Un recuento de los parlamentarios chilenos desde 1810 indica que ha habido tantos Larraínes como González, pese a que estos últimos son el apellido mayoritario. También afirma que en el actual gobierno hay ocho descendientes Larraín, incluyendo al Presidente Piñera. La economía tradicional explica la concentración de poder y riqueza como fruto del trabajo y el talento. Pero eso no alcanza para explicar por qué un apellido se mantiene en posiciones de poder durante 200 años, mientras permanecen en la sombra de la historia apellidos mayoritarios, como Rojas, Muñoz o Díaz.
Una investigación sobre los apellidos paternos más frecuentes en el Congreso chileno muestra que entre 1810 y 2018 ha habido la misma cantidad de parlamentarios Larraín (107) que González (110). Si ambos apellidos fueran igualmente frecuentes, esto no tendría nada de particular. Pero según datos del Registro Civil, González es el apellido que más chilenos comparten: 411.000 personas. En cambio, solo hay 4.300 Larraínes, lo que implica un Larraín por cada 100 González.
¿Cómo se explica que un grupo minoritario tenga tanta presencia en una institución que debiera servir los intereses de las mayorías? O más directamente, ¿por qué en la historia del Congreso un Larraín termina pesando lo mismo que 100 González?
Los datos provienen de la ponencia “Los González y los Larraín en el Congreso chileno (1810-2018)”, presentada por el sociólogo Naim Bro Khomasi en la conferencia sobre concentración de la riqueza organizada por el Centro de Estudio de Conflicto y Cohesión Social (COES). Es una investigación cuantitativa que complementa el camino abierto por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) que analizó los apellidos dominantes en medicina, ingeniería y derecho, las tres profesiones mejor remuneradas y socialmente más valoradas en Chile.
Dado que el talento está igualmente repartido en todas las capas sociales, una sociedad democrática y meritocrática debería tener abundancia de apellidos mayoritarios en los buenos empleos. Pero el PNUD mostró que entre 1940 y 1970, los 50 apellidos con mayor porcentaje de profesionales de prestigio fueron Matte, Délano, Zegers, Soffia, Risopatrón y otros 45 vinculados a “la aristocracia castellana-vasca” o de ascendencia inglesa, francesa, italiana y alemana (ver informe, página 35).
No figuraban en el ranking del PNUD ni los González ni tampoco ninguno de los 10 apellidos más comunes en Chile, como Muñoz, Rojas o Díaz. El PNUD listó también a las 50 familias que nunca habían tenido un solo miembro trabajando en esas tres profesiones: todas eran extensas familias de origen indígena.
Respecto del Congreso, los datos de Naim Bro muestran que la sobre representación de Larraínes no es un hecho aislado. En la lista de los 10 apellidos más frecuentes en los 66 parlamentos que ha habido desde 1810, destacan también los Errázuriz (1.500 personas tienen ese apellido paterno hoy según el Registro Civil) y los Valdés (56 mil personas).
No aparecen en este “top 10” los Muñoz ni los Rojas, apellidos que comparten unos 500 mil chilenos y que son el segundo y tercero más frecuente en la población luego de González.
Naim Bro muestra también cómo el dominio elitista en el Congreso ha variado con el tiempo. Para ilustrarlo, el investigador cuenta los apellidos paterno y materno que dominaron en siete periodos de nuestra historia y elabora un “nombre tipo” que sirve para identificar qué familias se impusieron en cada fase.
Así, en la Patria Vieja (1810-1814) el “parlamentario tipo” se habría llamado Francisco Errázuriz Larraín; y en la época de la organización de la república (1818-1830), Francisco Pérez Aldunate. En el periodo Pelucón (1831-1861), José Manuel Vial Guzmán. Y en el Liberal (1861-1891), José Manuel Errázuriz Luco (ver cuadros).
Fuente: Naim Bro Khomasi. |
Frente a la idea de que desde el siglo XIX Chile ha tenido una democracia real, muy distinta al resto del continente, el análisis de los 1.500 parlamentarios que hubo hasta 1891 permite sostener, como dice Naim Bro, que “el Congreso era el foro de la elite” y que, por lo tanto, teníamos una “democracia con ‘d’ minúscula”, donde las decisiones nacionales se tomaban en los comedores de unas pocas familias. Como ejemplo, Naim Bro cita un diálogo entre José Miguel Carrera y Joaquín Larraín Salas, patriarca de ese clan, recogido por el historiador Domingo Amunátegui Solar en su libro Mayorazgos y Títulos de Castilla.
“Todas las presidencias las tenemos en casa: yo, presidente del Congreso; mi cuñado, del Ejecutivo; mi sobrino, la Audiencia. ¿Qué más podemos desear?”, dijo Joaquín Larraín. Carrera le preguntó, “¿Y quién tiene la presidencia de las bayonetas?”.
Poco después, en 1812, Carrera -tan elite como Larraín- dio un Golpe de Estado y designó un Senado consultivo. En los 66 congresos que ha habido desde 1810, ese es uno de los tres que no ha tenido Larraínes.
La disputa Larraín-Carrera no es un incidente aislado. El siglo XIX está marcado por familias que tratan de controlar el poder a balazo limpio (ver recuadro). Pese a ello, esta democracia con “d” minúscula logra desarrollar una característica inusual: ser muy eficiente y estable. “A lo largo de dos siglos Chile tiene más periodos constitucionales que Francia o Alemania. No solamente es estable en relación a Latinoamérica, sino a Europa”, explica el investigador.
La frase del senador liberal Eduardo Matte Pérez resume bien el espíritu de esa época: “Los dueños de Chile somos nosotros, los dueños del capital y del suelo. Lo demás es masa influenciable y vendible; ella no pesa ni como opinión ni como prestigio”.
LOS GONZÁLEZ
De acuerdo a los datos de Naim Bro, los González empiezan a emerger durante la época parlamentaria (1891-1925) y se imponen en el periodo siguiente, el desarrollista (1925-1973). Son los años de los gobiernos radicales, del surgimiento de la Democracia Cristiana y la Unidad Popular, entre otros hitos. También es la época del Estado emprendedor y docente que fortalece a la clase media.
Los citados datos del PNUD sobre las profesiones y los apellidos muestran que durante el periodo desarrollista los González todavía no lograban destacar en las actividades más prestigiosas y mejor remuneradas; pero su presencia creciente en el Congreso parece indicar que algo comenzó a cambiar en esos años en la distribución del poder.
Naim Bro ve en el peso de los González en el parlamento un signo de que esta institución se empieza a democratizar. Y no es extraño que su recuento indique que el parlamentario tipo sea Carlos González Larraín, un nombre que parece dar cuenta del cambio social que se vivió.
En la etapa actual, desde el fin de la dictadura hasta hoy, cinco apellidos han dominado en la Cámara de Diputados: González, García, Pérez, Muñoz y Martínez. En consecuencia, el diputado “tipo” en estos 28 años es Carlos Pérez González.
Fuente: Naim Bro Khomasi. |
Entre los senadores, en cambio, los Larraín han seguido teniendo una presencia fuerte y el nombre que mejor caracteriza al periodo es Sergio Frei Larraín.
Naim Bro explica que en las parlamentarias de 2017 los González tomaron la delantera sobre los Larraín (110 versus 107) pues ningún Larraín resultó electo. ¿Significa que el cambio que se observa en el periodo desarrollista continúa hoy y que el poder de las familias de elite se ha reducido en el Congreso? Es pronto para saberlo. Por una parte, podría estar ocurriendo el fenómeno que destaca el politólogo Jeffrey Winters en su libro Oligarquía: cuando el estado de derecho se fortalece, las familias más poderosas no necesitan estar en la primera línea defendiendo sus intereses, ya que es el Estado el que actúa por ellas.
Sin embargo, Bro remarca un dato que parece apuntar en otra dirección: la menor presencia de Larraínes en el Congreso fue compensada por un abrumador dominio en el actual gabinete. Según los datos de Naim Bro, en la administración de Sebastián Piñera hay ocho descendientes de Larraínes.
Esta familia tiene dos troncos centrales, explica Bro. Los “marqués”, que llegaron a Chile en 1685; y los “otomanos”, que lo hicieron poco después.
Por la rama de los Larraín “marqués”, Bro ha identificado a Alfredo Moreno, ministro de Desarrollo Social (décima generación); por la rama de los “otomanos” Bro ubica a: Felipe Larraín, ministro de Hacienda (octava generación); Hernán Larraín, ministro de Justicia (octava o novena generación dependiendo de la rama que se considere); Nicolás Monckeberg, ministro del Trabajo (novena generación, y también novena generación Vicuña y octava generación Errázuriz); Marcela Cubillos, ministra de Educación (novena generación Larraín y también novena generación Vicuña).
De acuerdo al trabajo de Naim Bro, descenderían de las dos líneas de Laraínes: Juan Andrés Fontaine, ministro de Obras Públicas (octava generación “marqués” y novena generación “otomanos”); y Antonio Walker (novena generación en ambas ramas).
Por último, está el propio Sebastián Piñera, al que Naim Bro ubica como décima generación de los Larraín “marqués”.
¿POR QUÉ LARRAÍN PROSPERA?
Muchas veces lo que hace interesante una investigación no es solo la respuesta que entrega sino las preguntas que abre.
Esto es lo que ocurre con este estudio que busca identificar los apellidos dominantes en el Poder Legislativo y deja abiertas cuestiones sobre las consecuencias de ese dominio. Un parlamento controlado por unas pocas familias, ¿inevitablemente genera leyes que favorecen a la elite, o se trata de un prejuicio?
En 2017 una investigación del BID sobre 50 países, demostró que las naciones que tienen elites sobre representadas en sus parlamentos tienen peor distribución de riqueza y sus elites consiguen pagar menos impuestos (ver Why don’t we tax the rich? de Carlos Scartascini y Martín Ardanaz). ¿Es posible encontrar esa relación en Chile para leyes vinculadas con la salud, las pensiones, la educación o la seguridad?
El aumento de González en el Congreso también genera preguntas. El trabajo de Naim Bro asume que es un signo de democratización. ¿Pero qué consecuencias tiene? Es decir, ¿los González tienden a legislar a favor de las mayorías, o es otro prejuicio?
La ponencia de Bro también invita a reexaminar la explicación que más se oye sobre la concentración de la riqueza y el poder y según la cual el mercado hace prosperar a los mejores, sin que importe la identidad o la historia familiar de quienes triunfan. De hecho, a los ganadores se los llama simplemente “el 1%” o el “0,01% más rico”.
Así, si usted se pregunta por qué ese grupo tiene el 40% de la riqueza global, un economista como Gregory Mankiw de la Universidad de Harvard respondería que se trata de personas “altamente educadas y excepcionalmente talentosas” que han hecho “una contribución significativa a la economía y en consecuencia se llevan una parte importante de las ganancias” (ver “Defendiendo al 1%”).
Pero al hacer el seguimiento de los apellidos, se observa que triunfan, con demasiada frecuencia, las mismas familias.
Así lo ha mostrado a nivel internacional el economista Gregory Clark, autor de “The son also rises” (El hijo también prospera, Princeton University Press, 2014). Clark destaca que las elites no se renuevan rápidamente como creemos. Es verdad que millonarios como los de Silicon Valley no existían hace dos décadas, pero el economista remarca que son frecuentes los linajes que permanecen en el poder por siglos. Casos como el de los Larraínes se observan en todo el mundo, incluso en aquellos países que se precian de tener más movilidad social, como los nórdicos.
El punto es que el talento y el trabajo duro pueden explicar el éxito de uno, dos, diez Larraínes, pero no logran explicar cómo y por qué ese apellido prospera generación tras generación por 200 años. Sobre todo cuando ese dominio parece ir de la mano de la menor figuración de apellidos masivos.
Este asunto es especialmente válido en Chile donde la concentración de la elite es muy alta. Como destaca Naim Bro, tanto las dos ramas de Larraínes como los Errázuriz y los Vicuña, provienen de un mismo pueblo español, ubicado en Navarra, que hoy tiene sólo 600 habitantes: Aranaz. “Tal es el peso político de estas familias, especialmente en el siglo XIX, que Chile puede ser pensado como una colonia de este pueblo navarro”, dijo el investigador en su presentación en el COES.
Pero si el talento y el trabajo no son explicación suficiente, ¿cómo hacen esas familias para tener clavada la rueda de la fortuna en una posición tan favorable?
El tener una buena pregunta no garantiza que exista una respuesta definitiva, menos en un campo tan complejo como este.
Aquí hay tres miradas actuales que discuten la idea de que la desigualdad es el resultado del trabajo duro de los que triunfan.
LOS GENES
El citado Gregory Clark es uno de los investigadores que ha usado los apellidos para mirar la desigualdad desde otra perspectiva. Tras examinar linajes en Inglaterra, Chile, Suecia y otros países, sus cálculos lo han llevado a sostener que ese dominio intergeneracional se debe a los genes. “La posición social es altamente determinada por habilidades innatas heredadas”, escribe en su libro.
Esto no quiere decir -argumenta Gregory Clark- que el trabajo duro no sea central para el éxito; lo que ocurre es que algunos linajes heredan a sus descendientes mayor propensión al esfuerzo y mayor resistencia a la frustración. Por eso, Clark estima que cuando alguien elige pareja, la mayor parte de lo que puede hacer para maximizar las oportunidades de sus hijos ya está hecho.
Esto no implica que Clark acepte los actuales niveles de desigualdad. Dado que la posición social estaría muy ligada a la “suerte” de nacer en el linaje “correcto”, piensa que los premios por triunfar no pueden ser tan excesivos como son hoy. Por lo mismo, tampoco encuentra justificado darles incentivos económicos a esas elites para que desplieguen las capacidades que tienen.
ENCARNAR EL PRIVILEGIO
Una mirada muy distinta ofrecen estudios que se adentran en la vida cotidiana de ese 1%. Por ejemplo, la etnografía del sociólogo de la Universidad de Columbia Shamus Khan (Privilegio, Princeton Univesity Press, 2011), que examina la formación en un exclusivo colegio norteamericano.
Khan no habla de apellidos, pero siguiendo a Pierre Bourdieu analiza el capital cultural y las redes sociales que entregan las familias de elite a sus hijos. El caso de Fernanda Bachelet, al menos cómo ha sido informado hasta ahora -una joven recién egresada que consigue un puesto de gobierno importante en Nueva York por ser la hija del amigo del Presidente-, muestra como estas redes son clave para preservar oportunidades y recursos dentro de un mismo grupo.
Khan estudia cómo se forman esas valiosas redes. Anota que los jóvenes del exclusivo colegio que examina se declaran talentosos y trabajadores y, por tanto, merecedores de los privilegios que tienen y tendrán. Pero al observarlos en su día a día, Khan ve que son tan mediocres y brillantes como cualquier otro grupo de jóvenes. Solo tienen algo distintivo: haber nacido en una familia que puede pagarles el colegio de elite, donde lo que en esencia aprenden es a encarnar el privilegio. Esto es, aprender los modos y costumbres que identifican a quienes son de la elite (ver entrevista en CIPER). No importa si son geniales o mediocres, cuando encarnan el privilegio se les facilita enormemente el camino a la cima.
En 2014 el ex ministro de Educación Nicolás Eyzaguirre hizo una traducción de estas ideas de capital cultural y redes a la realidad chilena. Hablando sobre sus ex compañeros del colegio Verbo Divino, dijo: “Muchos alumnos de mi clase eran completamente idiotas; hoy son gerentes de empresas. Lógico, si tenían redes. En esta sociedad no hay meritocracia de ninguna especie”.
HERENCIAS DINÁSTICAS
La socióloga Brooke Harrington ofrece otra intuición sobre cómo las elites se mantienen arriba, en su libro Capital without borders (Capital sin fronteras, Harvard University Press, 2016). Desde su perspectiva, la clave no es solo el capital social y cultural, sino también la riqueza pura y dura.
A través de una etnografía, la socióloga se internó entre los operadores que ayudan a los más ricos del mundo a manejar sus innumerables activos. Wealth managers, los llama Harrington. Poseer dinero para pagar a esos eficientes operadores hace que los más ricos sean competidores sociales muy aventajados. Pero hay algo más. Harrington afirma que hay un momento clave en la historia de cada familia de elite en que esos operadores son imprescindibles: en la transmisión intergeneracional de la riqueza, es decir, en el momento de la herencia.
El punto es importante. El debate sobre la desigualdad se enfoca normalmente en la diferencia en el ingreso mensual que tienen las distintas capas sociales. Pero de acuerdo a numerosas investigaciones, entre ellas un informe de la OCDE de 2018 (ver desde la página 27 en adelante), la desigualdad más fuerte está en la riqueza acumulada: en las propiedades, ahorros, pensiones, bienes y distintos tipos de inversiones que alguien puede heredar solo si pertenece a un clan.
Harrington argumenta que gracias al trabajo de estos wealth managers -que usan trusts, fundaciones y firmas off shore-, las elites modernas han podido restablecer, en los hechos, estructuras medievales como la primogenitura; y amasan “riquezas dinásticas”, una situación que Harrington cree que es muy difícil de revertir.
En Chile, episodios como el de las operaciones tributarias de la familia Ossandón, han sido interpretadas como intentos no solo de evadir el impuesto a la herencia, que es lo que demandó el Servicio de Impuestos Internos en su momento, sino también como estrategias para que el patrimonio familiar no se disgregue entre muchos herederos y permanezca unificado en el hijo mayor y de ese modo atado al apellido Ossandón.
Naim Bro se inspira en el trabajo de Gregory Clark para estudiar los apellidos. Pero no cree que la explicación genética sea necesaria para entender la permanencia de los Larraínes y de las otras familias en la cumbre del poder en Chile. Los ha estudiado en un periodo clave de su formación, el siglo XIX, y ve que sacan ventaja de situaciones de privilegio originarias: por ejemplo, herencia de tierras o niveles educacionales importantes. Eso les permite permanecer en una posición favorable -y sin competencia- para aprovechar los periodos de bonanza económica.
Sobre las elites chilenas del siglo XX, Bro prefiere no ahondar, porque no las ha estudiado. Aunque claramente las ve conectadas con las elites del siglo XIX. Lo ejemplifica con Sebastián Piñera, cuyo bisabuelo, Francisco Echenique Tagle, fue un personaje central en la red política del siglo XIX; y con los siete ministros del actual gabinete que descienden de los Larraín y los Vicuña.
Bro detalla que esas familias de elite que en el siglo XIX se disputaron el poder (ver recuadro), durante el siglo XX dejaron de lado sus diferencias y se unieron para enfrentar la amenaza que venía desde abajo, desde los grupos medios y trabajadores que empezaron a organizase.
Esa amenaza la constituyeron entonces apellidos como los González.
Citando a la historiadora Sofía Correa, Bro puntualiza que en el siglo XX el nudo del conflicto se vuelve “la clase”; y las familias de la elite, que se peleaban a través de las diferencias entre los partidos Liberal y Conservador, se unieron en el Partido Nacional a mediados del siglo XX.
Tal vez esa capacidad de dejar de lado sus diferencias y enfrentar unidas las amenazas, es otra explicación de su permanencia en el poder.
Al menos ese elemento destaca la investigadora de la London School of Economics, Tasha Fairfield. Cuando se pregunta por qué las elites chilenas consigue pagar menos impuestos que las elites de la OCDE, un ex presidente de la CPC, el principal gremio patronal, le contesta: “La gente de negocios en Chile está absolutamente unida. Podemos disputar cientos de cosas, pero cuando es necesario pasar a la acción en situaciones complejas, el mundo empresarial tiene una sola voz”.
LOS OLIGARCAS POPULISTAS
La importancia de los apellidos, que las ciencias sociales empiezan a considerar, es algo que la elite ha tenido claro desde siempre.
En su libro “Chilenos en su Tinto” (ver un extracto) Hermógenes Pérez de Arce, columnista de extrema derecha de El Mercurio de los años 80 y 90, comentaba que la elite es “absolutamente consciente de sí misma” y que el listado de quienes pertenecen a ella no está en ningún texto, sino que es un conocimiento que se aprende “vía oral”.
“No se trata de un caudal demasiado grande de información. En total, pueden ser unos mil y hasta dos mil apellidos los que es necesario almacenar. No hay más”. El columnista agrega: “Los que llevan esos apellidos saben la nómina completa desde, probablemente, la adolescencia o, a veces, un poco antes o un poco después. Lo que un miembro de la clase alta oye en su casa, en el colegio, en la universidad, en los primeros años de trabajo (si lo desarrolla en su mismo nivel social), le permite graduarse en el conocimiento del escalafón e incorporar a su ‘disco duro’ el quién es quién de la alta sociedad chilena”.
Examinando bases de datos públicas, como las del Congreso o el estudio de apellidos del PNUD, y usando tecnología robótica para trabajar con sitios de genealogía, Naim Bro ha elaborado un detallado mapa histórico de la elite chilena y lo usa para la investigación doctoral que realiza en Cambridge.
Lo que le interesa es analizar cómo las familias de la elite se dividieron durante las cuatro revoluciones del siglo XIX (1830, 1851,1859 y 1891). En términos generales, Bro argumenta que esos conflictos son esencialmente pugnas intra-elite: no luchas entre distintas clases, como sostendría un historiador marxista; ni luchas entre el Estado y una elite rebelde, que es la forma en que lo ve la historiografía tradicional (por ejemplo, Alberto Edwards en “La Fronda Aristocrática”).
En esta pugna, familias usualmente conservadoras como los Errázuriz (que se levantan contra Balmaceda en 1891), o los Larraín “marqués” (que fueron realistas en la Independencia), se enfrentan a familias liberales como los Larraín “otomanos” y también oligárquicas populistas, como los Vicuña, que se vinculan con el pueblo, y lo usan como espolón para enfrentar a otras familias de la elite.
Los Vicuña, explicó a CIPER el investigador, “descienden de los Larraín Salas (una rama de los Larraín ‘otomanos’) y fueron ‘pipiolos’ (liberales) en 1830, una época en que eran muy ricos y se llenaban la boca hablando del pueblo aquí y allá”. En 1851, los Vicuña fueron liberales revolucionarios, época en la que destaca Pedro Vicuña Aguirre, fundador de El Mercurio de Valparaíso y opositor a Diego Portales. Pedro Vicuña fue acusado de instigar el levantamiento del Ejército en Valparaíso y luego apoyó la revolución del ‘51 desde Concepción. Los Vicuña también fueron liberales en 1859 y en 1876 la familia se cuadró detrás de Benjamín Vicuña-Mackenna, quién intentó ser Presidente a través de “la primera campaña presidencial populista de nuestra historia”, explica Bro.
El último gran episodio de este populismo oligárquico se da con el gobierno de Balmaceda. Los Vicuña respaldaron a Balmaceda en la revolución de 1891 y habían planificado que su sucesor fuera uno de los suyos: Claudio Vicuña Guerrero. “Hasta hoy uno tiene la idea de que el proyecto balmacedista era el proyecto de elevación del pueblo, pero los análisis muestran que la gente que está en el Congreso balmacedista es esencialmente oligárquica, por ejemplo, los García-Huidobro o los Lazcano”, dijo Bro a CIPER.
Fuente: cipercile.cl
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