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lunes, 6 de febrero de 2023

El viejo Tucumán: Las batallas del manantial de Marlopa

Por José María Posse - Abogado, escritor e historiador. 

Un recorrido por el escenario del gran enfrentamiento entre Bernabé Aráoz y Güemes. Implicancias. Una sugerencia para la puesta en valor del predio, tal y como se realiza en otros países.

   




Una de las trazas del el antiguo “Camino del Perú” pasaba por las cabeceras y vertientes del arroyo Manantial de Marlopa; y seguía hacia el sur por su ribera derecha, donde es hoy la estación Manantial, hasta el puente. Luego continuaba por San Pablo y Lules hasta Ibatín.


El ingeniero Antonio M. Correa, nos hace una descripción de las cercanías del viejo Tucumán, indicando que: estaba “ubicada en una eminencia, dominando por el Naciente y el Sur el antiguo cauce del río Salí; por el Norte, la hondonada que viene por las Aguas Corrientes y Puerta Grande; y por el Oeste, otra depresión del terreno apenas pronunciada que divide el Campo de las Carreras casi por el boulevard Mitre y que corría de Norte a Sur hasta llegar a Los Vázquez por el lugar de ‘quema de basuras’ y unirse con el gran bajo que rodea la ciudad por el Sur y el Naciente”. Luego de “esta hondonada”, escribe Correa, “seguía hacia el Sudoeste de la ciudad una llanura sembrada de pequeñas tuscas, bastante ralas”. Se arribaba al arroyo Manantial y a su puente, tras atravesar “pequeños bajíos que forman las vertientes del Bajo Hondo”, por “el camino que por San Pablo iba a Lules”. Al Sur, se extendía “campo limpio por terrenos bajos y anegadizos”, durante unos 10 kilómetros, hasta el punto donde el arroyo citado “forma una curva al Naciente, hacia Santa Bárbara o El Rincón”, que forman el río Lules con su afluente, el Manantial (actualmente están allí las poblaciones de Chañarito, San Felipe y Santa Bárbara).


Fue justamente ese “Rincón” el escenario de varias batallas de nuestras guerras civiles. La primera en importancia, y a la que referiremos en esta nota ocurrió en 1821, durante la invasión a Tucumán de un ejército coaligado de salteños, santiagueños y tropas cordobesas.


Primer combate


A comienzos de la década de 1820, el entonces el caudillo santiagueño Felipe Ibarra, buscaba a toda costa la autonomía de su provincia que dependía de Tucumán. Para ello sumó fuerzas a las del salteño Martín Miguel de Güemes, quien quería que Tucumán volviera a la órbita jurisdiccional de Salta, como había sido hasta 1814. Este a su vez convenció a don Alejandro Heredia a sumarse a la campaña; el tucumano venía desde Córdoba a la cabeza de una tropa compuesta por 400 soldados, enviados por Bustos para ayudar a la defensa de la frontera Norte, amenazada aún por los realistas.


Prolegómenos


A la ciudad de San Miguel de Tucumán llegaban denuncias de todo el norte provincial, dando cuenta de saqueos a las poblaciones y estancias de la zona, por parte de los santiagueños y de las tropas de Heredia. Con la preocupación del caso, la Corte Suprema de justicia de la entonces “República Federal de Tucumán”, se dirige al jefe de las fuerzas invasoras y le pregunta cuales eran las razones de esta actitud, pues no existían causas para el conflicto. Designan una embajada de cuatro notables para parlamentar con Alejandro Heredia: el vicario José Agustín Molina, el hacendado Clemente Zavaleta, el juez de Policía Pedro Rodríguez y uno de los vecinos más ilustrados, don Salvador Alberdi.


Llegaron a Ticucho y enviaron a Heredia, que se encontraba acampando muy cerca, sobre el río Vipos, una invitación para arreglar un acuerdo de paz. El tucumano contestó que no tenía atribuciones para esto, pero se comprometía a entregar a Güemes la propuesta que formularan. Como resultado de esto, se acordó un armisticio provisorio, hasta tanto el salteño contestara. Los ejércitos quedaron acantonados donde estaban, corriendo los gastos por la provincia de Tucumán.

Pero a los pocos días llegó la respuesta de Güemes, que comunicaba a la Corte que ya no era posible detener la guerra y que “el pueblo se había pronunciado por ella”, y exigía la provincia de Santiago del Estero una indemnización por los gastos ocurridos con motivo de una supuesta invasión por parte de tropas tucumanas. Afirmaba que Salta había agotado sus recursos desde la marcha de Humahuaca a Tucumán, y responsabilizaba por ello al Presidente Aráoz.


Enterado de la respuesta, Bernabé Aráoz se dirigió a la Corte y comunicó que aceptaba la guerra por necesidad, decoro y honor. “He cumplimentado con todas las pretensiones de los invasores con el fin de llegar a un acuerdo el cual fue rechazado, recibiendo como respuesta la invasión combinada de dos provincias”.


Terribles bandos


Se produjo entonces la referida la invasión; las fuerzas salteñas estaban comandadas curiosamente, como vimos, por un tucumano: el coronel Alejandro Heredia, mientras que las tucumanas, habían sido reforzadas con columnas gauchas comandadas por el Coronel Manuel Arias, quién había sido el comandante más destacado de las huestes de Güemes en Jujuy.


El gobernador Martín Miguel de Güemes, a efectos de sumar soldados a su causa contra Tucumán, había lanzado una proclama que despertó ríspidos cuestionamientos en cuanto a su veracidad o falsedad: “Soldados compañeros de armas. Ha llegado el caso de invadir y a declarar guerra al Pueblo orgulloso del Tucumán. Los móviles que tenemos para esto son bien notorios a vosotros. A estos se agrega nuevamente el haber implorado nuestro auxilio nuestros hermanos los santiagueños, oprimidos, he invadidos por el Gefe de Tucumán, y seríamos criminales si nos hiciéramos desentendidos a su clamor. Un plan de desvastación y de ruina es el que he adoptado para escarmentar a esos cobardes: hacernos dueños de sus caudales, como despojo de una guerra justa; no dejar una vaca, ni un caballo en toda esa jurisdicción; no dejar hombre con calzones ni mujer con polleras… los que se tomen prisioneros, y aun los que se nos pasasen serán destinados a los trabajos y obras públicas de Potosí. Soldados: desplegad la energía de que tantas veces habéis dado prueba: van a vuestra cabeza jefes de intrepidez y de confianza: la subordinación a ellos y el buen orden debe ser vuestra divisa, no dudéis por un momento de la victoria. Los premios y recompensas ha que os hagan acreedores vuestros servicios nos harán conocer el aprecio que hace de vuestro valor vuestro General Martín de Güemes”.


La proclama del caudillo salteño, tal cual como fue conocida, o hecha conocer en Tucumán, a los pocos días tuvo como respuesta otra por la cual Bernabé replicaba: “He ahí tucumanos el bárbaro e inhumano lenguaje del tirano opresor de la infeliz provincia de Salta: ved a vuestra fortuna, a vuestros intereses conminados a serle infame presa de su descomunal ambición; esa sed insaciable, que no ha podido hasta ahora mitigarse con la absorción de tantas propiedades busca en las nuestras; lo que ya no encuentra en la desolación horrorosa de los infortunados Pueblos que despotiza: Tucumanos, valor y energía contra los agresores tan injustos: a ellos está vinculada la victoria y no las fanfarronadas amenazas de quién se aprecia en mucho más de lo que vale: Coroliano prófugo de su País, consitó a los Volscos para invadir a su natal Patria Roma, más a sitiarla su intrepidez ponderada rindió la erguida verdiz a los remordimientos de su crimen. Nada os acobarde, vuestra defensa es justa; vuestro suelo la reclama, la razón la persuade, la ley la impera, y el cielo mismo la aconseja.”


Tambores de guerra


Las fuerzas coaligadas avanzaron hacia la ciudad y acamparon en el Timbó, en la hacienda de don Simón García. Desde allí, partieron a la estancia El Rincón, donde reunieron al estado mayor para planificar el ataque a las fuerzas de la República del Tucumán acantonadas en la capital. Se vivían horas de angustias en la población, como consecuencia de las amenazas de saqueos a las casas particulares.


El caudillo salteño don Martín Miguel de Güemes se jactaba diciendo que cualquiera de sus divisiones bastaba para desbaratar al ejército de Tucumán. Había enviado las columnas comandadas por el coronel Saravia a reunirse con las del coronel Cisneros, en una maniobra envolvente que cerraban las del coronel Díaz quién venía desde el Taficillo para encontrase con el mayor general Alejandro Heredia.


Luego de varios intentos de arreglo, que eran más que nada la imposición de que Bernabé Aráoz les entregara el gobierno, las fuerzas en conflicto chocaron en El Rincón de Marlopa, el 3 de abril de 1821.


El campo de batalla se encontraba “a dos leguas al sur de la actual ciudad de Tucumán, en un lugar donde se ha jugado la suerte de la provincia veinte veces y en alguna la del norte argentino. Se halla situado entre la confluencia del manantial y el río Lules, con el río Salí, en un extremo de una amplia planicie que desciende lentamente del norte, y donde las aguas perezosas de aquel arroyo se dispersan y forman bañados que denuncian el álveo de un antiguo lago, que debió el río Salí colmar con sus crecientes y servirle de desagüe”.


Un bravo jujeño


El ejército de la República estaba al mando del prestigioso coronel Cornelio Zelaya; pero debido a su delicado estado de salud fue reemplazado a último momento por el coronel oriental Abraham González, a quien José María Paz juzgaría luego severamente. Las fuerzas tucumanas formaron con la caballería en los flancos (al mando del bravo comandante jujeño Manuel Eduardo Arias, Carlos María Garretón y Javier López); al centro la infantería (mandada por Cornelio Olivencia, Celedonio Escalada y Juan Pablo Lagos). De la artillería era responsable Manuel Torrens. La retaguardia estaba a cargo del coronel Gerónimo Zelarayán, con 400 milicianos armados precariamente.


Es importante destacar el mando de la vanguardia. Allí se encontraba el líder gaucho Manuel Eduardo Arias, que había sido la lanza de choque de Martín Miguel de Guemes en la guerra de guerrillas contra los godos. Arias comandó las tropas criollas de su provincia en un centenar de combates, convirtiéndose en una leyenda en la frontera Norte. Enemistado a muerte con el salteño a raíz de falsas acusaciones, fue desterrado a Tucumán donde Aráoz lo sumó rápidamente a su Estado Mayor.


El primer movimiento le correspondió a los tucumanos. Una partida de jefes guerrilleros gauchos comandados por Andrés Ferreyra, Rufino Luna y Juan Francisco Lobo, descubrieron a la tropa enemiga ya en perfecta formación de ataque. Puestos en evidencia los invasores, alrededor de las cuatro de la tarde atacaron con violencia el ala derecha del ejército de Aráoz. Su jefe Abraham González pudo formar una línea diagonal que, eficazmente apoyada por la artillería, sirvió para que la caballería dispersara la primera ola de ataque.


De inmediato, los coaligados atacaron por el flanco izquierdo, pero allí fueron detenidos en seco por el ímpetu de la carga de la caballería comandada por el corajudo coronel Javier López y el mayor Eduardo Arias, el que se constituyó en una pieza fundamental del Ejército de la República desde las primeras hostilidades. Las tropas de vanguardia también contraatacaron, dispersando a los coaligados. En esa confusión, González decidió un ataque total, que terminó por descalabrar todas las líneas enemigas, quedando dueños del campo de batalla.


La “República de Tucumán” triunfó en el encuentro. “Salteños y santiagueños se batieron en retirada, dejando por trofeos -dice el parte- toda su tropa de infantería y oficialidad prisionera, y otros pasados, hasta el número de 400 cazadores de todos cuerpos, 300 de caballería de línea, 50 oficiales. El campo del manantial quedó cubierto de cadáveres, teñido con su misma sangre, y mi corazón enlutado al frente de esta catástrofe”, expresaba González en su minucioso informe sobre la acción, que se editó en hoja suelta.


Escenario de la historia


Este fue acaso el preludio de una serie de combates posteriores, que tuvieron a veces a los mismos protagonistas, otrora aliados, luego enemistados, tal el caso de Javier López, Abraham González y Bernabé Aráoz. Un derruido monumento (a la vera de la ruta 157), mandado a construir por el gobierno de la provincia en 1941, en piedra, recuerda en letras ya borrosas, los nombres de los protagonistas y las batallas que allí ocurrieron. Apenas pueden leerse los nombres del gobernador Celedonio Gutiérrez, del temible cura José María del Campo, del general Gregorio Aráoz de Lamadrid, de Alejandro Heredia, de Crisóstomo Álvarez, Octaviano Navarro, Aniceto Latorre, Benjamín Villafañe; Felipe Ibarra, el célebre Chacho Peñaloza, de los referidos Aráoz, López y González.


Es un predio amplio y abierto, actualmente muy descuidado y que sería un punto ideal para el desarrollo del turismo histórico cultural. En muchas partes del mundo los escenarios de batallas son puestos en valor y hasta existen compañías que las recrean. Sólo en España existen 400 asociaciones de recreacionistas, que gracias a sus presentaciones regulares generan ingresos por más de 100 millones de euros anuales. La gesta de aquellos primitivos patriotas, merece que el lugar sea remozado y las placas restauradas. El sitio debería conformar un hito central de un recorrido temático que abarque un territorio más amplio, como Famaillá, Río Colorado, el Ceibal, etc.


Tal lo que plantea el tradicionalista Hernán Pérez (de la agrupación Gregorio Aráoz de Lamadrid), acaso uno de los últimos custodios interesados en el lugar. “Este monumento nos recuerda claramente que la libertad de la que hoy gozamos, la debemos en gran parte a la sangre aquí vertida; a la memoria de esos valientes nos debemos”.

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