponderEliminarParece increíble que los dos hombres más grandes de la historia de la independencia latinoamericana fueran tan, pero tan, abismalmente diferentes...
Estoy completamente de acuerdo con usted, la diferencia es abismal, tomando que Bolívar fue megalómano y San Martín un hombre de honor. Más cara uno fue lo que fue porqué así es la naturaleza de la gran y apasionante historia de nuestra América Latina.
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