Por: Dr. José María Posse
Abogado/Escritor/ Historiador
La historia argentina no ha dimensionado en su magnitud, la entidad del sacrificio del pueblo jujeño durante el conocido “Éxodo,” entre agosto y septiembre de 1812.
El 23 de agosto de 1812 el general Manuel Belgrano, al mando del Ejército del Norte, iniciaba su marchaba en retirada desde Jujuy con rumbo a Córdoba, con la orden del Triunvirato porteño de abandonar las provincias arribeñas (incluido el Alto Perú), a la ira de los realistas. Para Buenos Aires, asediada por los artiguistas, la única preocupación era formar un fuerte ejército en Córdoba para evitar su caída.
Belgrano, firmemente ordenó al pueblo jujeño a abandonar sus posesiones y quemar todo aquello que no pudiera transportarse.
El bando del general fue fulminante: la estrategia de “tierra arrasada” no respetaba fortunas ni jerarquías. Dejaron sus casas, quemaron los ranchos que habían cobijado a los soldados del Ejército del Norte, también los sembradíos y los pastos que podían servir de alimento a los caballos y mulares de sus perseguidores; sacrificaron a los animales que no podían llevar consigo, todo esto para evitar el aprovisionamiento en Jujuy de los realistas.
El 29 de julio en un terrible bando militar, Belgrano ordenaba que todos los habitantes se unieran al ejército llevando cuantas armas de fuego y blancas tuvieran en su poder, además de todos sus ganados vacunos, caballares, mulares y lanares, hasta los charquis debían ser sacados de los campos y llevados con los soldados[1].
Los comerciantes debían embalar sus mercaderías y remitirlas a Tucumán. Las sanciones eran severísimas. Todo aquél que se encontrara fuera de las avanzadas del ejército o intentara franquearlas sin pasaporte, sería fusilado en el acto, “sin forma alguna de proceso”. Igual pena se destinaba para quién “por sus conversaciones o por hechos, atentase contra la causa sagrada de la Patria, sea de la clase, estado o condición que fuese”. También se fusilaría a “los que inspirasen desaliento”, con solo la declaración de dos testigos e igualmente serían traidores, “todos los que a mi primera orden no estuviesen prontos a marchar y no lo efectuaran con la mayor escrupulosidad”[2].
Claro que las reacciones no se hicieron esperar. El primero de agosto de 1812: Belgrano contestó al Teniente de Gobernador de Salta, que a pesar de ofrecer colaboración, deseaba la atenuación del bando del éxodo: "... Mi bando se ha de cumplir con la mayor exactitud posible; yo no oigo los clamores de los particulares, sino el bien general de La Patria, y éste es el que me ha obligado a dictarlo: el amor patriótico debe hacer callar los lamentos y vencer los imposibles mismos; mis medidas están tomadas y ellas se han de llevar a cabo sin réplica ni excusa.[3]"
La situación era crítica, el comandante realista Pío Tristán, enviado del teniente general José Manuel de Goyeneche, encabezaba una fuerza militar sangrienta compuesta por alrededor de 4.000 solados, que avanzaba sometiendo cada ciudad y población importante. A su paso iba ajusticiando de manera cruel a los líderes revolucionarios y empujando a sus familias a la miseria. Las cabezas en lo alto de picas sangrientas en las principales plazas altoperuanas, así lo atestiguaban[4].
LAS MÁRTIRES DE LA CORONILLA
El 4 de agosto de 1812 Manuel Belgrano desde Jujuy, informó al gobierno sobre lo ocurrido el 27 de mayo de 1812 en Cochabamba, en dónde el propio Goyeneche después de vencer en la batalla de Pocona, atacó la ciudad. En ella fueron principalmente mujeres acaudilladas por una anciana ciega, llamada Manuela Gandarillas y las “chifleras”, vendedoras del mercado. Armadas con machetes, mazos, algunos fusiles y tres cañones, enfrentaron a los realistas. Se atrincheraron en la punta de la colina de San Sebastián, en el lugar conocido como “La Coronilla”, a unos 1400 metrosdel actual centro de Cochabamba. Allí los soldados realistas, luego de tres horas de encarnizada lucha masacraron a 36 valientes, decididas a morir antes que capitular. En ese informe Belgrano manifestó que desde ese día, en su campamento: "Todas las noches, a la hora de la lista, un oficial de cada cuerpo militar preguntaba en alta voz: “¿Están presentes las mujeres de Cochabamba?”. Y otro oficial respondía: “Gloria a Dios, han muerto todas por la patria en el campo del honor[5].”
La desproporción de fuerzas era pasmosa: los realistas contaban con 2000 efectivos de infantería y unos 1500 de la mejor caballería militar del momento: los regimientos de “Chichas”, “Fernando VII”, “Real de Lima”, entre otros conformaban una formidable maquinaria de guerra, protegida por trece piezas de artillería pesada. Una Los criollos no llegaban a 600 soldados mal armados y desmoralizados, quienes contaban apenas con cuatro piezas de artillería con poca munición.
TAMBORES DE GUERRA
En aquel contexto de situación, la desesperación era generalizada; la orden de Manuel Belgrano era terminante y debía cumplirse sin réplica alguna. Los jujeños, en su forzado éxodo, habían sido obligados por las circunstancias y marchaban habiendo abandonado sus posesiones. Acompañaban en jornadas extenuantes a su general, siendo cercados en su retaguardia por el ejército español[6].
El peor mes para esa marcha era Agosto, ya que los ríos estaban secos o apenas llevaban un hilo de agua. No había pastaje para la caballada y hacienda, causando todo ello una gran mortandad. Así fue como marcharon esas familias heroicas, enfermos, ancianos y niños pequeños avanzaban hacia un destino incierto; custodiadas por sus hombres, muchos de ellos jóvenes “Decididos”, quienes esperaban la oportunidad para demostrar su valor ante el enemigo que les picaban los talones. Y la tuvieron en el combate del “Río Las Piedras”, donde ese grupo jóvenes gauchos al mando de Eustoquio Díaz Vélez, propinó un duro revés a la vanguardia del Ejército del Rey.
Belgrano asediado por una fuerza militar poderosa, a efectos de evitar el cruce de cauces de ríos decidió torcer su derrotero por el noreste tucumano, por donde pasaba el antiguo camino de las carretas y desde allí dirigirse por la ruta más corta a Santiago del Estero, sin pasar por San Miguel de Tucumán.
LA ENCRUCIJADA
En la primera semana de Septiembre, el general Belgrano acampó en el paraje de La Encrucijada, en Burruyacu, para dar descanso a la tropa y enviar emisarios a Tucumán, ciudad que debía desarmarse a la brevedad. Pero el sagaz patriota barajaba otra posibilidad[7].
El grueso de la columna de vecinos jujeños se dirigió hacia San Miguel, mientras el lugarteniente de Belgrano, Juan Ramón Balcarce intimó al vecindario a entregar todo el armamento que tuvieran, tanto en el Cabildo, como en las casas particulares. La noticia cayó como una bomba en la pequeña ciudad aldea: claramente los porteños los abandonaban; la suerte estaba echada.
La situación en Tucumán era de extremo peligro ya que todos conocían el apoyo que los tucumanos habían brindado al Movimiento de Mayo. En ningún otro lugar sería tan duro el escarmiento como en la capital tucumana y lo ocurrido con las mujeres cochabambinas era por entonces conocido en todo el territorio; por ello, muchas familias de cierta fortuna abandonaban la ciudad rumbo a sus estancias o provincias vecinas[8].
Queda imaginar la desesperación de aquellos hombres y mujeres: sus destinos se encontraban ligados al éxito o al fracaso de la causa, con las consecuencias dramáticas que acarrearía. En sí, los partidarios de la revolución no podían tener muchas esperanzas en ese grupo desmoralizado y derrotado que comandaba un abogado sin experiencia militar y que las circunstancias lo habían convertido en general. ¿Cómo podría enfrentar a ese ejército profesional, que avanza prácticamente sin oposición desde el Alto Perú?
TUCUMANOS SOLIDARIOS
Ya en territorio tucumano, Belgrano desarmó la ciudad, mientras el grueso de las afligidas familias jujeñas, fueron dirigidas a la ciudad de San Miguel. Llenos del polvo del camino, sedientos y hambrientos, llegaron a Tucumán en la primera semana de Septiembre. Los tucumanos los recibieron con los brazos abiertos, dándoles refugio en sus casas y en el cabildo. Los alimentaron y abrigaron. El hacendado Bernabé Aráoz acercó 200 cabezas de su propio ganado en socorro de los jujeños[9].
LA ASTUTA ESTRATEGIA
Mientras tanto, ya exhausto, Pío Tristán al ver la maniobra de Belgrano, creyó que partía directamente hacia Santiago y se quedó en Metán para reaprovisionarse. La estrategia para demorar la marcha de los realistas daba al fin sus frutos.
En Tucumán el margen de acción entre los habitantes de ese pequeño núcleo poblacional, que no llegaba a las 7.000 almas, era escaso. La sociedad estaba fragmentada, ya que existían muchos partidarios del Rey, quienes influían ante el Cabildo para apoyar abiertamente a las fuerzas españolas en marcha[10].
En la guerra, es el pueblo llano la primera víctima de la iniquidad. Esos que no tienen los recursos para escapar, atados a sus pocas posesiones, porque ello significaba entregarse a la miseria más absoluta o a la muerte segura. Por su parte, las familias más acomodadas no la pasaban mucho mejor, pues conocían de la ira del cruel Goyeneche y que serían su blanco directo. Nada como mostrar en plaza pública los cadáveres de principales figuras, para rendir la voluntad de resistencia de los pueblos.
Seguramente ello dio las fuerzas necesarias a quienes temían que si Pío Tristán alcanzaba a Belgrano, lo inevitable sería una masacre, que liberaría a todos los demonios de una guerra que ya tocaba a sus puertas. El realista sádicamente torturaba a los prisioneros durante días, antes de llegar la muerte liberadora del tormento. Fue allí que nació la idea de demandarle al general porteño que se quedara a pelear con ellos, jugándose en una partida desesperada, los destinos de la revolución.
Los norteños no iban a rendirse. Una embajada al mando del líder cívico Bernabé Aráoz, fue a entrevistarse con el general Belgrano, quien luego de negociar las condiciones fue convencido de quedarse y enfrentar en batalla a los realistas.
SACRIFICIO COMPENSADO
Esos 11 días de sacrificio del “Éxodo Jujeño” les dio a los patriotas la ventaja de poder conformar, armar y dar un adiestramiento mínimo a la milicia gaucha compuesta principalmente por los “Decididos de Tucumán.”
Fue así como el 24 de septiembre de 1812, en el día de Nuestra Señora de la Merced, se peleó la batalla más gaucha de todas, salvando la suerte del proceso independentista sudamericana.
Nada de ello hubiera sido posible, sin el sacrificio de los jujeños, quienes dieron ese valioso tiempo de margen al ejército de Belgrano para reorganizarse y reforzar su número en Tucumán; y luego pelearon con bravura rayana en la temeridad.
En los años siguientes, aquellos bravos que participaron del Éxodo, y de las batallas de Tucumán y Salta, defendieron la frontera en, desiguales combates, donde se volvieron legendarios varios capitanes gauchos jujeños, entre los que destaco al “Aquiles Criollo”: Manuel Eduardo Arias, héroe de la Batalla de Humahuaca.
Dr. José María Posse
Abogado/Escritor/ Historiador
[1]Manuel Belgrano, Autobiografía y Memorias sobre La Expedición al Paraguay y Batalla de Tucumán (Bs As. 1945, p,61/65.-
[2]Joaquín Carrillo, Jujuy Provincia Federal Argentina. Apuntes de su Historia Civil (Bs As. 1877), ps 170/77.
[3]“Belgrano…cit”
[4]Carrillo Joaquín. Jujuy Provincia,… cit, p.176
[5]“Belgrano…cit”
[6]Carrillo Joaquín. Historia…cit p175
[7]Manuel Belgrano, Autobiografía, cit , p 61.
[8]Julio P. Avila, La Ciudad Arribeña, Tucumán 1810/1816, Reconstrucción Histórica, Tucumán 1920, ps 361/379.-
[9]Prof. Manuel Armas: “El Éxodo Jujeño llega a Tucumán”.
[10]Eduardo Rosenzvaig, Historia Social de Tucumán y del Azúcar, I Ayllu, Encomienda, Hacienda, Tucumán 1986, p. 154
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