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domingo, 31 de enero de 2021

El formidable Cura Campo

Por: José María Posse

Una transitada avenida, al norte del Parque 9 de Julio, recuerda el nombre del gobernador José María del Campo. Los ecos de su vida legendaria aún pueden escucharse nítidos, desde el fondo de la historia.

 Ilustración: César Carrizo , docente historietista.

El Féretro azotado

Hacia 1920, José R. Fierro, vecino de Tucumán y un gran versado en la historia lugareña, relataba que en la segunda semana de Abril de 1886, salió el Cura Campo de Tucumán con rumbo a su estancia de Potrero de Las Tablas, (que luego fuera propiedad de Nicanor Posse), y en el trayecto de la cuesta que media entre San Javier y el referido potrero, se despeñó y fue a parar al fondo de la quebrada. Allí estuvo trece días hasta que por los avisos que dieron dos criaturas de 11 y 13 años que lo acompañaban, se llegó a saber el lugar donde yacía moribundo. Lo llevaron en camilla hasta la ciudad de Tucumán, a casa de la señora Avelina Campero el Viernes Santo, 23 de abril. Fue a administrarle los sacramentos el R.P. Pacífico Isasmendi del convento de San Francisco, pero su estado de suma gravedad no le permitió recibir los auxilios religiosos y murió sin ellos. Como se suponía que el hijo pródigo había vuelto a su hogar en sus días de agonía en la quebrada, la Iglesia levantó la censura eclesiástica que pesaba sobre él, y para satisfacer la vindicta pública, el fraile Dominico Ángel María Boisdrón azotó el cajón en el cementerio al inhumarse el cadáver. Esto ocurrió el Sábado de Gloria o el Domingo de Pascua.

La Forja del Caudillo

El cura José María del Campo era cabeza del partido liberal que gobernó Tucumán luego de la caída de Rosas en 1853. Había sido sacerdote y apostató en dos oportunidades. Hombre de extraordinario valor personal, logró ser gobernador más de una vez. Así también logró hacerse la reputación de caudillo malo.

En repetidas ocasiones habían intentado asesinarlo: se cuenta que una de las veces se defendió con ferociad desde el suelo con una silla, y el reloj lo salvó de la única puñalada que no pudo esquivar. Tenía un mirador en su casa de campo, desde donde los centinelas vigilaban para prevenir posibles ataques. Dos perros bravos custodiaban su sueño.

Las mujeres lo hallaban irresistible: sus ojos oscuros (de los que se decía que durante las batallas brillaban como dos carbones encendidos), tenían la profundidad del mar y eran muy pocas las que podían evitar el embrujo que de ellos emanaban.

Se contaban por docenas los presuntos hijos que habría tenido Del Campo con diversas mujeres de la campaña y de la ciudad, entre ellas principales señoritas del vecindario. Aunque en los últimos años, llevaba una discreta relación con doña Avelina Campero, lo que despertaba la maledicencia en aquella pequeña ciudad del San Miguel de Tucumán de antaño.

Era alto y de buen porte, de frente despejada y poblada barba negra; tenía la apariencia de un fornido roble, su rostro era el de un bello ejemplar de hombre. Usaba el sombrero hacia atrás, y llevaba en la mano un latiguillo con el que se azotaba constantemente las piernas.

Según sus contemporáneos, poseía una fuerza hercúlea. Don Florencio Sal recordaba que en una creciente del Río Salí, por pura ostentación, Campo arriesgó su vida, sacando unos animales que arrastraba el agua con la sola ayuda de sus manos.

Una inteligencia superior, cultivada con la lectura de los grandes clásicos hacía su conversación cautivante, aunque su mirada altiva, comentarios mordaces y cierta evidente soberbia lo convertían en antipático. Claro que a la hora de conjurar las invasiones de los federales, sólo a él se podía recurrir debido a sus innegables dotes de caudillo.

Tan temido y odiado era, que durante el combate del Manantial en octubre de 1861 la tropa enemiga tenía el incentivo de una bolsa repleta de monedas de plata por su cabeza. Los federales no olvidaban que al “Cura” le habían enviado una de las orejas del Chacho Peñaloza y que él había invitado a sus amigos a celebrar la muerte del insurgente, ofreciendo un brindis en el “Café de la Armonía”. Allí les mostró en una bandeja, aquel macabro regalo.

Su fuerza real residía en el apoyo incondicional de la familia Posse, dueños de seis Ingenios azucareros y de grandes extensiones de tierras, las que albergaban cientos de peones prestos a formar verdaderos ejércitos en defensa de los intereses de sus patrones.

Agonía en el cerro  

Al enterarse del accidente que recoge Carrizo en su Cancionero, los Posse enviaron a sus baqueanos y a los mejores médicos de la ciudad para intentar salvarlo. El joven Nicanor Posse, en representación de su familia, fue de la partida que organizó precipitadamente Gabriel Paz, cuñado de Avelina. Luego de una intensa búsqueda, guiados por las referencias de los niños que habían sobrevivido al accidente, lo encontraron en el fondo de un profundo cañadón. El otrora imponente hombre parecía un espantapájaros desarticulado. Su cara mostraba ya el color de la muerte y la deshidratación lo consumía; tenía la ropa húmeda y estaba sucio con sus propios excrementos. Sólo por sus ojos supieron que aún vivía.

Nicanor tenía otra misión encargada por los jefes del Clan: debía requisar cualquier papel que se hallara en su poder. Al encontrar al moribundo solicitó que sólo se le acercaran el médico y él mismo. Mientras el galeno lo atendía, Nicanor cumplió concienzudamente su misión: al revisar dentro de la chaqueta del “Cura”, tocó el bulto de una libreta de tapas de cuero de carpincho que siempre llevaba con él. Cuando intentó sacarla, Campo aferró su brazo con una fuerza todavía sorprendente, y abrió sus ojos; al reconocer al joven, le sonrió con complicidad y lo dejó hacer. Al volver a la ciudad con el moribundo, lo llevaron a la casa de doña Avelina Campero, en cuyos brazos finalmente expiró. Luego de ello, don Nicanor se dirigió al escritorio del Ingenio Esperanza, donde se encontraban reunidos sus familiares esperándolo. Allí les manifestó que no había encontrado nada de interés entre los objetos del Cura Campo  y se retiró muy afectado a su casa.

Con aprensión abrió las hojas que aún olían a orín. Estaban allí anotaciones de lo más diversas. Llevaba constancias de todas sus deudas y acreencias, escritos sobre capítulos de la Biblia a los que pretendía encontrar curiosas interpretaciones, ideas dispersas, algunos garabatos de dibujo, cuentas e inventarios, pero lo que descubrió al final lo turbó profundamente: se ofrecía la crónica de su agonía en el fondo de la quebrada.

Desde el Infierno

11 de Abril, Hora Nona: “Yo, José María del Campo, a cuya voz silenciaban ejércitos de los más bravos combatientes que conocieran estas tierras; a cuyas órdenes hombres y mujeres se sometían;  yo, que he recibido los más altos honores dispensados por mis conciudadanos y de los más importantes hombres del país; yo, que he conocido la gloria de un atardecer victorioso en campos de batalla donde mis enemigos me imploraban piedad,  y que he poseído a las más bellas mujeres de mi época, hoy he bajado indignamente a los infiernos.”

A una muerte prematura / Me has intimado, mi Dios, / Y como puede ser Vos / Quién así me lo asegura, / Grande ha sido mi locura / Y terrible mi tormento / No por morir, que no siento, / Sino porque considero / Que vuestro juicio severo / Se acerca en estos momentos.-

13 de Abril, Hora Prima: Será un gran misterio para los historiadores del futuro dilucidar cómo un curita rural se convirtió de la noche a la mañana en el Señor de La Guerra de estos pueblos. Ocurrió accidentalmente, tal como ocurren las grandes cosas de mi vida. Mi padre de sangre se encontraba reclutando tropas junto a mis hermanos. Ellos, debían aprovechar el ocaso del tirano Rosas para terminar con los gobiernos federales en Tucumán. Me alisté como capellán con la misión de consolar a los moribundos, pero no bien comenzada la lucha, a pesar de mi sotana, aferré una espada de la mano de un muerto y allí comenzó mi leyenda como guerrero. Todo mi dolor contenido explotó, despertándose en mí otro demonio: el de la ira. Testigos dijeron que fui como un volcán en erupción, desfigurado por el odio, a mi paso dejé una estela de muerte y dolor que aterrorizó a las tropas enemigas. Comencé a dar órdenes a diestra y siniestra para organizar nuestras filas que se desbandaban y misteriosamente fui obedecido. A partir de allí me dieron la conducción de hombres de guerra y andando el tiempo me convertí en lo que llaman hoy un “caudillo”. Entonces comprendí que la mejor fragua para el forjado de un hombre, es su dolor. Allí abjuré por primera vez. Dejé los hábitos y  di la espalda a la Iglesia y a Dios. Aún conservo la espada, una humilde espada criolla forjada a martillazos en algún yunque campesino. Ella cortó el cordón umbilical de mi pasado y me condujo hacia mi definitivo destino.

¿Es posible, gran Señor, / que sin llorar mis pecados / Me he de ver arrebatado / A tu juicio vengador. / Si no hay Tribunal mayor/ Que revoque la sentencia, / Si allí no admite clemencia / Sino apenas quién es justo / Yo como he sido tan injusto / ¿Cómo he de ir a tu presencia?

Tomamos la ciudad de San Miguel en vísperas de la Navidad de 1853. Todo el pueblo se lanzó a las calles para saludar a sus libertadores.  Desde los balcones las niñas arrojaban flores y los gritos de júbilo se hacían sentir. Una anciana se dirigió directamente a mí, apartando bruscamente la gente que formaba un cerco alrededor nuestro y en un gesto teatral me ofreció un fusil que había ocultado en su casa durante los años de la tiranía. El griterío estalló en torno a mi persona. Fue mi primer momento de gloria. Poco demoré en descubrir que mi fama guerrera me había convertido en un hombre temido, ciertamente necesitado, no así amado. De todo ello, concienzudamente, me aprovecharía en los años subsiguientes.

Si a Jonás le perdonaste / Porque su culpa lloró, / Y a David que te clamó / A tu gracia le llamaste; / También tú te reconciliaste / Con Saúl perseguidor. / Pues si tanto pecador / Mereció de tu confianza / Yo no pierdo la esperanza / Que me trates con amor.

La libreta robada

Nicanor cerró la libreta compungido. Estos hechos y otras muchas sorprendentes revelaciones allí escritas, ahora tan sólo a él le pertenecían. Durante años la guardó celosamente en un rincón de su armario. Un día desapareció; al parecer una criada de su casa creyó que se encerraba allí algo valioso por el celo que ponía en su guarda. De alguna manera los versos tomaron estado público y hasta se editaron en una recopilación de cantares populares.

Pero los designios del destino son caprichosos. Una tarde cualquiera, llamó a mi estudio un amigo anticuario que conoce mi pasión por la historia. Le habían dado en venta un arcón con toda clase de baratijas añejas. Allí, muy deteriorada, estaba la libreta hurtada. Al final había unas instrucciones de última voluntad que Nicanor dirigía a sus hijos, como así también fuertes revelaciones, las que no voy a difundir pues aún hoy podrían ofender a ciertas personas o familias. Sólo les diré que cumplí fielmente con las especificaciones expresadas y arrojé la libreta a una hoguera. Me cercioré de que se destruyera completamente; advirtiendo que el fuego me devolvía una extraña danza, entre chispas, arabescos y figuras etéreas que se elevaban, en el misterio de una noche de cerrada oscuridad.

Así fue cómo, desde el abismo en el que halló su fin, José María del Campo nos legó la historia de su redención.

Fuente: José María Posse, Abogado, escritor e historiador.

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