Gobernador interino, participante de la Batalla de Famaillá, figura de referencia en tiempos agitados y comerciante próspero, fundó una familia que trascendió en los registros de su época y marcó una era.
Por José María Posse
Abogado, historiador, escritos.
El sol inmisericorde parecía traspasar la piel del estaqueado. Los tientos al encogerse, iban lastimando las muñecas y tobillos de don Ángel Arcadio Talavera, salvaje unitario quien había sido uno de los instigadores de la Liga del Norte contra Juan Manuel de Rosas. Participó en la Batalla de Famaillá, donde fue tomado prisionero por los federales vencedores y de inmediato se ordenó para él y otros cabecillas, el castigo que estaba padeciendo. En el fragor de la lucha recibió un sablazo en la órbita de su ojo derecho; se aisló sangrando profusamente, en momentos que se producía la retirada del ejército coaligado. Sin miramientos de la gravedad de su situación, los vencedores lo amarraron entre golpes y amenazas. A falta de atención médica y con las moscas que se asentaban en la herida, poco le quedaba ya para que se desatara una infección, que seguramente lo llevaría a la muerte.
Para fortuna del agonizante, su mujer María de Jesús Prieto, enterada de la situación, se presentó en el campamento del jefe federal Manuel Oribe ante quien rogó por la vida de su esposo. Quizás su estado avanzado de embarazo causó en el jefe oriental una impresión favorable y accedió a permitir que se llevara a Talavera a la ciudad, para ser atendido de su herida, con la prevención que debía cumplir prisión domiciliaría en su casa y estaba obligado a pagar una considerable suma de dinero, como “gastos de guerra” (Pedro Lautaro Posse; “Remembranzas del Viejo Tucumán”, inédito).
Las curaciones fueron muy dolorosas; la infección fue tratada con ungüentos, que salvaron la vida del hombre, pero no lograron preservar su ojo. Desde entonces tuvo que utilizar un parche para tapar la desagradable cicatriz, siendo conocido en más como “el tuerto” Talavera. El célebre pintor tucumano Ignacio Baz lo retrató en un óleo que aún se conserva en el Museo Histórico Provincial de Tucumán (Rodolfo Trostiné: “El pintor tucumano Ignacio Baz”, pág 37; Buenos Aires, 1952).
Luego de los largos meses que le llevó recuperarse de las heridas, y gozando de la “pax federal” que impuso el gobernador Celedonio Gutiérrez, pudo restablecer sus negocios como comerciante y hacendado y luego pionero de la industria azucarera en su ingenio El Palomar.
Hombre de carácter:
Fue un hombre de verdadero relieve en su época; nacido en Santiago del Estero en 1802 (hijo de un combatiente de las invasiones inglesas), radicado luego en Tucumán donde tuvo una importante posición social y económica. Fue un miembro casi permanente de la Sala de Representantes.
El 13 de febrero de 1867, la Sala acordaba la licencia del gobernador Wenceslao Posse, quien saldría con el ejército tucumano a enfrentar a los federales rebeldes, comandados por Felipe Varela en La Rioja. El 16, se designó gobernador Interino a don Ángel Arcadio Talavera, a la sazón tío de don Wenceslao. Talavera tenía un programa simple: “A los liberales adictos a la actualidad de la República los he de balear cuando llegue el caso y a los pocos majaderos que forman sus castillos en el aire, soñando con el triunfo de los reaccionarios de Cuyo, los he de ahorcar”. Claramente era un hombre que no se andaba con vueltas y en su mensaje dejaba bien establecido su carácter (Marcos Paz; Universidad Nacional de la Plata, Archivo del Coronel Dr. Marcos Paz; Carta de Talavera a Paz 25/II/1867).
Su prestigio personal y holgada situación económica, lo puso en el centro de la vida social tucumana. Construyó una importante casa en calle Laprida 207, siempre abierta a las tertulias musicales y literarias.
Testigo de la historia
Además era un hombre memorioso, que sabía resaltar sucesos del pasado en los cuales él había sido testigo o protagonista. Siendo un mozuelo, estuvo en el baile de la Independencia en 1816, del cual rememoró a Paul Groussac medio siglo más tarde: “sólo conservo en la imaginación un tumulto y revoltijo de luces y armonías, guirnaldas de flores y emblemas patrióticos, manchas brillantes y oscuras de uniformes y casacas, faldas y faldones en pleno vuelo, vagas visiones de parejas enlazadas, en un alegre bullicio de voces, risas, jirones de frases perdidas que cubrían la delgada orquesta de fortepiano y violín”… era “un baile blanco de puras niñas imberbes”, e hizo desfilar ante la vista de Groussac, “en film algo confuso, todas las beldades de sesenta años atrás: Cornelia Muñecas, Teresa Gramajo y su prima Juana Rosa; la seductora y seducida Dolores Helguero, a cuyos pies rejuveneció el vencedor de Tucumán”. Pero las crónicas concordaban en “proclamar reina y corona de la fiesta” a la “deliciosa Lucía Aráoz, alegre y dorada como un rayo de sol”. Todos quisieron bailar con la reina, que al final de tantas discusiones y propuestas monárquicas fracasadas en el congreso, fue la única que logró, con su belleza y encanto juvenil, poner de acuerdo a monárquicos y republicanos en proclamar, aunque sea por una noche, a alguien con un título real (Paul Groussac, El Congreso de Tucumán, en: El Viaje Intelectual. Impresiones de naturaleza y arte (segunda serie) Bs As. 1920, p.297.- 10).
La familia
De su matrimonio con doña María de Jesús Prieto, tuvo varios hijos, varones y mujeres. Sus hijas, las “niñas Talavera“, serían figuras destacadas en la ceremoniosa sociabilidad de los años finales de la centuria.
Las crónicas las mencionan varias veces. Mauricia, la soltera, hacía de secretaria de su padre. Su letra primorosa redactó más de una de las cartas que el “Tuerto“ enviaba a don Justo José de Urquiza o Marcos Paz, allá en los tiempos de la Organización. En una de ellas, le relata al vicepresidente Paz los detalles de la asonada que dio por tierra al gobierno de su sobrino:
“Me hallaba el 30 en el café, de mosquetero del juego de la pechanga, en que jugaba el gobernador Don Wenceslao Posse, cuando entró el dueño de la casa y dijo: -No sé qué novedad ha ocurrido, en el principal se oyen tiros. Salí a la plaza y por detrás de mí el gobernador, persuadido de que fuese alguna pelea ocurrida en la Guardia Nacional que se reunía para ejercicios; me invita el gobernador para ir al Cabildo, lo acompaño y cuando llegamos a la calle del paseo, vimos correr un grupo de hombres al café de Valladares, tocando los tambores de tropa. Continuamos hasta el primer arco del Cabildo, siempre por el paseo, entonces le dije al gobernador: -Esta es una revolución y consumada; ahí está Octavio Luna en la galería alta, dando vivas a la libertad y al doctor Taboada y mueras a usted; esto es terminado, volvamos. Regresábamos por el paseo, y en la tienda de don José Uriburu, unos caballeros que estaban reunidos llamaron al gobernador y él se dirigió a ellos; yo continué por la calle de Santo Domingo, para avisar a Don José Posse lo que ocurría, todo lo hacíamos en medio de tiros y gritería consiguiente. Hasta ese momento los protagonistas de esta asonada eran don Nabor Córdoba, Octavio Luna, David Zavalía y Lucas Córdoba. Hombres de confianza de los Taboada, unos santiagueños de la escolta del señor Taboada que acompañaba a Luna y unos cuantos hombres más del pueblo. A poco condujeron preso al gobernador escoltado y engrillado, sufriendo una buena salva de injurias como es de orden en estos casos” (Marcos Paz; Universidad Nacional de la Plata, Archivo del Coronel Dr. Marcos Paz; TVI, pag195/96).
Con sus otros sobrinos, Emidio, José Ciriaco y Manuel, hermanos del derrocado, organizaron una serie de insurgencias con las milicias que les respondían, logrando finalmente desgastar el poder del gobernador títere que habían colocado los Taboada santiagueños, siempre ávidos por gravitar sobre la política tucumana.
Luego de estos reventones, característicos de las primeras décadas desde nuestra constitucionalización, “el Tuerto” volvió a gravitar en la vida tucumana, donde ya se lo consideraba entre sus ciudadanos de prestigio.
Las niñas de Talavera
Otra de sus hijas, Jesús, se casó con un oficial de Ingenieros del Estado Mayor del dictador paraguayo Solano López, don Donato Román, que fue herido en la batalla de Humaitá. Tenía una conversación llena de sensatez y de viveza; tanto que Julio Argentino Roca la proclamó durante una tertulia provinciana como “la tucumana más inteligente de su generación“.
La niña Amalia Rafaela, hermana de Jesús y de Mauricia, se casó con don Napoleón Maciel, conocido hacendado y político de aquellos tiempos. Era una de las beldades tucumanas. Las crónicas afirman que Juan Bautista Alberdi elogió cálidamente la armonía de sus rasgos. En la “Guía de Tucumán” editada por Colombres y Piñero en 1901, su retrato era uno de los tres impresos para ejemplificar, ante el viajero, la hermosura de las mujeres de esta provincia (Carlos Paéz de la Torre; “Las Niñas de Talavera”, Diario El Siglo de Tucumán, 26/06/1986. Referencias familiares de las familias Maciel Talavera y Poviña).
Don Ángel Arcadio murió en 1874 y poco después lo siguió doña Jesús. Las hermanas Talavera fueron quedando viudas, así fue como Jesús y Amalia junto con Mauricia, quedaron solas en el caserón heredado. Desde allí vieron crecer y multiplicarse a la numerosa descendencia, y fueron permaneciendo como referentes de una vieja sociedad que se iba transformando bajo el influjo de la pujante Industria Azucarera.
Ellas habían nacido en el Tucumán de antaño, en el que se viajaba en carretas y diligencias, donde la caña de azúcar se molía en trapiches de palo y las casas se iluminaban a vela. Pero el destino les permitió llegar a la época de la llegada del ferrocarril, de la maquinización, de la electricidad que se generaba en los Ingenios; los vehículos a motor, los aviones que comenzaron a surcar los cielos, del cine, de la radio. Era otro mundo, que quizás ya sentían que no les pertenecía.
Murieron juntas
El 8 de enero de 1936, murió Mauricia, la soltera. Las largas notas necrológicas a la usanza de entonces, informaban de la muerte de la “señorita Mauricia”, que se acercaba, si no había superado ya, las nueve décadas.
Menos de dos semanas más tarde, exactamente el 21 de enero, se apagó la vida de doña Jesús Talavera de Román, que tenía 88 años. Sus sobrinos trataron de ocultar el suceso a su hermana, que yacía en cama, enferma, en otro cuarto del viejo caserón. Pero no pudieron evitar que algún imprudente la informara. Doña Amalia Talavera de Maciel pareció resignarse. Pero pocos minutos después, también ella murió “de tristeza“, dijeron. Tenía 90 años. Apenas una hora había demorado en unirse a su inseparable hermana.
“Dos matronas del Tucumán romántico se extinguieron“, fue el título que LA GACETA puso a la larga nota dedicada a las hermanas Talavera. En un diario porteño, Sergio Chiappori las evocó, poco después, en un delicado recuerdo: “Se fueron juntas, como de la mano, casi en un mismo suspiro, como en la misma intención. Era lógico. Después de haber gozado la placidez de una vida provinciana, huérfana de enfriamientos que las distanciaran, ‘Jesusa’ y Amalia se miraron sin duda a los ojos, como en las vueltas de los ‘lanceros’ que bailaron juntas en la infancia, y tomadas de las manos siguieron, como en la vida (Páez de la Torre, Ibídem)”.
Estupenda crónica!!
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