Durante seis días, entre el 24 y el 29 de noviembre, California fue de la Argentina, o mejor dicho de las Provincias Unidas del Río de la Plata, merced a la osadía de Hipólito Bouchard y sus corsarios argentinos, a bordo de dos barcos de guerra, la fragata La Argentina y la corbeta Chacabuco.
Los corsarios eran particulares pero con permiso de los Estados, llamado patente de corso. Cualquier marino podía equipar un buque privado bajo la bandera que le otorgaba la patente, para atacar barcos enemigos y saquearlos, quedándose con parte del botín. Mediante esta metodología, los corsarios argentinos obtuvieron 150 buques entre 1814 y 1823. Era necesario empezar a conformar una protoescuadra y, además, llevar la guerra de la independencia contra España al mar, y atacar objetivos estratégicos alrededor del mundo. Los pioneros de esta forma de guerrear a favor de la Argentina fueron el irlandés Guillermo Brown, el francés Hipólito Bouchard y el maltés Juan Bautista Azopardo.
La primera gran acción fue en la isla de Madagascar, donde Bouchard y sus corsarios estuvieron varios días combatiendo a los traficantes de esclavos e impidiendo embarques de seres humanos, fieles al espíritu del gobierno argentino que ya en la Asamblea del año 13 había decretado la “libertad de vientres”.
Bouchard parlamentó varios días con el rey Kamehameha I de Hawai y luego de llegar a un acuerdo económico, no sólo recuperó la Chacabuco, sino que además consiguió que Hawai fuera el primer país fuera de Sudamérica en reconocer la soberanía de las Provincias Unidas.
Fortalecidos los corsarios argentinos y envalentonado Bouchard, pusieron proa a California, donde esperaban hostigar a los españoles, obtener nuevos botines y vengar las derrotas de los patriotas mexicanos (sobre todo el fusilamiento del cura Morelos). Pero sobre todo, Bouchard procuraba cortar la comunicación marítima de California con los puertos de Acapulco, Lima y Valparaíso. Eso era estratégicamente importante, porque por tierra, esas colonias estaban separadas del resto del mundo por un hostil desierto.
El vigía de Punta de Pinos (en el extremo de la Bahía de Monterrey) dio la alarma cuando el 20 de noviembre al atardecer vio las velas de los barcos corsarios con una bandera desconocida. Los españoles se pusieron en guardia y cargaron los cañones, pero Bouchard decidió esperar un poco. Concentró la tripulación de asalto en la corbeta Chacabuco, que tenía menor calado y era mejor para aproximarse a tierra sin encallar.
Bouchard entonces ordenó acercar la fragata La Argentina y apoyar a la corbeta con más hombres. Al caer la nueva noche, los realistas bailaban y festejaban su triunfo. En sus memorias, Bouchard escribe: “Yo formé en este momento el designio de acabar con su alegría… Con el ruido de la fiesta que tenían, nada percibían, y así yo saqué toda la gente quedando sólo los heridos, que fue necesario dejar para no hacernos sentir con sus quejidos”.
En la madrugada del 24 de noviembre, entre las sombras del amanecer, desembarcó Bouchard al frente de 200 infantes a una legua del fuerte. Primero aparecieron unos milicianos a caballo para intentar detener a los corsarios argentinos, pero el teniente Espora los hizo escapar. Entonces atacaron el fuerte y encontraron menor resistencia de la que esperaban. Luego de una hora, la bandera celeste y blanca ondeaba en el fuerte de Monterrey, donde antes había estado la roja y amarilla.
Desde ese día, y hasta el 29, los corsarios argentinos se apropiaron de todo el ganado que pudieron, de algunos objetos de valor que consiguieron, y antes de abandonar Monterrey incendiaron el fuerte, el cuartel de artilleros, la residencia del gobernador y las casas de los españoles. Pero respetaron las iglesias y las casas de los americanos.
Luego de zarpar de Monterrey, la Argentina y la Chacabuco se dirigieron a la misión de Santa Bárbara, una de las más importantes de toda California, donde luego de un intercambio de prisioneros, siguieron viaje.
El 16 de diciembre sí desembarcaron en San Juan de Capistrano, donde luego de una escaramuza, tomaron el pueblo. Luego de llevarse algunos objetos de valor, incendiaron las casas de los españoles, aunque como siempre, respetaron iglesias y casas de americanos.
Fuente: Asoc Belgraniana de Morón
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