Juan Bautista Alberdi (1810-1884) conocía a San Martín sólo por su
fama y por testimonios de terceros. Escritor incansable y talentoso,
dejó este relato de su encuentro con San Martín. El texto evidencia lo
muy informado que estaba Alberdi de las polémicas que lo envolvían y de
la actitud del general al respecto. Pero sin dudas el rasgo que más
lo impacta es la modestia del autor de tantas hazañas y su cerrada
negativa a hacer alarde de ellas y a recibir honores.
Su visita al libertador fue también para Alberdi la ocasión de viajar por primera vez en ferrocarril –de París a Grand Bourg, a la casa de San Martín-, experiencia de la que deja una pintoresca descripción.
A continuación, el texto completo.
Dr. Juan Bautista Alberdi |
UNA VISITA A SAN MARTÍN (Diario de un viaje a Europa) – Por Juan Bautista Alberdi
París, 14 de Septiembre de 1843
El
1° de Septiembre, a eso de las once de la mañana, estaba yo en casa de
mi amigo el señor D. M. J. de Guerrico, con quien debíamos asistir al
entierro de una hija del señor Ochoa (poeta español) en el cementerio de
Montmartre. Yo me ocupaba, en tanto que esperábamos la hora de la
partida, de la lectura de una traducción de Lamartine, cuando Guerrico
se levantó, exclamando: "¡El general San Martín!" Me paré lleno de
agradable sorpresa al ver la gran celebridad americana que tanto ansiaba
conocer. Mis ojos, clavados en la puerta por donde debía entrar,
esperaban con impaciencia el momento de su aparición.
Entró por fin con su sombrero en la mano, con la modestia y el apocamiento de un hombre común. ¡Qué
diferente lo hallé del tipo que yo me había formado oyendo las
descripciones hiperbólicas que me habían hecho de él sus admiradores en
América!
Por ejemplo: Yo le esperaba más alto, y no es sino un poco más alto que
los hombres de mediana estatura. Yo le creía un indio, como tantas veces
me lo habían pintado, y no es más que un hombre de color moreno, de los
temperamentos biliosos. Yo le suponía grueso, y, sin embargo de que lo
está más que cuando hacía la guerra en América, me ha parecido más bien
delgado; yo creía que su aspecto y porte debían tener algo de grave y
solemne, pero le hallé vivo y fácil en sus ademanes, y su marcha, aunque
grave, desnuda de todo viso de afectación. Me llamó la atención su
metal de su voz, notablemente gruesa y varonil. Habla sin la menor
afectación, con toda la llanura de un hombre común.
Al ver el modo de como se considera él mismo, se diría que este
hombre no había hecho nada de notable en el mundo, porque parece que él
es el primero en creerlo así. Yo había oído que su salud padecía mucho;
pero quedé sorprendido al verle más joven y más ágil que todos cuantos
generales he conocido de la guerra de nuestra independencia, sin excluir al general Alvear, el más joven de todos.
El general San Martín padece en su salud cuando está en inacción, y se
cura con solo ponerse en movimiento. De aquí puede inferirse la fiebre
de acción de que este hombre extraordinario debió estar poseído en los
años de su tempestuosa juventud.
Su bonita y bien proporcionada
cabeza, que no es grande, conserva todos sus cabellos, blancos hoy casi
totalmente; no usa patilla ni bigote, a pesar que hoy lo llevan por moda
hasta los más pacíficos ancianos. Su frente, que no anuncia un gran
pensador, promete, sin embargo, una inteligencia clara y despejada, un
espíritu deliberado y audaz. Sus grandes cejas negras suben hacia el
medio de la frente cada vez que se abren sus ojos, llenos aun del fuego
de la juventud. La nariz es larga y aguileña; la boca pequeña ricamente
dentada, es graciosa cuando sonríe; la barba es aguda.
Estaba
vestido con sencillez y propiedad: corbata negra, atada con negligencia;
chaleco de seda, negro; levita del mismo color; pantalón mezcla de
celeste; zapatos grandes.
Gral. José de San Martín |
Cuando se paró para despedirse acepté y cerré con las dos manos la
derecha del gran hombre que había hecho vibrar la espada libertadora de
Chile y el Perú. En ese momento se despedía para uno de los viajes que
hace en el interior de Francia en la estación de verano.
No
obstante su larga residencia en España, su acento es el mismo de
nuestros hombres de América, coetáneos suyos. En su casa habla
alternativamente el español y francés, y muchas veces mezcla palabras de
los dos idiomas, lo que le hace decir con mucha gracia que llegará un
día en que se verá privado de uno y otro o tendrá que hablar un patois
de su propia invención. Rara vez o nunca habla de política -jamás trae a la conversación con personas indiferentes sus campañas de Sudamérica-; sin embargo, en general le gusta hablar de empresas militares.
Yo había sido invitado por su excelente hijo político, el señor don Mariano Balcarce, a pasar un día en su casa de campo en Grand Bourg, como seis leguas y media de París.
Este
paseo debía ser para mí tanto más ameno cuanto que debía de hacerlo por
el camino de hierro [ferrocarril] en que nunca había andado. A las once
del día señalado nos trasladamos con mi amigo el señor Guerrico al
establecimiento de carruajes de vapor de la línea de Orleans, detrás del
Jardín de Plantas. El convoy, que debía partir pocos momentos después,
se componía de 25 a 30 carruajes de tres categorías. Acomodadas las 800 a
1000 personas que hacían el viaje, se oyó un silbido, que era la señal
preventiva del momento de partir.
Un silencio profundo le
sucedió, y el formidable convoy se puso en movimiento apenas se hizo oír
el eco de la campana que es la señal de partida. En los primeros
instantes, la velocidad no es mayor que la de los carros ordinarios;
pero la extraordinaria rapidez que ha dado a este sistema de locomoción
la celebridad de que goza, no tarda en aparecer. El movimiento entonces
es insensible, a tal punto, que uno puede conducirse en el coche como si
se hallase en su propia habitación. Los árboles y edificios que se
encuentran en el borde del camino parecen pasar por delante de las
ventanas del carruaje con la prontitud del relámpago, formando un soplo
parecido al de la bala.
A eso de la una de la tarde se detuvo
el convoy en Ris; de allí a la casa del general San Martín hay una media
hora, que anduvimos en un carruaje enviado en busca nuestra por el
señor Balcarce. La casa del general San Martín está circundada de calles
estériles y tristes que forman los muros de las heredades vecinas. Se
compone de un área de terreno igual, con poca diferencia, a una cuadra
cuadrada nuestra. El edificio es de un solo cuerpo y dos pisos altos.
Sus paredes, blanqueadas con esmero, contrastan con el negro de la
pizarra que cubre el techo, de forma irregular. Una hermosa acacia
blanca da su sombra al alegre patio de la habitación.
El terreno que forma el resto de la posesión está cultivado con esmero y
gusto exquisito: no hay un punto en que no se alce una planta estimable
o un árbol frutal. Dalias de mil colores, con una profusión
extraordinaria, llenan de alegría aquel recinto delicioso. Todo en el
interior de la casa respira orden, conveniencia y buen tono. La digna
hija del general San Martín, la señora Balcarce, cuya fisonomía recuerda
con mucha vivacidad la del padre, es la que ha sabido dar a la
distribución doméstica de aquella casa el buen tono que distingue su
esmerada educación. El general ocupa las habitaciones altas que miran al
Norte. He visitado su gabinete lleno de la sencillez y método de un
filósofo. Allí, en un ángulo de la habitación, descansaba impasible
colgada al muro la gloriosa espada que cambió un día la faz de la
América occidental. Tuve el placer de tocarla y verla a mi gusto; es excesivamente curva, algo corta, el puño sin guarnición; en una palabra, de la forma denominada vulgarmente moruna.
Está admirablemente conservada: sus grandes virolas son amarillas,
labradas, y la vaina que la sostiene es de un cuero negro graneado
semejante al del jabalí.
La hoja es blanca enteramente, sin pavón ni
ornamento alguno. A su lado estaban también las pistolas grandes,
inglesas, con que nuestro guerrero hizo la campaña al Pacífico.
Fuente: Infobae
Muy buen aporte
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