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lunes, 12 de abril de 2021

Pedro Congo

 Por José María Posse 

María Congo nació libre en África, en la región conocida históricamente como el Congo Belga. A temprana edad, junto con varios miembros de su familia, fue apresada y enviada como esclava a las colonias españolas de América del Sur, primero a Montevideo y luego a Buenos Aires, donde el grupo fue separado ante la desesperación y el dolor que aquello significaba.

La bautizaron como María, por la madre del Dios cristiano, y Congo, por el lugar de donde provenía aquella carga humana. Por entonces era una niña de unos 12 años, alta, delgada y de rostro armonioso. Una mañana pasaba por el mercado un hombre joven, vestido a la usanza europea, de espléndida planta y bello rostro, quien miraba con fastidio la escena. Sus ojos se detuvieron en la niña que temblaba de frío. El tucumano Felipe Posse Tejerina era un antiesclavista militante, convencido de que el mayor pecado del hombre blanco era el tráfico de hombres negros y sobre todo la venta de sus propios hijos mulatos. A los gritos llamó a los encargados de la subasta humana y se quejó a viva voz del estado en que estaban los recién llegados, que iba en contra de las regulaciones vigentes, y comenzó a manifestar toda clase de argumentos, lo que provocó una verdadera aglomeración. Vino el alcalde del barrio y lograron llegar a un acuerdo en cuanto a mejorar las condiciones de los esclavos… De paso, como buen negociante que era, Felipe aprovechó el momento para comprar a la niña a un precio razonable y se la llevó consigo, lo que alivió su alma acongojada.

De inmediato se le ordenó a la posadera donde se hospedaba que se ocupara de la pequeña, la bañara y le comprara ropa decente, aclarando, educada pero firmemente, que debía ser tratada de la mejor manera.

Esa tarde se la presentaron a don Felipe, quien le ofreció su mejor sonrisa. Se encontraba allí un negro bastante mayor, de pelo canoso y ojos brillantes. A poco de interrogarla en diferentes dialectos dio con uno que María comprendía, entonces comenzó a oficiar de intérprete. Lo primero que le dijo era que ya no era esclava y le extendió un papel donde quedaba aquello establecido. Luego le dijo que él vivía muy lejos de allí, en una provincia que se llamaba Tucumán y que en esos días volvía en una tropa de carretas que pertenecían a su familia, puesto que eran comerciantes y llevaban efectos de ultramar al norte. Si aceptaba, la llevaría con él y en casa de sus padres podría trabajar y vivir una vida digna. La niña asintió agradecida.

Una nueva vida

Tucumán era una población bastante diferente a Buenos Aires. Las casas eran chatas y en general humildes. Todo se centraba en la plaza principal, rodeada por el Cabildo, la Iglesia Catedral, la de los franciscanos y las moradas de las personas más importantes del lugar. Allí había un mercado al aire libre desde donde los carreros ofrecían sus mercaderías a viva voz.

María entró al servicio de doña Águeda Tejerina de Posse, madre del gallardo joven que la había rescatado en la ciudad portuaria. La matrona era todo un personaje en la ciudad, de carácter fuerte y sus órdenes se cumplían a rajatabla; la vida de todo el grupo familiar giraba en torno de ella. Pero escondía un corazón bondadoso y fue muy especial con la niña María, quien de a poco aprendió el idioma, las costumbres y sus obligaciones.

Doña Águeda le tomó gran cariño, y era ella quién la acompañaba a los servicios religiosos diarios en la iglesia de Santo Domingo, llevándole la alfombrita donde se sentaba su señora. Al envejecer, sólo María podía atenderla y cuando ya no pudo levantarse de la cama era ella quién la higienizaba y alimentaba. También quien más la lloró al morir.

La negra María se convirtió en un personaje muy querido por la familia, que celebró cuando aceptó casarse con un mulato brasileño liberto que había llegado tiempo atrás a Tucumán.

Tuvieron un solo hijo al que llamaron Pedro. El marido murió de fiebre tiempo después. María pasó al servicio del industrial Wenceslao Posse, nieto de doña Águeda, quién ya comenzaba a forjarse un nombre en el medio.

Pedrito se crió en esa casa, de enorme tamaño, poblada de niños de todas las edades. Desde muy joven comenzó a trabajar, primero en la vigilancia de los quehaceres domésticos y luego en la atención directa de su patrón, un hombre recio, enérgico y fuerte carácter, pero justo en las retribuciones de sus empleados.

Mozo de mano

María falleció a sus 50 años, con la tranquilidad de ver cómo su hijo se convertía en un gallardo jovencito muy apreciado por sus cualidades personales. Ya para entonces era el mozo de mano de Posse, a quien le cebaba los mates y cumplía diligentemente con todos sus mandados. Cuando Wenceslao fue elegido gobernador, se instaló en una habitación contigua a la de su importante patrón; lucía orgulloso un traje nuevo que le habían mandado a confeccionar. Meses más tarde, Wenceslao salió al frente de las fuerzas provinciales a enfrentar el levantamiento del federal Felipe Varela. Pedro cabalgó a su lado enfundado en uniforme militar con el grado de cabo, lo que lo ponía muy orgulloso. Si bien no llegó a combatir, estuvo en el ejército que triunfó en la famosa batalla de Pozo de Vargas. Al año siguiente, Posse fue derrocado por una revolución y encarcelado por los opositores a efectos de obligarlo a renunciar. Si bien esos días los pasó en casa del doctor Tiburcio Padilla, la privación de su libertad lo fastidió mucho. Desagradado y para evitar un inútil derramamiento de sangre, ya que sus partidarios se preparaban para la batalla y habían rodeado la ciudad, firmó su renuncia y se retiró a la vida privada. Pedro Congo no se movió de su lado en aquellos días… nadie se atrevió a ordenarle que se retirara lejos de su patrón.

Vidas en peligro

Meses más tarde, en 1868, estalló un brote de cólera en Tucumán. Debido a los riesgos de la enfermedad y temeroso por la vida de los suyos, Wenceslao Posse decidió radicarse por un tiempo en Buenos Aires. Sobre esos días su hija, doña Hortensia, solía relatar una anécdota: por entonces, los viajes a Buenos Aires se hacían en vehículos de tracción a sangre, faltaban algunos años para que el tren llegara a Tucumán. Los caminos eran muy inseguros y existía el peligro permanente de indios alzados y de asaltantes, lo que movía a los viajeros pudientes a contratar guardias armados para la vigilancia. Normalmente se viajaba en diligencia, pero don Wenceslao lo hacía en su propia galera. Para ese viaje había contratado una escolta armada: era probable que llevara consigo bastante dinero para la estadía.

Corrían ya algunas semanas de trayecto cuando al llegar a un arroyo el grupo se detuvo para hacer beber a los animales. Ocupado en esos menesteres se hallaba Pedro Congo, cuando escuchó a los de la escolta un siniestro plan: después del cambio de caballos, en la posta siguiente, iban a robar a don Wenceslao y sin reparar en obstáculos asesinarían a todo el grupo. No contaban con que el servidor, para quien los Posse, ya vimos, eran su propia familia, informaría a su patrón, lo que hizo con extremo cuidado apenas tuvo la oportunidad. Don Wenceslao, hombre arrojado y de acción, esperó tranquilamente su momento.

Al llegar a la posta ordenó al negro Pedro que cambiara el tiro de la galera. Entretanto introdujo a toda la guardia en una habitación, con el pretexto de impartirles instrucciones. Previamente su mujer e hijos, con disimulo, se habían encerrado en otra de las dependencias. En el momento que creyó oportuno, Posse desenfundó un par de trabucos e inmovilizó a los guardias, mientras la familia ayudada por el fiel servidor escapaba por una ventana y huía en la galera. Cuando Posse calculó que estaban a salvo, procedió a encerrar a la escolta y a ahuyentar sus caballos a campo abierto. En empelo y al galope alcanzó a su familia, salvándola así del trance. Hasta muy anciana, Hortensia recordaba el terror de aquellos momentos y cómo los brazos de “Pedrito” le produjeron infinita seguridad.

En Buenos Aires, Congo se dedicó a conocer la ciudad-puerto que su madre le relatara. Visitó algunos barrios de negros africanos que aún recordaban a Juan Manuel de Rosas como su gran benefactor, y pudo impregnarse de su música y costumbres ancestrales. De su familia de sangre nadie le pudo dar referencia alguna.

Servicios concluidos

Al volver a Tucumán, una mañana don Wenceslao lo hizo llamar. Con mucha seriedad y circunspección le dijo que para él sus servicios habían concluido. Había salvado la vida de sus seres más queridos y la de él mismo, y en agradecimiento le daba una cómoda casa ya amueblada, que sus hijas primorosamente se habían ocupado de arreglar, y un campo sembrado de la mejor caña para que viviera cómodamente y viera si de una vez formaba su propia familia. Además, se ponía a disposición para atender cualquier necesidad que tuviera… Pero Pedro no entendió la bondad de todo ello y comenzó a llorar como un chiquillo. “¿Qué mal te he hecho patroncito para que me hagas esto?”, repetía mientras un llanto profundo sacudía el cuerpo del negro. Su patrón lo abrazó y le dijo que era tan solo una pequeña retribución de los tantos servicios que le había hecho a la familia. Le suplicó que no lo alejara de él. Tanto rogó, tanto lloró, que Wenceslao, acongojado, aceptó finalmente que continuara a su servicio, siempre que aceptara los regalos.

Tiempo después Wenceslao marchó durante varios años a vivir a Buenos Aires; allí lo siguió Pedro, quién le oficiaba de cochero, valet y mensajero, y cuando los años y la enfermedad comenzaron a declinar la salud de Posse, lo ayudaba incluso a vestirse.

Con los años se supo que el negro, quien nunca habitó la casa regalada, se la obsequió a una pareja cargada de varios hijos que habían perdido la suya en un incendio… ¡Tal era el corazón del buen Pedro! Su único lujo fue siempre vestir de manera impecable y cuidar prolijamente de su bigote a lo mostacho, a la usanza de la moda de entonces.

El último pedido

El ya anciano Wenceslao tenía muchos hijos; la mayoría no vivía en Tucumán. Su hombre de confianza era su yerno, don Pedro Alurralde, pero tenía especial cariño por su sobrino Nicanor, a quien había criado desde niño, pues su hermano José Ciriaco había muerto joven dejándolo a su cuidado. Nicanor, que en algún momento llegó a administrar su ingenio antes de dedicarse a forjar su propia fortuna, era el más parecido en carácter al ya anciano industrial. Entre la extensa parentela era su predilecto y no disimulaba ello, lo que despertaba cierto resquemor entre los hijos varones de Posse.

Pocos días antes que terminara el siglo lo hizo llamar a su escritorio:

- Nicanor, nunca te he pedido nada hasta el momento, ¿verdad?

- ¡Claro tío! Usted sabe que estoy a su disposición siempre, pues le debo cuanto soy!...

- Hijo, lo que tienes, lo has hecho con tu trabajo y esfuerzo… Hoy te pido algo muy especial para mí. Siento ya que la vida se escapa entre mis dedos, creo que pronto moriré. He testado ya y estoy en paz con Dios, mis hijos ya han seguido su camino, pero me queda Pedrito, a quien debo seguridad. Te pido te hagas cargo de él hasta su final.

Luego lo hizo acercar y le susurró algo al oído. El pacto se cerró con las manos estrechadas con toda la fuerza que el viejo Posse podía brindar.

Proféticamente, don Wenceslao Posse falleció a los pocos días y sus exequias fueron multitudinarias. Pedro fue uno de los que cargó una de las manijas del féretro hasta su última morada y se quedó custodiando en posición de firme hasta que se retiró el último deudo.

La mañana siguiente Nicanor hizo llamar a Pedro Congo a su casa, pues tenía un encargo muy importante de parte de Wenceslao. Todavía partido por la pena llegó a la sala de la casa de Posse para encontrarse con toda la familia esperándolo. “Querido Pedro, desde hoy y hasta que Dios nos lleve a su presencia, esta será tu casa. Tienes ya arreglada una amplia habitación, y te hago entrega de este papel que me acaba de traer el escribano de parte de tío Wenceslao”, le dijo.

Como el negro (quien había aprendido a leer y escribir) no hacía nada por levantar la hoja, el propio Nicanor procedió a leerle la última disposición del industrial… En más, Pedro Congo pasaría a llamarse Pedro Posse, y le dejaba una importante suma de dinero a su disposición.

Largos años vivió en casa de Nicanor. Su herencia se esfumó en caridades a los más necesitados. Siempre solícito, prestó a Posse los mismos servicios que los que diera a su antiguo patrón. Al morir, fue sepultado en el espléndido monumento funerario que hasta hoy se conserva en el Cementerio del Oeste de Tucumán, junto con su familia adoptiva.

Con el tiempo su memoria se esfumó para las nuevas generaciones. Considero un acto de justicia recordar su historia y todo lo que la familia le debe a este noble hijo de María Congo, aquella niña rescatada de un destino incierto, cuyo vástago salvó de una muerte segura a varios miembros de la familia Posse. Entre ellos, mi abuelo Ángel, un niño de pecho por entonces. Sin la oportuna y valiente actuación de aquel hijo del África profunda, no estaría yo relatando esta historia para ustedes.

Fuente: José María Posse ( Abogado/ Escritor/ Historiador).

(Este artículo está basado en las memorias inéditas de Pedro Lautaro Posse Navarro -nieto de don Wenceslao-, tomadas directamente de su tía Hortensia. También del testimonio de Esther Posse de Posse, nieta de don Nicanor Posse Romano)

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