Por José María Posse.
El empresario alemán Otto Ruckaeberle levantó, a principios del siglo pasado, un lujoso edificio para complacer a su esposa. Luego del impacto inicial, llegó el declive y un corazón traicionado.
El alemán Otto Ruckaeberle, un empresario de regular fortuna, llegó a la próspera Tucumán a principios del siglo XX. De mediana estatura, un tanto regordete y de colores desabridos, era un hombre sin mayor atractivo físico; aún así agradaba por sus buenos modales, su rectitud y su ubicuidad. Luego de recorrer la geografía provincial, encontró unas tierras en la confluencia de los ríos Salí y Colorado (en cercanías de Simoca), aptas para el cultivo del castor. Esta planta, conocida también como tártago, posee muchas propiedades; de sus semillas se extrae un aceite tipo industrial, que el teutón comercializaba en Europa con bastante éxito.
En uno de sus viajes, conoció a una joven francesa de gran belleza y simpatía. El hombre perdió completamente la cabeza por ella; le prometió el paraíso y la trajo a la exótica provincia del azúcar, donde le dio su palabra de que reinaría en un mundo idílico. Todo ello, por supuesto, ilusionó a la muchacha.
Al principio la mujer, cuyo nombre se ha perdido en la memoria, vivió subyugada por la belleza de la selva nubosa tucumana. La exuberancia de nuestra flora y fauna la conquistaba, y realizaba interminables cabalgatas donde su piel blanca se fue curtiendo por el abrazador sol subtropical.
Pero tenía sus ínfulas de mujer de sociedad y andado el tiempo comenzó a presionar a su marido a quien, luego de algunas cosechas exitosas, la fortuna parecía haberle sonreído. Ella soñaba con una gran casa de estilo europeo en medio de aquel sembradío, base de su fortuna. Imaginaba que así podría conquistar a lo mejor de la sociedad tucumana de entonces. Si aquí asentaría su hogar, y quería que sus hijos alternaran con los vástagos de la clase dirigente provincial.
El alemán asintió gustoso y en los dos años posteriores gastó buena parte de su patrimonio en la construcción de una suntuosa residencia. La casona tenía reminiscencias medievales; además la dotó de un amueblamiento exquisito, sumando una fina cristalería y platería traídas especialmente del Viejo Mundo. Arriba de las cabezas, se destacaban unas espléndidas arañas de cristal. De ellas, la más importante colgaba del salón principal. A pedido de su siempre solícita señora, hizo construir en el predio del Castoral un apacible lago artificial alimentado por el río cercano, con un islote en el medio, donde se podía pasear en bote y pescar. Un importante torreón aportaba a la mansión la evocación de un antiguo castillo, lo que en estas latitudes resultaba tan exótico como extraordinario.
Fama y prestigio
Mientras la joven con sumo esmero iba edificando lo que sería la sede de su fama y prestigio, con los que planeaba conquistar definitivamente a los tucumanos, su vida marital era más o menos monótona. Apenas invitados a alguna casa de las pocas amistades que Otto, quien carecía de roce social, había podido construir, la vida pasaba sin mayores sobresaltos; más bien bastante abúlica. Después de dos años de matrimonio no había quedado embarazada y sus días transcurrían entre la modesta casa que tenían en la ciudad y la lujosa construcción rural. Había contratado una preceptora británica para que le enseñara modales y refinara sus gustos.
Finalmente, en alguna fecha no precisada de 1913, el castillo fue inaugurado. El alemán había pagado a un conocido periodista de un diario de San Miguel de Tucumán de aquellos días, para que escribiera un panegírico acerca del matrimonio y del tan ostentoso como exótico castillo que se había construido en Simoca.
La nota refería detalles de la obra, tanto de la solemnidad de la escalera revestida en mármol de Carrara como lo de las rejas de bronce, así como también alababa el espléndido salón de fiestas, y comentaba hasta del agua corriente, la luz eléctrica y el teléfono disponibles, todos lujos raros para una edificación de campo en aquellos años.
El artículo y las invitaciones que comenzaron a llegar para la inauguración, se convirtieron en la comidilla de la población, la que volcó su estimación a la pareja. Detrás de ello estaba la curiosidad que despertaba tal excentricidad en una provincia cosmopolita, como lo era el Tucumán de aquellos años.
El día de la fiesta inaugural, lo más selecto de la sociedad tucumana concurrió al Castoral en diferentes medios de movilidad. Industriales, hacendados, políticos y comerciantes importantes, nadie quería perderse el acontecimiento. Desde el puerto de Buenos Aires se había despachado un vagón de tren con exquisiteces enlatadas traídas de Francia y del norte de España, donde abundaban las angulas, el caviar, el salmón y el consabido champagne, entre otros manjares.
Una orquesta completa llegada desde Santa Fe deleitaría a los concurrentes. La moda parisina brillaba allí en los vestidos y joyas de las invitadas. También los hombres sacaron lo mejor de su vestuario, así que aquella noche, la joven francesa tuvo la impresión de estar en Versalles, danzando entre los grandes espejos de los salones. Su sublime sueño al fin se convertía en realidad.
Durante las semanas siguientes no hubo tema de conversación en Tucumán, que no se refiriera al matrimonio Ruckaeberle. Se comenzó a conjeturar toda clase de historias acerca de ellos y de que la construcción del palacete había sido una prueba de amor del poco agraciado y ya maduro alemán a su extravagante mujer. Ella fue considerada bastante vulgar e indiscreta de inmediato, por lo cual fueron muy pocos los que retribuyeron la invitación.
Un vínculo furtivo
Durante un tiempo se repitieron fastuosas fiestas, aunque tanto el número, como el nivel del público fueron amainando.
Lo que Otto ocultaba a su mujer era que buena parte de su capital se había concentrado en la construcción y mantenimiento del inmueble y en los gastos de las fiestas. Pero tanto la amaba que no se animaba a afligirla. Finalmente y a causa de una mala cosecha, el castor de ese año se perdió y el alemán tuvo que sincerar su estado financiero: había tenido que cargar con varias hipotecas la propiedad.
Las fiestas cesaron de golpe y la mujer se deprimió en un grado extremo. Los paseos a caballo o en bote ya no le agradaban y la cercanía con su afligido marido, quien encerrado en su escritorio hacía números todo el día para mantener a flote su empresa, le producía fastidio.
Lo siguiente es parte del folklore del lugar: al parecer la joven comenzó a fijarse en un muchacho de buena familia que tenía fincas en la zona y que muchas tardes pasaba por la casa a saludar. Se conjetura que nació allí un tórrido romance que fue descubierto por el marido, para gran disgusto de todos. Según la versión, fueron sorprendidos in fraganti mientras se besaban apasionadamente frente a la laguna, que Ruckaeberle había mandado a construir con tanto esfuerzo para ella.
La pareja tenía pensado huir, lo que fue descubierto por una carta interceptada por una criada que fue a mostrarle a su patrón. Fue entonces que la familia del jovencito, temerosa de que el alemán celoso de su honor lo matara, lo envió a la zona de Chascomús donde tenían parientes.
Final luctuoso
La relación se fracturó irremediablemente y el matrimonio comenzó a dormir en camas separadas; mientras, Otto se pasaba todo el día en la oficina de la administración de la empresa. El silencio y la fría distancia del hombre hería a la joven como si fuera el peor castigo que se le pudiera infligir.
Sola, sin familia ni amigos, comenzó a languidecer sumida en una profunda depresión. Una tarde de lluvia tenue y frío intenso se metió al lago luciendo sus joyas, enfundada además en su mejor vestido de fiesta. Sin que nadie advirtiera lo que ocurría, simplemente se dejó morir.
Fue enterrada en un cementerio cercano, donde el cura, mediando súplica y según las malas lenguas recibiendo una cierta suma de dinero, aceptó inhumar su cuerpo en tierra bendita. Muy pocas personas asistieron al funeral.
El dolor de aquella muerte fue inaudito. Ruckaeberle, acongojado por la pena y la frustración, iba de un lado a otro con la cabeza gacha y hablando sólo; a veces hacía ademanes propios de una persona desequilibrada. Otro año de cosecha perdida sentenció el emprendimiento industrial del castor. Una maldición parecía haber caído sobre él. La mañana de un día cualquiera, el alemán partió a caballo con rumbo desconocido. Nunca más se supo de su existencia.
Del caso se ocupó la Policía y la Justicia del lugar. Luego de un año, los acreedores se cobraron con el mobiliario del castillo; en las cuentas del alemán no había un centavo. Se rumorea que dos de las espléndidas arañas fueron adquiridas por la Provincia y actualmente destacan su belleza en el Salón Blanco de la Casa de Gobierno de Tucumán. La otra aún podría apreciarse en el Casino provincial. El inmueble se adjudicó a un banco acreedor que quebró tiempo después y todo aquello quedó abandonado.
Pasaron muchos años, el joven amante regresó de su exilio bonaerense ya convertido en un próspero hacendado y se interesó por conocer acerca del trágico fin de aquella que amara. Un campesino del lugar se animó a contarle, bajo pena de no reírse de él, lo que venía ocurriendo en el castillo desde hacía un tiempo. Según el relato, muchas noches solía verse una extraña luz mortecina que se elevaba desde las ruinas de los edificios, recorría lentamente una ruta a cierta altura, pasando por el lago hasta el cementerio y volvía al lugar. Nadie quería estar en el caserón de noche, ya que se escuchaba nítido el sonido de los pasos de Otto Ruckaeberle, deambulando por el pequeño palacio que mandara a construir a su amada, como prueba de su eterna devoción.
El renacer
El tiempo transcurrió implacable, y la historia se fue perdiendo entre laberintos de memorias apagadas. El castoral estuvo muchos años abandonado y fue presa de la ruina y de la desidia.
Pero ocurrió algo extraordinario, que pocas veces ocurre en Tucumán, una provincia que desprecia su patrimonio arquitectónico y condena al olvido a sus leyendas. Cual evocación del Ave Fénix de la mitología, la casona fue levantada nuevamente desde sus cenizas. Como si sus fantasmas se negaran a un final indecoroso, restaurado, El Castoral hoy vuelve a señorear orgulloso su comarca.
Son otros sus dueños, son otras sus historias; quizás desde el más allá, las almas encontradas de aquellos amantes furtivos, sonrían finalmente en la paz de un venturoso amanecer, como el que soñaron junto al lago en el que fueron sorprendidos por el amor.
Fuente: Por José María Posse. Escritor, abogado e historiador
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