Por José María Posse
Abogado - Escritor - Historiador.
Reliquias que se exhiben en el Museo de la Casa Histórica de la Independencia, recuerdan una trágica historia que marcó por generaciones a una tradicional familia tucumana.
Una reciente muestra en el renovado guión y los salones de nuestra Casa Histórica de la Independencia, exhibe la espléndida cama que perteneció a doña Lucia Aráoz de López, conocida como “La Rubia de la Patria”, por haber sido aclamada como la reina del baile de la Independencia, el 10 de julio de 1816.
Su historia posterior estuvo signada por la tragedia. Su marido, el conspicuo caudillo unitario Javier López, de alguna manera la arrastró a una vida de exilios y persecuciones que culminó con el fusilamiento de éste y el regreso de la joven viuda, madre de ocho hijos, a rehacer su vida sobre las cenizas de sueños irrealizados. Sobre ella se ha escrito mucho, no sí sobre su malogrado esposo, quien merece un estudio profundo de su actuación, en momentos claves de los comienzos de nuestras guerras civiles.
Don Javier
Se llamaba Francisco Javier, aunque era conocido sólo por su segundo nombre. Había nacido en Monteros, donde fue bautizado un 28 de abril de 1794. Pertenecía a una antigua familia, cuya genealogía puede rastrearse a los primeros pobladores de la mítica ciudad de Esteco.
Sus padres eran nacidos en Trancas, donde la familia López tenía extensas haciendas. Erradamente algunos biógrafos refieren que era un joven pobre que había sido protegido por el gobernador Bernabé Aráoz; si es cierto que Aráoz en su momento impulsó su carrera militar, y de algún manera lo prohijó, pero lejos estaba de ser un indigente.
Alto, de buen porte muy blanco y de pelo castaño, era pretendido por las niñas casaderas de su provincia. Diestro jinete, nadie lo igualaba en las carreras cuadreras que se corrían en el célebre campo, donde años atrás se había desarrollado la Batalla de Tucumán.
Ya en 1817 con el grado de alférez integraba las milicias tucumanas, donde pronto su coraje le dio fama guerrera. Fue comisionado por el gobernador Aráoz a Buenos Aires como gestor de negocios, convirtiéndose en su hombre de confianza. En 1821, cuando la invasión a Tucumán de los caudillos Ibarra, Heredia y Güemes, López descolló por su bravura encabezando el Regimiento de Dragones tucumanos que vencieron a los coaligados en la cruenta batalla del Rincón de Marlopa. Allí se ganó el grado de coronel y su figura ascendía vertiginosamente junto a su prestigio de hombre valiente y decidido.
El unitario
Por entonces comenzaban ya a dividirse las facciones políticas que propugnaban por un federalismo auténtico, tal lo había dejado establecido Bernabé Aráoz en la constitución de su efímera República de Tucumán de 1820. Más que cuestiones personales, lo que alejó a las familias Aráoz de los López fue el enfoque político de cómo debía organizarse el naciente Estado.
Para los Aráoz era el Federalismo, el que debía dar un marco de igualdad de trato y distribución de riquezas a las provincias; los López se inclinaban por el Unitarismo, dando preeminencia a un gobierno central fuerte, que organizara al país sobre el modelo liberal europeo. Muchos en Tucumán apoyaban las ideas de Rivadavia, quien consideraba que el caudillismo reinante en el interior del país naciente resultaba un escollo para dar una constitución definitiva. Ello fue el comienzo de las desavenencias entre los Aráoz y los López, más allá del deseo de prevalecer en el mando de la provincia.
A pesar de la cercanía y antiguas alianzas, ambos grupos no lograron zanjar sus diferencias de manera pacífica. Al punto llegaron las cosas que en 1822 Javier López encabezó una revolución contra Don Bernabé, que culminó con el derrocamiento del último. Estos acontecimientos desataron una de las etapas más sangrientas en la historia provincial. Partidarios de uno y otro bando realizaron sucesivas revoluciones en donde no faltaron los saqueos a comercios y a la casas de los principales jefes enemigos por parte de las tropas levantadas.
Varias veces Aráoz recuperó el poder para ser posteriormente derrocado por López. Por fin, Aráoz fue derrotado en batalla y puesto en fuga, en un periplo que culminó con su encarcelamiento en Salta. En el camino de regreso a Tucumán, frente al muro sur de la antigua Iglesia de Trancas fue fusilado (según la versión echada a correr en esos días), por orden de Javier López. Investigaciones posteriores señalan la injerencia de Rivadavia en la decisión de poner fin a la vida del caudillo federal.
Montescos y Capuletos
Es de imaginar la indignación que este hecho produjo en la familia Aráoz: su figura emblemática caía bajo las balas de quién tanto había favorecido. La reacción no se hizo esperar; encabezados por Don Diego Aráoz, a quién se le sumó el General Gregorio Aráoz de La Madrid, se dispusieron a terminar con el odiado enemigo. La sangre vertida, debía ser vengada a cualquier precio.
Por entonces, toda la población de Tucumán rendía culto a la niña más hermosa del clan Aráoz: Lucía, conocida como “La Rubia de La Patria”, por haber sido, como ya vimos, el centro de los elogios de los congresales en el baile de la independencia en 1816. La joven era pretendida por Javier López desde la época en que brillaba la armonía entre las dos familias. Los acontecimientos políticos los había separado, pero al parecer, el bizarro López aún mantenía viva su ilusión.
En su “Ensayo histórico sobre el Tucumán” (1882), dice Paul Groussac que ante ese acto (el fusilamiento de don Bernabé Aráoz), que la poderosa familia de Aráoz juzgó con enorme severidad, “la población previó una ola de desórdenes más terribles que los pasados”. Y que, con el afán de conjurarlos, “entretejió una red novelesca que es característica de la época”.
Don Diego Aráoz tenía una bella hija, Lucía. Rubia, alegre y dorada como un rayo del sol (Groussac agrega que con razón o sin ella), se decía que el gobernador López no era insensible a sus encantos, aunque sin esperanzas de reciprocidad. Entonces, se asistió al espectáculo aristofanesco de toda una ciudad ocupada en un casamiento político. Una unión López-Aráoz podía calmar los enconos.
El francés narra que, entonces, se persuadió a López de que Lucía se había dejado conmover; se hizo oír a don Diego la voz del patriotismo que no era indigno de escuchar. Durante años, se especuló acerca de si Lucía se ofreció para salvar la situación, o muy por el contrario, si estaba verdaderamente enamorada del gallardo Javier López. En auxilio de esta versión, una nieta de doña Lucía (Serafina Romero López de Nougués), quien vivió con ella hasta los 28 años, contaba que su abuela le relató cómo fue aquel primer encuentro con quien sería su marido.
La jovencita Lucía, por entonces de 16 años, se encontraba en el patio trasero de la casa, jugando con unas primas, cuando una criada se le acercó para decirle que su padre la llamaba con urgencia a la sala. Al llegar presurosa, se encontró con don Diego, quien muy serio le dijo: “hija, le presento a su novio”. Lucía pidió tiempo para pensar. Su padre, Don Diego Aráoz se aprestaba para la lucha, los aceros estaban templados y las súplicas del pueblo se hacían oír. Por fin la joven accedió a formalizar la unión y se selló un acuerdo tácito de paz entre las dos familias.
Cuentan los memoriosos que toda la población acudió a la ceremonia de su casamiento; cuando Don Diego entregó a su hija en el altar, las campanas de todas las iglesias de la ciudad repicaron durante horas. Nuevamente es Groussac el que concluye: Y es así como, hacia el año 24, los criollos Capuletos y Montescos dieron tregua a sus odios políticos, y los venerables burgueses de Tucumán hicieron poesía sin saberlo. Finalmente, se casaron ese fatídico año de 1824; por desgracia la paz que se aseguraba iba a producir aquel casamiento, no duró mucho tiempo.
En 1825, Gregorio Aráoz de La Madrid, junto a un grupo de antiguos partidarios del finado Bernabé Aráoz, derrocaron a Javier López. Llegaba la hora de los federales. López marchó a Buenos Aires, donde se hizo del círculo de Carlos María de Alvear, quien reconociendo su grado militar lo llevó con él a la guerra contra el Brasil.
En Brasil
Es sabido que el general Javier López fue gobernador de Tucumán y peleó en las batallas de La Tablada y de La Ciudadela. Pero no es muy conocida su actuación en la Guerra del Brasil. De ella da testimonio una nota del 21 de octubre de 1870, dirigida por el general Jerónimo Espejo a la Comandancia General de Armas.
“He conocido personalmente al finado general don Javier López desde 1826, fecha en que se incorporó al ejército republicano en clase de coronel, en el campamento de instrucción de Arroyo Grande, de la Banda Oriental, como edecán del Excmo. señor general en jefe don Carlos M. de Alvear, al emprender la campaña sobre el territorio del Brasil“, expresaba Espejo.
“Me consta que se halló en la batalla de Ituzaingó el 20 de febrero de 1827, así como en el combate de Camacuá (donde comandó un ala del ejército), el 5 de abril de ese año, que el general Alvear dirigió en persona sobre el ejército imperial“.
Guerrero gobernante
Luego de permanecer un tiempo en Buenos Aires, donde se convirtió en un hombre fuerte y necesario del unitarismo, fue comisionado a Tucumán, donde a poco andar se hizo elegir gobernador. De inmediato manifestó su adhesión a la revolución de Juan Lavalle, quien había derrocado al gobernador de Buenos Aires Manuel Dorrego, a quien mandó a fusilar. Ello traería como consecuencia una guerra civil que arrastró a todo el país.
López unió a Tucumán a la Liga Unitaria del interior, dirigida por el general José María Paz. Por orden de éste invadió Catamarca y depuso al gobernador federal de esa provincia. Luego unió sus fuerzas al general Paz en Córdoba. Allí se encontró, ésta vez del mismo bando, con su enemigo personal Gregorio Aráoz de La Madrid, a quien tuvo que soportar, aunque se negó a que se uniera a la división tucumana. En 1828 junto al general José María Paz actuó contra las tropas del caudillo federal riojano Juan Facundo Quiroga en la Tablada, donde volvió a mostrar su coraje y capacidad de mando, encabezando las cargas contra el enemigo. Luego de ello, a instancias de Paz, López logró volver brevemente a la gobernación en 1830.
Nuevamente tuvo que invadir Catamarca para reponer en el poder a un gobernador del bando unitario y atacó la Rioja poniendo en fuga al caudillo Quiroga. Pero los problemas no terminaron allí, puesto que al regresar a Tucumán, tuvo que volver sus pasos e invadir por tercera vez Catamarca, otra vez en manos de los federales. Fue por ello que no pudo acompañar al general Paz en la batalla de Oncativo. Luego invadió Santiago del Estero, feudo del federal Juan Felipe Ibarra; logró tomar la capital, que luego recuperaría el temible santiagueño. Ya en su provincia, Javier López renunció a la gobernación en febrero de 1831; para sucederlo hizo elegir al industrial José Frías, aunque se aseguró quedar al frente del ejército provincial..
Quiroga
La captura de Paz (1831) marcará el rápido ocaso de la Liga, en contra de la cual se movilizan las fuerzas del Pacto Federal que sostenían a Rosas. Otra vez Quiroga combatirá victoriosamente en Tucumán, derrotando al ejército unitario comandado esta vez por el general La Madrid en la batalla de La Ciudadela, el 4 de Noviembre de 1831.
La reacción unitaria, jaqueada por las desinteligencias internas de los jefes, se derritió como nieve al sol. Ello lo obligó a exilarse en Bolivia junto a su mujer, doña Lucía Aráoz, cargada de hijos pequeños, quienes sufrieron las vicisitudes de aquel viaje, perseguidos por los federales. Pero doña Lucía no era mujer de quejarse; ya instalada en Tupiza, junto a otras familias exiladas, ella que había sido la niña mimada de la sociedad tucumana, se dio vuelta como pudo para criar a sus hijos entre la miseria circundante.
Pusieron una pequeña tienda de ramos generales, con la cual sobrevivían a duras penas. Mientras su marido junto con otros emigrados, tramaban el regreso al país, levantando ejércitos que nunca llegarían a formarse. En 1834 junto a su sobrino Ángel López instigó varias insurrecciones contra el gobernador federal tucumano Alejandro Heredia.
Gallardía
En 1836 el obstinado Javier López, invadió Tucumán con una columna de soldados que apenas había podido regimentar. Heredia informaba por carta a Marcos Paz: “Anteayer en el punto de Monte Grande -decía-, entre su estrechura y obscuridad, hemos tenido un fuego bonito de alegría” con “el desnaturalizado Javier López, que con más de 100 hombres tuvo la osadía de lanzarse sobre las goteras de Monteros, de donde consiguió la mitad de su fuerza al mando de los coroneles Roca, Juan Balmaceda y el comandante Echegaray”.
Habían venido “caminando de noche sin comer ni dormir, por sendas desusadas de escarpadas y ásperas serranías del Poniente”. Según el relato, llegaron hasta el puente de El Manantial, de donde se volvieron sin entrar en la ciudad. Tras derrotarlos, seguía el gobernador: “acabo de fusilar al general López y a su sobrino el doctor Ángel López, porque no he encontrado un punto seguro en la tierra en que en lo sucesivo no continúen haciendo males”. Estando en capilla en la Iglesia de San Francisco, Javier López escribió a su esposa Lucía Aráoz la siguiente nota: “Capilla de San Francisco, Enero 24 de 1836. Mi querida Lucía: Los caprichos de la suerte o mi destino llegado, me conducen al patíbulo a las diez de este día, después de unas cuantas horas de estar en capilla. Adiós dulce compañera, cría pues como Dios te ayude esos ocho desgraciados hijos, fruto de nuestro enlace conyugal, viviendo al lado de tus queridos y ancianos padres que te ayudarán todo el tiempo que vivieren. Muero libre de todo remordimiento y a la vida eterna no llevo otro pesar que dejar mis hijos y a la compañera más fina que se conociera. Adiós y se despide para siempre tu desgraciado Javier López”.
Esa mañana, delante de los arcos del cabildo provincial enfrentó la muerte con gallardía, pidiendo que no le vendaran los ojos como era de costumbre, mirando de frente, desafiante al pelotón de soldados que iba a fusilarlo. Con el tiempo doña Lucía pudo regresar a Tucumán y en algo recuperar los bienes que le habían sido confiscados a su difunto marido. Su larga, como distinguida descendencia, llega a nuestros días.
Nota: agradecemos la generosidad del matrimonio de Adolfo Critto López y su señora Sara Shaw, residentes en Buenos Aires, al entregar las referidas reliquias para que volvieran a Tucumán, en donación al Museo Nacional, Casa Histórica de la Independencia.
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