Durante la pandemia de viruela, la enfermedad producía estragos en las poblaciones aborígenes. Pero tras una reunión, el Restaurador convenció de manera sutil a los caciques para que dejaran entrar la ciencia en sus tribus
Durante el siglo XVIII se produjeron dos adelantos claves en el control de las enfermedades, y más concretamente, en la lucha contra una de las más terribles y mortales: la viruela, que se desplegó en una tenebrosa pandemia planetaria. Uno de dichos avances será la variolización, el otro la vacunación.
La “variolización” es una técnica consistente en hacer una incisión en la piel del individuo y colocarla en contacto con el polvo de costras de viruela, luego se cerraba la incisión y se aislaba a la persona dejando que la enfermedad le atacara de manera leve inmunizándolo.
En 1721 la aristócrata británica Lady Wortley Montagu se inoculó públicamente el virus variólico, siendo el primer caso de variolización de una europea. Eso ayudó a la difusión del método y a pesar de la resistencia que despertaba, aún a los médicos, se impuso por toda Europa, llegando al Río de la Plata en 1777. Fue el Dr. Miguel O´Gorman, enviado por el rey español Carlos III, el que introdujo este método haciéndolo conocer por todas las poblaciones del Virreinato.
Luego llegaría la “vacunación”. Es en 1798 cuando el médico Edward Jenner informó sus observaciones en su “Examen de las Causas y Efectos de las Vacunas Variólicas”, surgidas a partir de los experimentos que realizaba con gérmenes de la viruela que atacaba a la vaca, “cowpox”, descubriendo que las mujeres que ordeñaban las vacas y que se contagiaban de esta enfermedad por la manipulación de ubres infectadas se volvían inmunes a la viruela que atacaba a los seres humanos. Como es de imaginar el nuevo método, más seguro y menos peligroso que el anterior, fue aceptado con enorme entusiasmo en toda Europa.
La viruela fue un mal importado por los conquistadores y colonizadores europeos ya que era una enfermedad desconocida por los pueblos originarios del nuevo continente, los que carecían de defensas contra ella, lo que provocó una enorme mortandad. También en nuestro territorio. La vacuna, que se extendió como nombre genérico a los procedimientos médicos que se usaran como preventivos de todo tipo de enfermedades aunque no se originaran en la vaca, llegó a Montevideo el 5 de julio de 1805, y a fines de ese año llegaban a Buenos Aires dos niños afrodescendientes portadores vivos de la vacuna.
El deán Saturnino Segurola fue la persona que se ocupó durante casi toda su vida a la propagación en el Río de la Plata, fundando el primer establecimiento nacional de vacuna.
Juan Manuel de Rosas siempre se interesó en los problemas médicos, tanto es así que en el exilio en Southampton escribió, entre otras cosas, una obra sobre “La Ciencia Médica”, y durante su gobierno es de ensalzar su preocupación por extender la aplicación de la vacuna en los pueblos originarios, en donde la viruela hacía estragos.
Las epidemias de viruela se sucedían con violencia de tiempo en tiempo desde 1588, ocasionando miles de miles de víctimas, especialmente entre los indígenas quienes ofrecían gran resistencia a la vacuna por la gran ascendencia que tenían sobre ellos los curanderos y hechiceros.
Fue necesario que Rosas actuase con gran tino y habilidad para convencer a los caciques de la importancia de tal medida profiláctica y sobre todo en instalar en ellos la confianza que debían tener en el médico.
En 1836 la viruela asolaba a las tribus indias de la provincia de Buenos Aires, haciendo inútiles los oficios de sus brujos. Dos caciques mapuches, Cachul y Catriel, llegaban entonces a Buenos Aires para pedir al Restaurador el remedio “cristiano”, cuya fama había llegado hasta ellos.
Rosas demostró una vez más sus sentimientos humanitarios hacia los originarios, que antes lo llevó a escribir un diccionario de términos “pampas” para favorecer su comunicación con los “huincas” blancos, y tan distintos a los que animarían la cruel Conquista del Desierto de años más tarde. Ante el pedido les aconseja que recurran primero al médico, para que de este modo el médico, además de la vacuna, introdujera en las tribus otras medidas útiles, como la higiene y profilaxis de varias enfermedades, desterrando poco a poco la influencia ineficaz del curandero. No satisfecho con esto, da el ejemplo haciéndose vacunar delante de ellos.
Para convencerlos Rosas así se dirige a los caciques:
“Ustedes son los que deben ver lo que mejor les convenga. Entre nosotros los cristianos este remedio es muy bueno porque nos priva de la enfermedad terrible de la viruela; pero es necesario para administrar bien la vacuna que sea el médico quien la aplique y que la vacuna sea buena; el médico debe seguir la evolución porque hay casos en que el grano que sale es falso, y en tal caso el médico debe hablar la verdad para que el vacunado sepa que no le ha prendido bien, que el grano que le ha salido es falso, para que con este aviso sepa que para el siguiente año debe volver a vacunarse.
“También es necesario, que aún cuando a una persona le prenda la vacuna bien, y sea buena, cinco años después se vuelva a vacunar porque en esto nada se pierde, y puede aventajarse mucho”.
“La vacuna tiene también la ventaja de que aún cuando a algún vacunado le de la viruela, en tal caso ésta generalmente es mansa, y de no mala calidad.
“Después de esto si quieren ustedes que se vacune la gente puede el médico empezar a hacerlo poco a poco, para que pueda hacerlo con provecho, y bien hecho, y para que tenga tiempo también para reconocer prolijamente a los vacunados”
Transcribiremos la opinión sobre este mensaje de Rosas de un gran historiador de la medicina argentina, el Dr. Juan Ramón Beltrán:
“En esas líneas, Rosas revela su profundo conocimiento de la psicología de los aborígenes. Les habla en términos sencillos, breves y claros. Rosas es un convencido de la inferioridad médica de los indios; conocía muy bien sus medios curativos, su fanatismo, sus creencias y preocupaciones. Pero sabía cuan difícil es desarraigar esas convicciones de nuestros aborígenes, por ser características del psiquismo y de la mentalidad primitiva. Hábil y astuto, procedió como psicologista y no como jefe; reafirma su respeto por la libertad de quienes lo consultan, y deja sentado que son ellos quienes deben resolver; orienta el pensamiento de los caciques con claras descripciones de la vacuna, su modo de aplicación y sus ventajas, y termina indicando la necesaria intervención del médico, requisito indispensable para el éxito.
“En esto también se advierte la sagacidad de Rosas puesta al servicio del progreso de la medicina. Si el médico entra en las tolderías, no se reducirá a la simple vacunación; poco a poco irá infiltrando su ciencia en el tratamiento de las enfermedades de las tribus, y será un factor eficaz en la lucha contra la ignorancia, la enfermedad y el atraso. Y en este episodio, la medicina pudo ser útil para el progreso de la cultura argentina”.
Otra estrategia del Restaurador para lograr que los caciques y los suyos se vacunasen era obligarlos a hacerlo antes de darles las potrancas, la ginebra y la yerba. Lo recordaría, mucho tiempo después, el cacique Pincén, el último de los grandes guerreros de la pampa: “¿Juan Manuel? Muy bueno, pero muy loco. No podíamos recibir sus regalos sin que un gringo nos tajeara el brazo, que decía era un gran gualicho contra la viruela”.
Es de destacar que por la altruista difusión y aplicación de la vacuna antivariólica entre los americanos originarios Juan Manuel de Rosas fue distinguido como miembro honorario de The Royal Jennerian Society for the Extermination of the Smallpox, de Londres, institución creada en 1803.
Fuente: infobae
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