Por José María Posse
Sobreviviente de la Campaña del Desierto, la huérfana llegó a Tucumán rodeada de niños muertos y fue rescatada por don Alejandro Sancho Miñano. Un profundo amor hasta la muerte.
A finales de la década de 1870, Tucumán era una provincia en efervescencia. La fiebre del oro dulce y la modernización de las fábricas habían convertido en millonarias a varias familias de industriales azucareros. Esa riqueza parecía volcarse sobre otros que poseían plantaciones de caña o que trabajaban en industrias satélites. Se levantaban suntuosas casas y el refinamiento inundaba las calles con la moda que venía de París. Era conocida como la Buenos Aires del Norte y una sociedad para nada homogénea comenzaba a señorear en la antigua aldea.
Un hijo de España había plantado su hogar en la provincia norteña. Don Alejandro Sancho Miñano era un hombre increíble. En su juventud había sido oficial del Ejército de su patria; había peleado en la Guerra del Pacífico, del lado peruano y descendía de una estirpe de guerreros que habían conseguido en batalla las más altas condecoraciones de la península y cuya genealogía se perdía entre reyes y caballeros.
Luego de un derrotero por Bolivia y el Perú, donde tuvo minas de plata, llegó a Salta. Allí conoció a doña Argentina Murphy, nieta de un irlandés prisionero durante las invasiones inglesas; a poco se casaron e iniciaron su familia.
FAMILIA EN PLENO. La niña compartía vestido, educación, habitación y juegos con los otros habitantes de la casa. |
Tentados por las oportunidades que la vecina provincia de Tucumán les ofrecía, se establecieron definitivamente aquí. Andando el tiempo, don Alejandro se convirtió en un personaje representativo: trabajaba como martillero público y comisionista inmobiliario, un excelente negocio por entonces. Era querido y admirado por su bello porte señorial, su cuidada barba castellana, sus modales caballerescos y su proverbial simpatía. Generoso, jovial, siempre tenía una palabra amable para con su prójimo, pero en él bullía la furia de los godos ante cualquier injusticia.
El tren de los huérfanos
Una mañana, se enteró por el periódico de que al mediodía llegaría, con retraso de varias jornadas, el tren que traía a los niños huérfanos de las tolderías pampas, consecuencia de la Campaña al Desierto. Por telegramas que llegaban desde Buenos Aires se alertaba del desastre que se preveía en la salud de los pequeños, ya que por un desperfecto el convoy había quedado varado varios días en medio de las salinas.
Don Alejandro apretujó la página con indignación y se dirigió a la estación. La formación ya había llegado y no le fue difícil encontrar el vagón del horror, pues allí se arremolinaban, además de curiosos, médicos y enfermeras del hospital. A los empujones llegó a las puertas del carro y allí su corazón sufrió al observar la escena espantosa. Niños muertos, envueltos por nubes de moscas; algunos agonizantes gemían entre ayes lastimosos, apenas audibles. Sin decir nada, se trepó y ayudó a bajar los cadáveres, mientras su alma se llenaba de dolor e impotencia.
En eso estaba cuando sintió un débil gemido, como el de un gatito hambriento. En una esquina se encontraba en posición fetal, una pequeña que tenía prendida de su vestido la partida de bautismo con su nombre, María Pampa. De nada sirvieron las reconvenciones de las monjas. Don Alejandro tomó la criatura y se la llevó a su casa, sin pedir autorización; el tiempo apremiaba y la niña estaba a punto de morir. Como a un tesoro preciado, la cobijó con su abrigo y amorosamente la condujo por las calles bulliciosas.
El español tenía en mente que su mujer se encontraba amamantando a su última hija de meses y ese alimento, más sus cuidados y cariño, podrían devolver la vida a la criatura. Abrió de golpe la puerta de calle y se encontró con los ojos de su esposa. Nada se dijeron; ella tomó a la niña indígena y llamó a los gritos a una de las criadas de la casa. Pronto estuvo listo el baño y María, entre sueños, tomó del pecho de su nueva madre, blanca y de ojos azules, tan distinta de aquella que la trajera al mundo, lejos, en los confines de la patria que nacía.
María creció en casa de los Sancho Miñano como una hija más. Sus vestidos y zapatos eran iguales a los de sus hermanas; compartía la mesa, los juegos y la educación de los niños. Recibía iguales demostraciones de cariño y las mismas reprimendas. Los domingos iban a misa y nadie osaba mirar con desdén a la niña pampa, pues los ojos de don Alejandro podían pasar de la dulzura más profunda a echar chispas de indignación ante cualquier signo de desprecio contra su prohijada. A pesar de su edad, era un gigante de casi dos metros de altura y se lo sabía bravo.
Durante las vacaciones alquilaba una quinta espaciosa en Tafí Viejo, en donde María daba rienda suelta a su verdadera naturaleza. Galopaba hasta cansar a los caballos más duros, subía y bajaba cuestas, cerros y montañas. Era un verdadero torbellino de vitalidad, para disgusto de su madre, que luego debía remendar su ropa y para deleite de aquel hombrón que amaba a su María como propia, pues Dios había dispuesto que fuera su hija del corazón. Era la alegría de la casa, toda bondad y cariño, efusiva en los besos y los abrazos a sus hermanas y a sus padres.
Por esas cosas del destino, llegó a Tucumán un sargento apellidado Brito, ya exonerado del Ejército por los innumerables excesos que había cometido. Fue a parar como capataz del ingenio de un francés lleno de veleidades. Con aquel elemento al frente de su policía privada, se aseguraba el sometimiento de los obreros de su fábrica.
Cierto día, las niñas Sancho Miñano, quienes adoraban a María y la defendían de cualquier burla en la escuela, le preguntaron a su padre por qué no le daba el apellido familiar, a lo que él contestó que no era quién para cambiar la identidad y las raíces de María. Ella conocía perfectamente su historia y leía copiosamente acerca de su pueblo. Pronta a cumplir sus 15 años, era una jovencita esbelta, de piel aceitunada y rostro bello, aunque sus pómulos salientes y ojos rasgados evidenciaban su marca genética.
De todas sus hermanas, era Zulema con quien más compartía. Quizás por el hecho de haber sido amamantadas juntas, tenían un hermoso vínculo. Dormían en la misma habitación y eran compinches y confidentes. Zulema era una joven preciosa y María gustaba peinarla con flores y zarcillos que realzaban aún más sus rasgos. Con ella iban una tarde caminando de regreso de la escuela cuando se cruzaron con el exsargento Brito, quien se sorprendió de ver a una estudiante con rasgos tan definidamente indianos. Fue cuando su acompañante le comentó la historia de don Alejandro. Un antiguo fuego de rencor se encendió en la mirada de aquel malvado.
Insultos
Al mes siguiente, don Alejandro se encontraba tomando un refrigerio en una confitería frente a la plaza de Tucumán, con unos amigos con los cuales discutían las noticias del día. Brito hizo su aparición y, advertido de la presencia de Sancho Miñano, comenzó a proferir insultos en contra de la raza pampa. El español, que no tenía un pelo de distraído, rápidamente se dio cuenta de que se lo estaba provocando; entonces dedicó al soldadote una mirada de profundo desprecio y continuó como si nada. Fuera de sí y un tanto borracho, se le vino encima y osó poner su mano en el hombro del martillero, quien de inmediato se paró y levantó de las solapas al atrevido, al que abofeteó varias veces, para luego empujarlo lejos, no sin advertirle que no toleraría ofensas para con su hija.
Pero Brito ya estaba fuera de sus cabales y se abalanzó nuevamente, para encontrarse con los puños de aquel hidalgo quien lo detuvo en seco, arrojándolo al fango de la calle. Los contertulios mediaron para detener las cosas, pero no advirtieron que el agresor había sacado un facón de entre sus ropas y fue a atacar a don Alejandro quien se encontraba de espaldas, pero que atinó a quitarse justo cuando el puntazo del arma pasaba a centímetros de su cuerpo. De inmediato sacó el estoque de su bastón y enfrentó al cobarde, a quien desarmó rápidamente, y pudo herirlo en su mano diestra.
La Policía, alertada por el alboroto, se llevó finalmente a Brito al calabozo, mientras la gente palmeaba al vencedor quien, a pesar de sus años, había demostrado que la sangre guerrera de sus mayores aún latía por sus venas.
María Pampa se enteró de la noticia esa misma tarde y fue a abrazar a su “tatita”. Él, cariñoso, le hizo saber que nada tenía que temer, que siempre estaría a su lado y en caso de ausencia, la familia velaría por ella, como hija que era. Toda la población conoció la hazaña del viejo, como asimismo los peones supieron de la humillación del capataz, quien al perder respeto y autoridad fue despedido, para desaparecer oscuramente en la historia.
El final
Cuando el primero de los niños de don Alejandro fue diagnosticado con sarampión, el viejo tuvo un mal presentimiento. Uno a uno, los chicos se fueron enfermando, por lo cual la casa se convirtió en un improvisado hospital. El doctor Tiburcio Padilla les advirtió que María no debía acercarse a los convalecientes pues ya había constatado que los indígenas no eran resistentes a las enfermedades de los europeos.
Pero la jovencita amaba demasiado a sus hermanos para no ayudar en su cuidado; lo peor fue cuando cayó enferma su Zulema, a quien atendió noche y día, a pesar de las reconvenciones de sus padres. María comenzó con fiebre alta y las manchas en su piel eran incluso más definidas que las de sus hermanos. Pronto su estado se agravó y los médicos fueron determinantes en su diagnóstico: la niña iba a morir. Algo se quebró en el corazón de Sancho Miñano. Con infinita ternura, personalmente cuidó a su niña días enteros, poniéndole paños húmedos en la frente y haciéndole tomar de a sorbitos líquidos y remedios.
Una tarde, estaba dormitando en una hamaca junto a la cama de la enferma, cuando sintió la mano de la niña que apretaba fuerte la suya. La vio sonreír como nunca antes. Su carita iluminada y sus ojos negros brillaban cual luceros. Nada le dijo, pero en la dulzura de aquel mirar se adivinaba la despedida a un ser amado a quien todo le debía.
Don Alejandro Sancho Miñano y García Quijano, entre cuyos ancestros se encontraba don Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador de las historias, lloró amargamente sobre el cuerpecillo inerte de María Pampa, del linaje del bravo Cacique Piedra Azul, conocido por los cristianos como Cafulcurá o el Napoleón de las Pampas. Lloró como nunca lo había hecho antes ni después, frente al cadáver de su amada hija.
(Un asiento en el libro de defunciones de la Iglesia Catedral de Tucumán, registra el fallecimiento de María, india pampa, como de 15 años, hija de Alejandro Sancho Miñano y Argentina Murphy)
Fuente: José María Posse - Abogado, escritor e historiador.
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