Por José María Posse
Abogado, escritor e historiador
Crónica del hundimiento del buque de la Armada argentina contada por sus protagonistas, en esta primera entrega de un relato conmovedor.
El domingo 2 de abril de 1982, era una tarde helada y encapotada con un cielo plomizo en el mar austral. Segundos antes de las 16, en las profundidades del océano, el operador del submarino británico HMS Conqueror (clase Churchill de propulsión nuclear), había recibido las tres palabras que sellarían el destino del crucero ARA General Belgrano: “Disparen a hundir”.
A las 16.01 el primer torpedo Mark 8 atravesó el barco. La explosión sacudió la mole de 13.500 toneladas como si fuese de papel. Los 1.093 tripulantes sintieron que el buque se elevaba por el aire. Entre la incredulidad y la sorpresa de su dotación, el Belgrano había sido herido de muerte, de manera irreversible.
El proyectil perforó las cuatro cubiertas en forma vertical; como consecuencia, el agua comenzó a penetrar por todos los compartimentos y 30 segundos después el segundo torpedo se incrustó en la proa, que se desprendió como cortada por un enorme machete: 15 metros de la mole de acero desaparecieron en el mar. Luego hubo un profundo silencio que preanunciaba la catástrofe.
El ARA General Belgrano comenzó a inclinarse a babor, mientras el fuego brotaba de sus entrañas. Pronto comenzaron a escucharse desde el interior gritos desgarradores. Por las escaleras subían hombres con quemaduras horrendas. La piel se desprendía de la carne de aquellas siluetas irreconocibles, negras por el petróleo, algunas de ellas con sus miembros amputados.
El Comandante del crucero, Capitán de Navío Héctor Bonzo, escribió: “El proyectil había dado en la sala de máquinas de popa, ingresó dos metros dentro del buque antes de explotar e hizo un boquete de 20 metros de largo por cuatro de ancho. Por allí el Belgrano embarcó en segundos 9.500 toneladas de agua. Esa explosión causó la mayor cantidad de muertos. Creo que al menos 275 cayeron en ese instante. El buque se quedó sin fuerzas, sin luz, sin energía. Y lo más tremendo fue que ya no podía repararse. No funcionaban las bombas de achique ni el generador de emergencia“. El torpedo explotó debajo del comedor repleto de marineros, convirtiéndose en la tumba de la mayoría de ellos.
Este es el relato del segundo Comandante, Capitán de Navío Pedro Galazi (especial para LA GACETA): “A las 16 me encontraba en el interior del buque disponiéndome a subir al puente de comando, cuando sentí dos explosiones casi simultáneas que hicieron escorar al buque en forma inmediata sobre la banda de babor. El ruido de las máquinas se interrumpió y el olor a pólvora invadió de inmediato el interior del crucero. Tomé mi campera y corrí al puente para encontrarme con el comandante Bonzo y hacerme cargo de la situación, que era mi responsabilidad. Observé entonces que las explosiones fueron producto de dos torpedos. Uno en popa y otro en proa. No tuve dudas que el buque había recibido dos heridas mortales y la situación era totalmente crítica. Intercambié palabras con el Capitán y me di cuenta de que las comunicaciones con las distintas estaciones del buque (en especial las de control de avería, que tienen la misión de lograr la estabilidad), estaban cortadas, por lo que me hice de un megáfono para poder transmitir las ordenes necesarias desde una plataforma inmediatamente abajo del Comando y de esa forma tenía comunicación con el comandante y con la dotación retransmitiendo las órdenes a la voz”.
“Los hombres de la dotación en silencio habían concurrido a sus puestos de abandono -continúa- en las inmediaciones de sus balsas; otros trataban de auxiliar a salir por los tambuchos al personal herido y/o quemados. Di algunas órdenes pero no eran necesarias, el personal cumplía en este caso lo que tanto habíamos practicado en caso de hacer frente a esta contingencia. Apreciaba que el buque seguía en forma totalmente indiferente a nuestra actividad su inclinación hacia babor, sin que nadie pudiera contenerlo y pensé que esperar un minuto más para la orden de abandono era sumamente peligroso. Tome la decisión de asesorar al Comandante para que impartiera la voz de abandono. La dotación estaba en silencio con la vista dirigida hacia mí esperando alguna orden. Nadie se movía. El Suboficial Mouscardi se destaca del grupo y me hace señales con el dedo pulgar, más tarde me informó ‘que era para que me quedara tranquilo, que ellos estaban bien y en posición’. Esta es una fotografía que ha quedado en mi mente y no podré olvidar. Esos jóvenes, con los nervios lógicos del caso, buscando en su interior la fuerza para sobrellevar semejante situación”.
Su evocación avanza: “Finalmente, 23 minutos más tarde del primer torpedo, recibí la orden del Comandante Bonzo, quien a esas alturas ya sabía que salvar la nave era imposible, la cual retransmití con mi megáfono a la dotación. Comenzaron a lanzar hacia el mar las balsas y las ocuparon ayudando como corresponde primero a los heridos, que eran muchos y luego el resto del personal. Desde el momento del impacto ese equipo maravilloso de la dotación realizó con responsabilidad todo lo que se les había enseñado. No fue necesario conducir en forma particular a los hombres; todos actuaron en forma automática y lo más ordenadamente posible, dadas las circunstancias. En su mayoría, actuaron con tranquilidad y con fe como se le había enseñado. Lo importante consistía en cumplir con la responsabilidad de cada uno en sus actos, desde el Comandante hasta el último conscripto. Cuando ya nadie estaba en cubierta salí en búsqueda del Capitán Bonzo; recorrí el puente, su camarote y al no encontrarlo, pensando que ya había abandonado la nave, me dirigí a la balsa que me correspondía. Luego supimos, por las fotos finales del hundimiento, que fue el último en abandonar el crucero que ya se hundía en forma inexorable”.
En total, de una dotación de 1.093 tripulantes, 821 hombres alcanzaron las balsas. Fatalmente, 323 encontrarían su destino final, ya que a los fallecidos por el torpedeamiento, en las horas siguientes se les sumarían los heridos graves y las víctimas de las inclemencias del océano Austral.
Allí comenzó otra historia, cientos de historias en realidad; de valor y esperanza en las balsas a la deriva en medio de un mar embravecido. Fue la gesta de centenares de almas hermanadas por siempre. La siguiente es una parte de ese capítulo que marcó a toda una generación de argentinos.
Memorias marineras
La gotera de un oxidado caño caía constantemente; cada gota retumbaba de manera tan rítmica como frenética en el interior de la cabeza del tucumano Julio Máximo (un sobreviviente de la última tripulación del crucero ARA General Belgrano), hasta casi enloquecerlo.
Se levantó de la cama agitado, transpirando helado, con la garganta seca y con náuseas. Había sido otra noche de pesadillas recurrentes sobre aquellos días que marcaron su vida. Se acercaba un nuevo aniversario del hundimiento y los recuerdos de aquellos acontecimientos se agolpaban incontenibles.
Era una tarde de domingo, Malvinas había sido recuperada un mes atrás. Estábamos en guerra contra la tercera potencia militar del mundo.
Uno de los barcos de mayor potencia de fuego de la Armada Argentina era el crucero ARA General Belgrano (crucero ligero clase Brooklyn), que había servido en la armada norteamericana como el USS Phoenix. Era conocido como el “afortunado” desde la Segunda Guerra Mundial, después de sobrevivir incólume al ataque japonés de Pearl Harbour y a la campaña del Pacífico, donde fue atacado varias veces por aviones kamikazes nipones. Ni un solo marinero había muerto en servicio en esa nave.
En 1945 había sido adquirida por la Argentina para su Armada y durante años, miles de conscriptos, oficiales y suboficiales habían recibido instrucción marinera en el crucero, ya por entonces una nave tan histórica, como venerada.
El buque tenía cinco torres triples, con 15 cañones de calibre seis, con un alcance de 20 km y gran precisión. También estaba equipado con ocho cañones simples de calibre cinco, multipropósito de defensa antiaérea y antisuperficie. Para su defensa antiaérea disponía de cañones de 20 y 40mm. Tenía una eslora de 185 metros, y con carga completa desplegaba 13.500 toneladas. Alcanzaba una velocidad máxima de 32.5 nudos (millas náuticas por hora), propulsado por cuatro turbinas, cuatro ejes y cuatro hélices, alimentadas por el vapor producido por ocho calderas a fuel oil. En la popa se destacaba la presencia de un guinche, cuya función había sido recuperar en el mar el hidroavión de observación, que era lanzado por una catapulta. Esa función era cumplida modernamente por un helicóptero. La dotación embarcada para entonces fue de 1.093 tripulantes.
En 1982 era ya una nave veterana, pero como vimos todavía muy poderosa, al servicio de la Armada Argentina. Su poder de fuego era imponente, y poseía una dotación muy numerosa; por lo tanto era el blanco perfecto para un golpe moral sobre las fuerzas nacionales. El crucero encabezaba un grupo de tareas integrado además por los destructores Piedra Buena y Bouchard, acompañados por el petrolero de YPF Puerto Rosales.
El cabo primero Máximo, como el resto de la tripulación, sabía perfectamente que los submarinos nucleares británicos los buscarían con preferencia. Si bien su cargo era administrativo como furriel y encargado de personal, tenía asignado un puesto de combate y marineros a su mando.
Él podría haber desembarcado en el puerto de la Base Naval de Puerto Belgrano, pues su mujer estaba a punto de dar a luz. Su superior directo le había ofrecido esa posibilidad, pero prefirió tomar su lugar en el barco y correr la suerte de sus camaradas, de los que se sentía responsable. Era parte de la maquinaria, de un engranaje que movía todo, y su experiencia marinera sería importante ante cualquier contingencia. Así lo pensaba y se lo expresó a su mujer, quien lo abrazó fuerte en la despedida.
Había terminado su turno y volvió a su pequeña oficina para organizar el informe que debía rendir; se sirvió un café humeante y se dispuso a sentarse frente a la máquina de escribir; fue cuando un sonido aterrador, como si el buque mismo gritara de manera desgarradora, lo paralizó. Se sintió elevado en el aire, la gravedad parecía haber desaparecido, mientras la mesa soldada al piso volaba y volvía a caer con estrépito. Fueron segundos apenas; todo parecía discurrir en cámara lenta.
Se aferró de lo que pudo, aun reponiéndose de una extraña sensación de vértigo y salió al pasillo oscuro y humoso; fue cuando otro estacazo seco lo hizo golpearse contra la mampara ya desprendida. Un segundo torpedo había literalmente desgarrado la sección de proa del crucero, con un chirrido escalofriante. Era el segundo grito de muerte que profería el venerable barco de guerra, el que se detuvo completamente y comenzó a escorarse con rapidez.
Relatos desde el averno
Julio supo exactamente que hacer, pues habían repetido una y 100 veces en los zafarranchos el procedimiento de abandono. Para entonces, el humo que salía por los cuatro costados de la nave, volvía el aire irrespirable en su interior. El olor acre de los explosivos hacía evidente el torpedeamiento. Las columnas de vapor hirviendo, las lenguas de fuego por doquier y el hedor insoportable a diesel y a pólvora, tornaba ese escenario en grotesco. El barco parecía retorcerse por los chirridos del metal que aturdían a lo marinos aún incrédulos de lo que les estaba pasando.
Escuchó alaridos salidos del infierno desde la sala de máquinas y por una de las escaleras comenzaron a subir marineros con horribles quemaduras; negros del combustible, con la ropa humeante y el pelo quemado. Parecían condenados escapados del averno. Uno de ellos gritaba sin consuelo. Julio lo tomó de los brazos para arrastrarlo hacia arriba, cuando se percató del poco peso que tenía. Iluminado por las llamas, vio que a ese marinero le faltaba la mitad del cuerpo. Se quedó petrificado momentáneamente sin saber que hacer. Una voz le ordenó que sacara a otro hombre herido al exterior; nada podía hacerse por aquél desdichado.
A oscuras, y casi a tientas caminando por el pasillo de estribor pudo salir a la borda del barco, donde respiró al fin aire puro salino y fresco del mar, y dejó a su compañero tambaleante en la cubierta. Allí se amontonaban los cuerpos de los heridos, muchos de ellos agonizantes, con quemaduras y lesiones que llegaban a los huesos. Varios estaban mutilados o cubiertos de sangre de pies a cabeza.
Los instantes posteriores, definieron su vida. A su lado, un marinero tucumano conocido suyo estaba en estado de profundo shock, sin poder reaccionar, paralizado totalmente. Como pudo, comenzó a zamarrearlo, incluso le propinó dos cachetadas y de a poco lo fue sacando de su letargo.
El cielo estaba gris plomizo y corría un viento helado, mientras el mar comenzaba a arbolarse, condiciones absolutamente inapropiadas para la navegación, mucho menos para abandonar un barco que se hunde. Los hombres miraban con ansiedad hacia el puente de mando esperando las indicaciones, que a esas alturas y por la inclinación del barco ya todos intuían.
La superestructura del barco gemía con crujidos agudos, dando la impresión que aquel gigante de acero estuviera dando sus últimos estertores retorciéndose. El terror y la incertidumbre de tener que dejar la seguridad y el calor del barco, para adentrarse en botes en esa helada inmensidad oceánica, los dejaba atónitos.
Finalmente, luego de que el comandante Bonzo verificara personalmente el informe del oficial de control de averías, decidió la evacuación. El agua ingresaba de forma incontrolable y se corría el riesgo de que la nave se diera vuelta de campana, llevando a todos los hombres a una muerte segura. Galazi dio la orden de evacuar el barco… y comenzaba otra historia.
Fuentes:
- Héctor Bonzo; “1.093 Tripulantes del Crucero ARA General Belgrano”. Editorial: Asociación del Crucero General Belgrano; enero de 2004.
- Alberto Nicolás Deluchi Levene; “Desde la Balsa, entre la angustia y la esperanza”; editorial Dunken. Bs As 2015.
- Daniel Cavallieri; “Hasta la Última Balsa”; Editorial Instituto de Publicaciones Navales; Bs As 2017.
- Conversaciones del autor con el Capitán de Navío VGM Pedro Galazi.
- Conversaciones del autor con el VGM Julio Máximo.
Una guerra inútil (como lo son todas) que masacró a jóvenes "imberbes",niños casi que ni tan siquiera habían visto la nieve, para llenarse de medallas los que la iniciaron, fue una forma de soplar para que no se viera lo que de verdad estaba ocurriendo en Argentina. Vergüenza del siglo XX!!!!
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