JOSÉ MARÍA POSSE
Abogado, Escritor, Historiador
La batalla librada en Tucumán el 24 de Septiembre de 1812, es acaso el hecho bélico más trascendental de nuestra revolución emancipadora. Una tropa inexperta, compuesta en su mayoría por milicianos carentes de instrucción militar, pobremente armados y regimentados, se enfrentaba al ejército más poderoso de Sudamérica.
Un simple ejercicio mental nos puede llevar a imaginar los momentos previos a la batalla. Por un lado, el ejército realista estaba compuesto por más de tres mil quinientos soldados (sin contar el nutrido grupo de apoyo logístico), en su mayoría profesionales, quienes contaban con el armamento más moderno de la época. Además, cada cuerpo estaba correctamente uniformado, con sus estandartes identificativos y sus efectivos habían sido instruidos en el arte de la guerra. Muchos de sus oficiales eran veteranos de las recientes campañas contra Napoleón Bonaparte en Europa. A la caballería realista le precedía una ganada fama bravía en combates anteriores, donde habían demostrado un valor formidable.
Por el lado criollo, las tropas (en su mayoría), estaban compuestas por milicias gauchas armadas en diez días por Bernabé Aráoz y su familia. Una parte significativa eran peones de sus estancias y si bien nuestros criollos tenían fama de bravos, nunca antes habían participado de una batalla campal.
Su armamento era lamentable: en la punta de unas largas cañas tacuaras, fijaban algún elemento filoso. Todo valía, desde las mitades de las tijeras para tusar las crines de los caballos, puñales o faconcitos. Boleadoras, pequeños sables y hasta los lazos, les sirvieron como armas. Su prácticamente nula instrucción era además una gran desventaja, ya que éste tipo de tropas tienden a desbandarse ante cualquier desconcierto, al no conocer de estrategias ni saber escuchar u obedecer las voces de mando o los toques de clarín. Entre todos no llegaban a los mil setecientos hombres.
Manuel Belgrano conocía perfectamente estas debilidades, pero también que aquellos valientes no iban a ser presa fácil, ya que como baqueanos que eran, habían recorrido cada recoveco de los montes circundantes a la ciudad, desde donde, ante un revés militar se podía ejercer una eficaz tarea de guerrilla.
Ni siquiera tenían banderas distintivas, en razón de que el Triunvirato le había ordenado expresamente al general porteño no enarbolar la enseña de su creación. Ante ello, Belgrano respondió a las autoridades: La bandera la he recogido, y la desharé para que no haya ni memoria de ella… pues si acaso me preguntaren por еllа, responderé que se reserva para el día de una gran victoria por el ejército, y como esta está lejos, todos la habrán olvidado, y se ostentarán con lo que se les presente.
Los revolucionarios se diferenciaron entonces por una enorme escarapela blanca y celeste (que si estaba autorizada), que prendían en los uniformes de los soldados y en los ponchos de los gauchos.
LA ESTRATEGIA
Se echó mano a la inventiva para convertir a San Miguel de Tucumán en una fortaleza. El plan de Belgrano era salir a enfrentar al enemigo fuera de la ciudad para sorprenderlo y causarle la mayor cantidad de bajas, luego intentaría atrincherarse en la urbanización para pactar una rendición conveniente y evitar el saqueo y las matanzas, como ya había ocurrido en el Alto Perú.
En las Memorias Póstumas del General José María Paz se deduce que se contaba con la caballería lugareña, conocedora de los senderos de los montes, para picar los escuadrones de Tristán obligándolos a dispersar tropas para debilitarlos. Esta metodología sería utilizada posteriormente en la guerrilla norteña.
En los brevísimos días que quedaban, la ciudad de no más de 7000 habitantes (incluidos los jujeños del Éxodo), se convirtió en un cuartel donde todo el mundo estaba movilizado. Sin distinción de estados, sexo o edad, se ofrecían como voluntarios.
Las calles se fosearon. Fueron reforzadas con la artillería de mayor calibre las esquinas de la plaza. Se construyeron defensas por doquier en medio de un pandemonio de órdenes y contra órdenes. Frenéticamente, los habitantes de la ciudad, de alguna manera imitaban lo que los porteños habían hecho en la defensa de Buenos Aires durante las invasiones inglesas.
Las mujeres cortaban géneros que se utilizarían para vendas de los heridos, se construían camillas y catres. El convento de Santo Domingo se improvisó como hospital. En suma, se organizaba un escenario de guerra. Hasta los niños de corta edad participaban de los preparativos, mientras los jóvenes y adultos recibían en esos pocos días una instrucción militar mínima.
LA ANTIGUA DEVOCIÓN
La devoción mercedaria de los tucumanos era tan antigua como la misma ciudad, pues databa de la época de la fundación en Ibatín. La fiesta se celebraba todos los años el 24 de setiembre, con gran pompa, y la imagen era sacada en procesión, con asistencia de todo el vecindario. La Cofradía de la Merced databa del año 1744. Con el inminente combate a las puertas de la ciudad y la proximidad de la fiesta, se habían multiplicado las rogativas. El general Manuel Belgrano, en las vísperas de la batalla, encomendó su ejército a la Virgen "a quien había confiado el triunfo". Además, el mismo jefe diría posteriormente, en el parte que la victoria fue "alcanzada el día de Nuestra Señora de las Mercedes, bajo cuya protección nos pusimos ".
LA MARCHA DE LOS EJÉRCITOS
Al amanecer del jueves 24 de septiembre de 1812, los realistas se pusieron en marcha en perfecta formación por la traza de la actual Ruta 9. Pero cuando comenzaban a moverse desde Los Nogales, el incendio de los pajonales de la Puerta Grande -artimaña ejecutada por una partida conducida por el joven oficial criollo Gregorio Aráoz de La Madrid- obligó a Tristán a torcer el derrotero y tomar el camino que faldeaba la montaña. Ya para entonces el realista, por informes de sus espías, sabía perfectamente que Manuel Belgrano estaba en la ciudad a la que había fortificado.
Dirigió sus fuerzas hacia el oeste y rodeó San Miguel de Tucumán para ingresar por los descampados del sur, pues la espesura de la vegetación le impedía maniobrar. En el puente de El Manantial despachó un batallón hacia Santiago del Estero para cortar una eventual retirada patriota; con ello encerraba definitivamente a Belgrano. Luego, cruzó el puente y con el grueso de la fuerza rumbeó a la ciudad, con el pensamiento de que el general criollo buscaría una solución parlamentaria. En sí, nunca creyó que entraría en combate. La diferencia de hombres y armamentos era abrumadora.
Cuando los exploradores informaron a Belgrano que Tristán iba a entrar por el oeste, movió sus fuerzas para esperarlo allí, en el llamado Campo de las Carreras. Para defender la ciudad, dejó dos compañías de infantes y las piezas de artillería más pesada. La idea como ya establecimos era dar batalla, y según los resultados, resguardarse en la ciudad.
“…Belgrano, sin pérdida de tiempo ni vacilación alguna, a paso de trote volvió por las actuales calles 25 de Mayo, dobló por Mendoza, ya que las calles de la plaza estaban valladas y desde allí se dirigió al único descampado existente, donde naturalmente se desencadenarían los acontecimientos”.
Llegado al lugar donde se desarrollaría la batalla, el general Manuel Belgrano dispuso la caballería en ambos flancos y en la primera línea. Los infantes se cuadraron al frente, formados en tres columnas. En cada uno de los claros dejados por soldados y jinetes, emplazó una pieza de artillería y una fracción de caballería.
Así comenzó a desplegarse la línea del Ejército, que ocupaba una decena de cuadras. Una punta llegaba hasta el actual convento de Las Esclavas, y la otra hasta Los Vázquez, en el paraje conocido hasta mediados del siglo XX, como La quema de basuras.
SUBESTIMAR AL ENEMIGO
El error del general realista Pío Tristán (como el de tantos generales antes que él), fue el haber subestimado el valor de las tropas reclutas.
En la mañana del 24 de septiembre, los patriotas esperaron en formación en las puertas mismas de la ciudad el ingreso del Ejército del Rey.
El Campo de las Carreras era un sector despejado hacia el oeste de San Miguel, de unos cuatrocientos metros de largo, por unos treinta de ancho. Allí se corrían carreras cuadreras, la gran diversión de los tucumanos de entonces. Lo rodeaban espesos bosques de árboles y arbustos que impedían la visión, lo que fue aprovechado por Belgrano para esconder allí el grueso de su caballería gaucha.
Mientras, la infantería Patria se encolumnada en perfecta formación, con las baterías de cañones dispuestas por el Barón Von Holmberg quién había construido su prestigio en Europa, secundado por un jovencito José María Paz.
Los otros capitanes del ejército patriota eran muchachos jóvenes, tan valerosos como voluntariosos; entre tantos rescato los nombres de los tucumanos: Alejandro y Felipe Heredia, el mencionado Gregorio Aráoz de Lamadrid, Diego Aráoz y un hijo de tucumana (también de sangre de los Aráoz), el coronel Eustaquio Díaz Vélez, segundo al mando de Belgrano.
SE DESATA EL INFIERNO
Ese grupo heterogéneo vio ingresar a temprana hora de la mañana una compacta columna de soldados, seguramente polvorientos, pero en perfecta sincronía con el deber ser de una tropa en marcha. Con los cañones aún sobre las mulas y las armas descargadas, fueron virtualmente sorprendidos en un callejón de tiro al blanco por los patriotas.
Von Holmberg, sin esperar la orden directa, comenzó a bombardear con la artillería a su mando las filas realistas. Balcarce al frente del ala derecha de la caballería (compuesta por más de cuatrocientos hombres de los Decididos de Tucumán), ordenó a su vez la carga.
La atropellada de los gauchos quienes salían de repente por imperceptibles senderos del monte circundante, fue mortal. Daban terribles alaridos, mientras con sus taleros golpeaban los guardamontes llenando de pavor al enemigo. Batallones enteros del Rey se perdieron en la confusión, siendo lanceados sin piedad por esa turba enloquecida que penetró hasta las cercanías mismas del estado mayor de Pío Tristán. Los realistas huyeron dejando atrás una enorme cantidad de bastimentos, cañones, armas y municiones. Incluso el tesoro del ejército y hasta el coche personal del general.
De inmediato el gauchaje se dedicó a saquear metódicamente todo lo que pudo y esta tropa terminó también perdiéndose para el resto de la acción.
Pero los oficiales españoles eran profesionales y pronto rearmaron sus cuadros comenzando a formarse en martillo para rodear y neutralizar la infantería patriota. Los soldados relistas comenzaron a avanzar causando innumerables bajas a los rebeldes. Esto creó un desbande general, lo que motivó que Belgrano (a riesgo de su vida), se corriera él mismo para tratar de reordenar el caos circundante, lo que en parte consiguió, pero fue envuelto por un remolino de hombres y caballos que lo sacó literalmente de la línea de combate.
LO EXTRAORDINARIO
En ese momento en el que todo parecía perdido, aconteció un hecho que ha quedado en la leyenda, por lo curioso y casual. En medio de la refriega, se levantó una tromba de viento (tan común para la época del año), que llevó consigo un gran tierral y una manga de langostas, que sorprendió a los enemigos de la libertad.
Las invasiones de langostas se sucedieron hasta avanzado el siglo XX, cuando el DDT y otros insecticidazas erradicaron a los dañinos insectos. Pero estos fenómenos naturales eran desconocidos para los realistas, quienes en su gran mayoría venían del Alto Perú. En aquella aridez, es claro que las langostas no prosperan, por tanto el portento les pareció dantesco. Las zurrones al estrellarse en sus cuerpos, les hacían sentir que eran atacados a balazos o pedradas, con lo cual pararon en seco su avance.
El coronel Eustaquio Díaz Vélez aprovechó esos momentos de confusión general y ordenó, siguiendo el plan preestablecido, el repliegue escalonado hacia el centro de la ciudad de San Miguel, el que se encontraba atrincherado y con los cañones de mayor porte dispuestos en las esquinas para soportar cualquier asedio externo.
Sin la posibilidad entonces de poder ingresar con sus tropas al poblado, Tristán ordenó el repliegue de las fuerzas, tratando de ordenar los batallones diezmados por el ataque guerrillero de los gauchos tucumanos, quienes ejecutaban a cualquier grupo aislado que encontraban.
Para colmo de males para los partidarios del rey, el resto del convoy de bastimentos entró pacíficamente a al ciudad, creyendo que ya estaba tomada.
Hacia el atardecer, el campo de batalla se había convertido en un escenario dantesco, con los cuerpos de hombres y animales destrozados por la metralla, entre manchones de sangre ennegrecida. Mujeres piadosas y sacerdotes atendían a los moribundos, en medio del humo de pequeños incendios. El olor a muerte atraía a los caranchos que en gran número se iban acercando a los cadáveres diseminados.
Para el general realista el panorama era desolador, había perdido la mayoría de su parque de municiones y cañones y tenía muchos heridos de distinta gravedad que atender. El hasta entonces victorioso Tristán se encontró sin recursos para poder sostener un asedio prolongado a una ciudad totalmente preparada para la defensa. Hizo el intento de obtener una rendición de la plaza, bombardeando la ciudad con la poca provisión que le quedaba. Una de las balas llegó a estallar en una de las torres del convento de Santo Domingo sin causar bajas. Pero Díaz Vélez desestimó airadamente abandonar la defensa y amenazó con ultimar a los heridos y prisioneros si Tristán avanzaba. El general realista luego de meritar con su estado mayor el estado de las cosas, optó por ordenar el retiro hacia la ciudad de Salta.
Belgrano se enteró de estos eventos en una estancia cercana a la ciudad, donde fue reorganizando sus tropas dispersas. Contando ya con un gran número de milicianos, se dirigió hacia San Miguel, en la que encontró un clima de total algarabía. La suerte de las armas les había sido benéfica.
En nuestra provincia se salvó entonces la suerte de la revolución emancipadora, grabando para siempre el nombre de Belgrano y de Tucumán, en la historia de la Patria.
CONSECUENCIAS
Es la Batalla más importante de las acontecidas en el actual territorio nacional. Bartolomé Mitre escribió al respecto: “En Tucumán salvose no sólo la revolución argentina, sino que puede decirse contribuyó de una manera muy directa y eficaz al triunfo de la independencia americana, Si Belgrano, obedeciendo las órdenes del gobierno, se retira (o si no se gana la batalla), las provincias del Norte se pierden para siempre, como se perdió el Alto Perú para la República Argentina ”.
Otra de las secuelas directas de la Batalla de Tucumán fue la caída del Primer Triunvirato, desacreditado entre otras cosas por haber intentado abandonar a los pueblos del Norte.
Gracias al armamento tomado al Ejército Realista en el campo de Batalla, se pudo armar la fuerza militar patriota que el 20 de Febrero de 1813, venció nuevamente a las órdenes del general Manuel Belgrano al general Pío Tristán en la decisiva Batalla de Salta.
Tucumán y el país, aún deben un monumento que recuerde la bravura de aquellos hombres y mujeres, quienes dieron su vida y fortuna a la construcción de nuestra Patria. A diferencia de la vecina provincia donde para el centenario de la Batalla de Salta, se erigió un conjunto monumental, solventado principalmente con fondos nacionales. En nuestra provincia, solo una derruida piedra basal en la Plaza Belgrano, recuerda la promesa más que centenaria de una obra que nunca se ejecutó.
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