Los hechos se desencadenaron a partir del 20 de junio de 1811, cuando
el Ejército del Norte fue destrozado por los realistas en Huaqui, un
paraje desolado en el Alto Perú, como se llamaba la actual Bolivia. La
tropa diezmada por las deserciones, cargando heridos de distinta
consideración, desmoralizada y hambrienta se retiró hasta Jujuy. Allí,
el general Manuel Belgrano asumió su jefatura en marzo de 1812.
Con firmeza trató de reorganizar las cosas: reclutó hombres, acopió
pertrechos y castigó sin miramientos la menor falta. Buenos Aires por su
parte no le contestaba sus pedidos de ayuda económica y de hombres. Las
órdenes impartidas a Belgrano por el Triunvirato eran claras: debía
llevar el resto de las fuerzas y todo el armamento existente en la
región a Córdoba. El criterio era que su ejército se uniera con el que
operaba en la Banda Oriental y desde allí formar una fuerza militar
capaz de hacer frente a las fuerzas realistas, para ello debían
sacrificarse las provincias del Norte.
Belgrano, para levantar el
ánimo aquél grupo desmoralizado, en mayo enarbola solemnemente una
bandera celeste y blanca que había hecho jurar en febrero, en Rosario.
Pero el fervor no alcanzaba para disimular las pésimas condiciones en
las que se encontraban.
Por su parte, el general en jefe de los
realistas, Manuel José de Goyeneche, ordenó a su primo, Pío Tristán y
Moscoso, exterminar los restos del Ejército del Norte. Así tras aplastar
a los patriotas en Cochabamba, donde impusieron el terror
contrarevolucionario ajusticiando a los líderes patriotas, el general
realista marchó rumbo a Jujuy.
Ante ello, Belgrano decidió abandonar esa provincia, y ordenar que no quede nada que puedan aprovechar los invasores.
Aplicando la estrategia de tierra arrasada, decretó prender fuego a
todo aquello que no pudiera ser transportado, quemando cosechas y
mercancías. Nada que sirviera a las fuerzas del rey podía quedar en pie.
El 23 de agosto de 1812, empieza el éxodo jujeño: una enorme
columna de pueblo se dirigió hacia Tucumán cargando sus pertenencias.
Detrás dejaban sus casas, comercios, tierras y esperanzas.
Las
tropas del rey ocuparon la casi desierta Jujuy y mandaron avanzadas para
picar la retaguardia de los patriotas en retirada, la ofensiva adquirió
especial violencia en Cobos. Frente a esta situación Belgrano decidió
emboscarlos a orillas del río Las Piedras (3 de setiembre), en una
escaramuza donde les mató una veintena de hombres. El suceso, aunque no
relevante en cuanto a lo militar, sirvió para levantar la moral de los
soldados.
Belgrano entró en territorio tucumano y se desvió por
el camino más corto y con menos cauces, el que significaba cruzar rumbo a
Santiago del Estero. Acampó en La Encrucijada de Burruyacu. Desde allí
envió a San Miguel al teniente coronel Juan Ramón Balcarce, para
recoger todas las armas posibles. La noticia cayó como una bomba entre
los tucumanos para quienes era obvio que el ejército iba a pasar de
largo, dejándolos sin armas y a merced de la ira de los realistas.
Liderados por Bernabé Aráoz, un grupo de vecinos principales se
reunieron en casa de éste y en una jugada desesperada decidieron enviar
una comisión para entrevistarse con el general porteño.
La misma
estaba compuesta por las cabezas de la familia Aráoz: Bernabé, Pedro
Miguel y Cayetano Aráoz, junto al oficial salteño Rudecindo Alvarado,
quién relató con posterioridad estos hechos.
Primero
hablaron con Balcarce, a quién le hicieron saber su disgusto por lo que
consideraban una traición por parte de Buenos Aires; luego se
trasladaron a La Encrucijada donde plantearon a Belgrano que era
necesario quedarse en Tucumán y enfrentar a los realistas. Además fueron
firmes en informarle que no aceptaban entregar las armas para quedar
con las manos vacías enfrentando la furia del general invasor, quién
sabía que nuestra provincia había sido la primera en apoyar la causa
revolucionaria. Le advirtieron, además, que una negativa podría
desencadenar sublevaciones en masa, perdiéndose para siempre la lealtad
de las provincias a Buenos Aires, ciudad a la que habían auxiliado
durante las Invasiones Inglesas y apoyado en los sucesos de mayo de
1810.
El porteño, para asegurar el compromiso de los tucumanos les
exigió 1.500 hombres y 20.000 pesos plata para la tropa, y ellos le
ofrecieron duplicar las sumas. El general decidió entonces hacer lo que
muy probablemente venía ya meditando: quedarse en Tucumán y dar
batalla.
Belgrano, sin duda alguna había reflexionado mucho los
días anteriores sus acciones. Sabía que seguir retrocediendo era
traicionar a los pueblos que se habían pronunciado por la libertad.
Dejarlos a su suerte significaba una derrota política inconmensurable
para la Revolución. Por lo tanto, decidió jugarse por la suerte de las
armas y triunfar o morir junto a los suyos.
El 12 de septiembre
escribe al Triunvirato informándoles su decisión de desobedecer las
órdenes. Culmina su oficio con éstas palabras “Acaso la suerte de la
guerra nos sea favorable, animados como están los soldados. Es de
necesidad aprovechar tan nobles sentimientos que son obra del cielo, que
tal vez empieza a protegernos para humillar la soberbia con que vienen
los enemigos. Nada dejaré por hacer; nuestra situación es terrible, y
veo que la patria exige de nosotros el último sacrificio para contener
los desastres que la amenazan”
A partir de ese momento todo fue
febril actividad para formar cuerpos de combate y conseguir armamento.
Se dispusieron barricadas en las calles y fortificaron las azoteas, se
improvisaron escuadrones de lanceros que suplían experiencia y
disciplina con decisión, determinación y coraje. Era la caballería
gaucha que hacía su aparición en la escena revolucionaria y que pronto
ganaría fama en la guerra de guerrillas en el Norte.
Se echó mano a
la inventiva para convertir a San Miguel de Tucumán en una fortaleza.
El plan de Belgrano era salir a enfrentar al enemigo fuera de la ciudad
para sorprenderlo y causarle la mayor cantidad de bajas, luego,
atrincherarse en la urbanización para concluir con honor. Leyendo las
Memorias Póstumas de José María Paz, me animo a conjeturar que se
contaba con la caballería gaucha para picar los escuadrones de Tristán
obligándolos a dispersar tropas debilitándolos, estrategia tan utilizada
posteriormente en la guerrilla norteña .
En los brevísimos días
que quedaba, la ciudad se convirtió en un cuartel donde todo el mundo
estaba movilizado. Sin distinción de estados, sexo o edad, se ofrecían
como voluntarios. Se aprestaron hombres y cabalgaduras. La escasez de
armas de fuego se contrapesó con improvisados armamentos.
Las
calles se fosearon. Fueron reforzadas con la artillería de mayor calibre
las esquinas de la plaza. Defensas se construyeron por doquier en medio
de un pandemonio de órdenes y contra órdenes. Frenéticamente los
criollos comenzaron a regimentar un improvisado ejército de milicias.
Los habitantes de la ciudad, de alguna manera imitaban lo que los
porteños habían hecho en la defensa de Buenos Aires durante las
invasiones inglesas.
Las mujeres cortaban géneros que se
utilizarían para vendas de los heridos, se construían camillas y catres.
En suma, se organizaba un escenario de guerra. Hasta los niños de corta
edad participaban de los preparativos, mientras los jóvenes y adultos
recibían en esos pocos días una instrucción militar mínima. El escaso
armamento se distribuía y se armaban lanzas con cualquier elemento
punzante, espadas criollas y machetes se forjaban en fraguas
permanentes.
Hombres y mujeres rezaban a la Virgen de La Merced,
cuya tradicional festividad se aproximaba. A ella le pedían un milagro.
Sus vidas y las de los suyos pendían de un delgado hilo. Los soldados,
por orden directa de Belgrano, asistían a misa, se confesaban y
comulgaban.
Estaban todos ellos ensimismados en los preparativos,
cuando por fin llegó una buena noticia: en Trancas, el capitán tucumano
Esteban Figueroa había apresado a un notorio oficial realista, el
coronel Huici, con algunos de sus soldados.
Tan envalentonados
estaban los hombres del rey, que ya se animaban a internarse en las
cercanías de la retaguardia criolla sin mayores cuidados.
Para
Tristán, lo de Huici fue una sorpresa, pero era tanta su superioridad
numérica y de armamentos, que el hecho no lo inquietó mayormente,
mientras, continuaba su avance. Sus espías le habían dicho que Belgrano
enfilaba rumbo a Santiago del Estero, en consecuencia Tucumán caería
fácilmente; por ello se quedó unos días en Metán aprovisionando su
tropa; ese lapso sería fatal para él, pues le regaló un precioso tiempo
a los criollos para alistarse.
El 22 de setiembre llegó a
Tapia y el 23 acampó en Los Nogales. Eran más de 3.500 hombres
veteranos, bien armados y con cañones. Los patriotas, alrededor de
1.700, de los cuales poco más de 400 veteranos. La mayoría contaba con
armamento precario: conformaban apenas una entusiasta, aunque inexperta
milicia.
Fuente: José María Posse. "Tucumanos en la Batalla de Tucumán". Tucumán 2012.-
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