En este relato, la desaparición de un ingeniero australiano en el Valle de Tafí lleva a un agente de la Policía a adentrarse en bosques y montañas y enfrentarse a los peligros de lo desconocido y lo temido
Por José María Posse - Historiador
BOSQUES CERRADOS. Los alisos dificultan la entrada de la luz y es fácil perderse si uno se aleja de los senderos.
La noticia había ocupado durante varios días las páginas policiales de los diarios: un joven australiano, ingeniero de una empresa subcontratista del tendido de los cables de alta tensión que llevan energía eléctrica al emprendimiento minero de Bajo la Alumbrera, en la provincia de Catamarca, había desaparecido misteriosamente en las montañas circundantes del Valle de Tafí. Durante semanas equipos de rescate apoyados por un helicóptero de la Policía Federal habían barrido todo el recorrido de las monstruosas torres sin resultado.
Las más dispares especulaciones trataban de explicar lo que para entonces se había convertido en un enigma. Se hablaba de que el muchacho, quien obstinadamente había solicitado salir solo en el rutinario recorrido, pudiera haberse despeñado por una de tantas laderas de la zona. Se pensaba también que podría haber sido arrastrado por alguno de los cauces de montaña alimentado por las lluvias de ese tormentoso noviembre. No faltó quien especulara acerca de una artimaña para cobrar el seguro de vida. Lo cierto es que la búsqueda había concluido oficialmente sin resultados.
Esa mañana Francisco Monasterio, un oficial de Policía nacido en Tafí del Valle, salió en su búsqueda. El joven de tez oscura era un puro ejemplar de la casi extinta sangre calchaquí, a pesar de su apellido cristianizado. De mediana estatura, fuerte de hombros, de pómulos salientes, se acentuaban sus ojos rasgados en donde se adivinaba un brillo de inteligencia superior. A sus 25 años había estudiado en la ciudad de San Miguel de Tucumán donde se graduó con honores. Se había destacado en el curso del grupo CERO, élite de la Policía provincial, del cual era ya miembro por lo que estaba adiestrado en tareas de rescate de personas. A ello se sumaba el hecho de ser hijo y nieto de conocidos rastreadores de la zona, por lo que era la persona ideal para el trabajo.
Con un dejo de alegría regresaba a esas montañas de su niñez y adolescencia. A su memoria volvían las imágenes fantásticas de las leyendas lugareñas, quizás por ello dejó una pequeña ofrenda en una apacheta en honor a la Pachamama, la Madre Tierra benefactora.
Francisco tenía pensado comenzar su pesquisa por el cerro conocido como el Pabellón al norte del valle de Tafí, para dirigirse luego en dirección sureste hasta la cima del Matadero. Existen en ese recorrido profundas laderas en donde, resguardados por la humedad, crecen pequeños bosquecillos de alisos.
Mientras comenzaba el ascenso iba recordando historias de los ancianos acerca de los duendes de los alisos que merodeaban a los viajeros para birlarles las cantimploras o para aflojarles las cinchas de las cabalgaduras, cuando no espantaban a los caballos y mulas. Envuelto en estas cavilaciones, comenzó a apartarse de las sendas marcadas con el fin de explorar los antiguos recorridos de los pastores de ovejas.
Al atardecer, negras nubes comenzaron a rodear las montañas; los cerros se cubrieron de esa espesa neblina tan temida por los lugareños que la llaman “cerrazón”. Francisco recordó las advertencias de su padre acerca de no dejarse desorientar por la oscuridad del cerro, ya que hasta el baquiano más experimentado podría acabar sus días estrellado en algún precipicio. Lo mejor era plantar la carpa en algún lugar abrigado del viento. Pronto, la más densa niebla lo envolvió.
Apenas podía adivinar las sendas. Cuando alcanzó a divisar una pequeña quebrada entre dos lomadas, pensó que allí seguro encontraría alguna arboleda que lo abrigaría del helado viento que comenzaba a soplar; con suerte podría guarecerse en alguna cueva de montaña. Entre la bruma divisó la tenue luz de un farol de aceite. ¡Estaba salvado! Seguro se trataba del rancho de un puestero que cuidaba el ganado de la montaña. Un olor penetrante lo tomó de sorpresa y lo hizo vacilar en sus pasos; el hedor de la podredumbre de la carne en descomposición era inconfundible. De seguro alguna hacienda sin sepultar se encontraba en las cercanías.
Iluminando el lugar con una potente linterna observó un rancho oculto por la arboleda de alisos; pegado a él había un pequeño corral de piedra con un techado de paja en un extremo. Generalmente esas construcciones se utilizan como graneros en invierno o de saladero para charqui. Golpeó enérgicamente la puerta, con esa autoridad que suelen ejercer las fuerzas del orden. Inmediatamente se arrepintió del arrebato: por un momento había olvidado las normas básicas de respeto y la hospitalidad innatas en los montañeses. Esperó por una respuesta para luego volver a golpear, esta vez de manera suave, casi respetuosamente. De inmediato abrió una viejecilla regordeta de expresión dulce y amigable.
- ¿Qué desea, hijo, en esta noche tan fiera?- dijo la mujer.
- Si no es mucha molestia quisiera pasar la tormenta bajo techo. La verdad es que el frío está empezando a pegar- dijo el joven en actitud afable, como queriendo disculpar la impertinencia anterior.
- Faltaba más, adelante que esta es su casa, humilde pero siempre abierta a un cristiano necesitado de abrigo. Aquí me ve, en compañía de mis tres hermanas y de ese perro pulgoso- dicho esto la mujer prácticamente empujó al oficial adentro mientras asestaba un certero puntapié al can que obstaculizaba la puerta y mostraba los dientes desconfiadamente.
El vaho que le dio la bienvenida fue ciertamente agresivo. Olores nauseabundos emergían como demonios de diversos frascos de colores diversos y de unas ollas que hervían en un brasero en el centro de la habitación. Al punto estuvo de vomitar. Pero era un hombre entrenado por lo que se mantuvo de una sola pieza.
RECREACIÓN. La niña y la anciana, en un dibujo acerca de su dominio de la naturaleza en dos extremos de la vida.
RECREACIÓN. La niña y la anciana, en un dibujo acerca de su dominio de la naturaleza en dos extremos de la vida.
- Sabrá usté disculpar la humadera, pero ocurre que la hermana menor está engripada y le estamos preparando unos yuyos curativos para que le afloje la tos- dijo a modo de justificativo la anciana anfitriona.
El rancho contaba de una habitación grande, muy rústica, tapizada de implementos de cocina, hierbas de las más variadas y una enorme cantidad de latas y frascos de todos los tamaños posibles. Una mesa de madera gruesa, ennegrecida de hollín y grasa se encontraba en el centro del inmueble. Cinco sillas de tientos y cuero de vaca la rodeaban. El techo era bajo y la sofocación que esto le produjo comenzó a ser evidente.
- Tome asiento, mijo, que haberá de estar cansao- dijo maternalmente otra de las ancianas, que era de una flacura extrema, ojos tristes y expresión impávida, pero aún así denotaba un vigor inusual para la edad, al punto que de un ágil movimiento sentó al joven del brazo a la cabecera de la mesa.
La tercera mujer, más joven y entrada en carnes, le acercó un beberaje caliente en una taza de latón despintado.
- Beba esto, querido, que le hará volver el calor a los güesos- exclamó graciosamente mientras le ayudaba a sacarse el camperón que lo abrigaba. El joven, con repugnancia bebió la infusión para no despreciar a la anfitriona.
Fue la cuarta mujer, de unos 70 años, tez oscura y de pómulos prominentes y arrugados quién inició la conversación, casi de inmediato.
- Y dígame jovencito, ¿qué lo anda picando para venir por estos parajes perdidos de la mano de Dios?- expresó de manera tajante aunque no exenta de gracia y picardía.
- Soy Policía de la ciudad y me tienen encomendado encontrar a un gringo que se perdió en las montañas hace unas semanas, pero a estas alturas de la historia si se murió difícilmente los jotes o los Cóndores hayan dejado nada del tipo- respondió el oficial con muestras de desánimo.
La mujer sin inmutarse comenzó una interminable perorata acerca de la multitud de parientes que tenían en el bajo trabajando en los Ingenios Azucareros o como personal de servicio. De cada uno de ellos hablaba con tal naturalidad como refiriéndose a alguien conocido en común. Pronto se le sumaron las otras mujeres en una suerte de monólogo colectivo, hablando una sobre la otra, sin escucharse entre ellas que terminó por aturdir al joven Monasterio.
Así comenzó a responder a una suerte de interrogatorio en donde detalles íntimos de su vida, que creía olvidados, salieron a la luz. Al tiempo tuvo la impresión de ser exprimido interiormente. Una sensación de asco comenzó a invadirlo y un sentimiento de pánico claustrofóbico se apoderó de él. De pronto, todo pareció comenzar a girar a su alrededor, como si lo hubieran subido a un carrusel enloquecido. A su memoria vinieron imágenes de buitres alborotados alrededor de una carroña disputada. En algún momento perdió el conocimiento. Despertó semi acostado entre dos sillas. Los brazos le pesaban y no tenía fuerzas suficientes para incorporarse, las piernas insensibles, no le respondían.
La viejecilla regordeta acercó su cara hasta ponerla pegada a la del muchacho y exclamó: - ¡Ya ves que la mezcla debía ser más juerte, este todavía respira!- dijo con tono de fastidio- El gringo no se dispertó más...!
Sólo entonces Monasterio advirtió el camperón amarillo fluorescente que colgaba de un tirante del techo. Era sin duda parte del uniforme del ingeniero perdido.
Desesperadamente intentó ponerse de pié, pero todo fue en vano, sólo los párpados parecían responderle, los párpados y los oídos que no querían escuchar el parloteo de las arpías quienes intercambiaban repugnantes recetas de cocina. Los más terribles recuerdos se apoderaron de él; aquellos que atormentaron su infancia con relatos de las malvadas brujas de Los Alisos quienes ofrecían sacrificios rituales humanos al Supay, para luego devorar a sus víctimas y apoderarse de su fuerza vital; de esa manera capturaban su esencia y espíritu y perpetuaban sus miserables vidas con cada ingesta. En un descomunal esfuerzo por comprender lo que se hablaba a su alrededor, las escuchó hablar familiarmente de un sobrino, ingeniero aventurero mundano y lleno de sueños. La historia le pareció asombrosamente similar a la leída en el obituario del desaparecido australiano.
Un profundo sopor lo sumió en la más negra oscuridad; ya pronto despertaría de esa inconcebible pesadilla.
Esa mañana el obeso oficial Gómez Pando llegó hasta la puerta del humilde rancho. Tocó la puerta con la autoridad de su rango; al rato y luego de mucho insistir abrió la puerta una anciana de apacible aspecto.
- ¡Buenos días, doña, soy sargento del Destacamento Tafí de la Policía Provincial y estoy en la búsqueda de un compañero perdido!
Los ojos de la mujer resplandecieron con un inusual brillo mientras hacía pasar al fofo policía.
- ¡Nosotras también tenemos un sobrino policía, por ahí y usté lo conoce...- se la escuchó decir mientras la puerta se cerraba tras de sí.
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