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jueves, 2 de abril de 2020

Tucumanos en Malvinas: La Odisea de Julio Máximo

Autor: José María Posse


La gotera de un oxidado caño caía constantemente…cada gota retumbaba de manera tan rítmica como frenética en el interior de la cabeza de Julio Máximo, un sobreviviente de la última tripulación del Crucero ARA general Belgrano, hasta casi enloquecerlo.

El cabo primero Julio Máximo atrás con las manos en los bolsiloos
Se levantó de la cama agitado, transpirando helado, con la garganta seca y con nauseas. Había sido otra noche de pesadillas sobre aquellos días que marcaron su vida. Eran las vísperas de un nuevo aniversario y los recuerdos de aquellos acontecimientos se agolpaban, incontenibles.

Era una tarde de domingo, Malvinas había sido recuperada un mes atrás. Estábamos en Guerra contra la tercera potencia militar del mundo. El Crucero ARA general Belgrano, era conocido como el “afortunado”, desde la Segunda Guerramundial, después de sobrevivir incólume al ataque japonés de 
Pearl Harbour y a la campaña del Pacífico; por entonces se llamaba USS Phoenix.

En 1982 era ya una nave veterana, pero todavía muy poderosa, al servicio de la Armada Argentina. Su poder de fuego era imponente, y embarcaba una dotación muy numerosa, por lo tanto era el blanco perfecto para un golpe moral sobre las fuerzas criollas.

El cabo primero Julio Máximo, como el resto de la tripulación, sabía perfectamente que los submarinos nucleares británicos los buscarían con preferencia. Si bien su cargo era administrativo como furriel y encargado de personal, tenía asignado un puesto de combate (director de tiro de banda de sotavento),  y marineros a su mando.

Él podría haber desembarcado en el puerto de la   Base Naval de Puerto Belgrano, pues su mujer estaba a punto de dar a luz. Su superior directo le había ofrecido esa posibilidad, pero prefirió tomar su lugar en el barco y correr la suerte de sus camaradas, de los que se sentía responsable. Era parte de la maquinaria, de un engranaje que movía el todo y su experiencia marinera, sería importante ante cualquier contingencia. Así lo pensaba, y así se lo expresó a su mujer, quien lo abrazó con fuerza en la despedida.

Había terminado su turno y volvió a su pequeña oficina para organizar el informe que debía rendir; se sirvió un café humeante y se dispuso a sentarse frente a la máquina de escribir…fue cuando un sonido aterrador, como si el buque mismo gritara de manera desgarradora, lo paralizó. Se sintió elevado en el aire, mientras la mesa soldada al piso volaba y volvía a caer con estrépito.

Se aferró de lo que pudo, aun reponiéndose de una extraña sensación de vértigo y salió al pasillo oscuro y humeante; fue cuando otro estacazo seco lo hizo golpearse contra la mampara ya desprendida. Un segundo torpedo había literalmente desprendido la sección de proa del Crucero, con un chirrido escalofriante. Era el segundo grito de muerte que profería el venerable barco de guerra, el que se detuvo completamente y comenzó a escorarse con rapidez.

Julio, supo exactamente que hacer, pues habían repetido una y cien veces en los zafarranchos, el procedimiento de abandono. Para entonces, el humo que salía por los cuatro costados de la nave, volvían el aire irrespirable en su interior. El olor acre de los explosivos hacía evidente el torpedeamiento. Las columnas de vapor hirviendo, las lenguas de fuego por doquier y el hedor insoportable a diesel y a pólvora, tornaba aquel escenario en dantesco.

Escuchó alaridos salidos del infierno de la sala de máquinas y por una de las escaleras, comenzaron a subir marineros con horribles quemaduras; negros del combustible, con la ropa humeante y el pelo quemado. Parecían condenados escapados del averno. Uno de ellos gritaba sin consuelo. Julio lo tomó de los brazos para arrastrarlo hacia arriba, cuando se percató del poco peso que tenía. Iluminado por las llamas, vió que a ese marinero le faltaba la mitad del cuerpo. Se quedó petrificado momentáneamente sin saber que hacer. Cuando la voz de un oficial le ordenó que sacara a otro hombre herido al exterior; nada podía hacerse por aquél desdichado.

Aoscuras, y casi a tientas caminando por el pasillo de estribor pudo salir a la borda del barco, donde respiró al fin aire puro salino y fresco del mar, y dejó a su compañero tambaleante en la cubierta. Allí se amontonaban los cuerpos de los heridos, muchos de ellos agonizantes, con quemaduras y heridas que llegaban a los huesos. Varios estaban mutilados o cubiertos de sangre de pies a cabeza.

Los instantes posteriores, definieron su vida. A su lado, un marinero tucumano de apellido Aceto estaba en estado de profundo shock, sin poder reaccionar, paralizado totalmente. Como pudo, comenzó a zamarrearlo, incluso le propinó dos cachetadas y de a poco lo fue sacando de su letargo.

El cielo estaba gris plomizo y corría un viento helado, mientras el mar comenzaba a arbolarse, condiciones absolutamente inapropiadas para la navegación. Los hombres miraban con ansiedad hacia el puente de mando esperando las indicaciones, que a esas alturas y por la inclinación del barco, ya todos intuían.

La superestructura del barco gemía con chirridos agudos, dando la impresión que aquel gigante de acero estuviera dando sus últimos estertores. El terror e incertidumbre de tener que dejar la seguridad y calor del barco, para adentrarse en botes en esa helada inmensidad oceánica, los dejaba atónitos.
Finalmente, luego de que el comandante Bonzo verificara personalmente el informe del oficial de control de averías, decidió la evacuación. El agua ingresaba de forma incontrolable, y se corría el riesgo de que la nave se diera vuelta de campana, llevando a todos los hombres a una muerte segura.
Al capitán de fragata Pedro Luis Galazi, como segundo al mando le correspondió dar la orden de abandonar la nave condenada. Sin pensarlo demasiado, el cabo Julio Máximo comenzó a ayudar a arrojar los contenedores con las balsas inflables al mar. No bien tomaban contacto con el agua, éstas se abrían y comenzaban a inflarse y a tomar su forma. Luego de que se abrieran una a una, ayudó a sus compañeros a arrojarse sobre ellas, comenzando por su comprovinciano, a quién literalmente lo empujó fuera del barco. Con los heridos, sobre todo los graves, la cosa era distinta. A veces al solo tocarlos se les desprendía la piel y daban alaridos desgarradores.

Alrededor del buque flotaba una espesa capa de petróleo, el que podía encenderse en cualquier momento, lo que hacía aún más riesgoso el abandono. Una chispa podía prender aquel escenario, de por sí ya pavoroso.

Con una pericia inusitada, el cabo primero Julio Máximo fue bajando todas las balsas de su sector asignado, lo que se cumplió con bastante precisión, en medio del drama que fue aquella evacuación en un buque en llamas.

Se esperaba que la Santa Bárbaraestallara en cualquier momento. El otro peligro era que al hundirse, la succión mandara los botes al fondo del mar. Por eso Máximo gritaba desaforadamente a los náufragos, que tomaran los remos y se alejaran del barco.


En un momento dado, el tucumano se dio cuenta que no quedaban botes en su sección; se había ocupado de ayudar a sus compañeros, sin fijarse él mismo de salvar su vida.

Para dar aún más dramatismo a la situación, la popa estaba ya casi sumergida y la escora se hacía cada vez más acentuada sobre babor. En eso divisó hacia la popa, que un oficial se afanaba en bajar un bote, trabado en la roldana. Sin mediar palabra, corrió al lugar, sacó una navaja marinera de su bolsillo y como pudo destrabó el mecanismo y el salvavidas cayó al océano embravecido. Uno a uno se fueron tirando, y cuando ya casi no quedaba nadie, el oficial le ordenó que se arrojara. A regañadientes lo hizo, puesto que él se había propuesto ayudar hasta el fin. La caída fue violenta, seca, brutal. Muchos se quebraron las piernas al hacerlo, pues la altura era importante y caer al mar desde varios metros en esas circunstancias, era como hacerlo sobre acero, rememora el cabo Máximo.
Ya dentro del bote, comenzaron a remar con sus propias manos, enloquecidos para poner distancia de la mole que se hundía, en medio del estrépito de los hierros retorcidos del casco. El frío era intenso y aquellos que estaban mojados sentían que mil agujas los pinchaban de manera inmisericorde.

Fueron momentos de extrema tensión; se escuchaban gritos ahogados entre dolor y angustia. El mar estaba bravo y el viento los congelaba, lo que hacía aún más dificultoso todo, y era imposible para los marineros embarcados rescatar a los que pedían auxilio en el mar.

Las balsas subían y bajaba en las olas de manera frenética: muchos vomitaban producto de las nauseas. Otros, quemados, no soportaban el rose con la tela lo que llenaba de congoja e impotencia a los demás.

Fue cuando sintieron una explosión tremenda, que emergía desde las profundidades lanzando una enorme columna de agua, seguido por un gran remolino: fue el tercer y último grito de agonía de aquél noble crucero. Nunca se supo si se debió a que habían volado las calderas o el estallido de las municiones. Fueron unos segundos que paralizaron a todos, llenándolos de congoja.

El ARA general Belgrano, el orgullo de la  Flota de Mar de la Armada Argentina, se hundía para siempre, llevando en su interior los cuerpos de cientos de marineros. Fue tan noble hasta su final, que no arrastró ninguna balsa a las profundidades. Con aplomo y cierta majestuosidad, se irguió verticalmente desde la proa, deslizándose hacia el fondo del lecho marino, como despidiéndose por última vez de sus tripulantes. Y así, el veterano buque guerrero viajó a los reinos de Poseidón, ingresando a la leyenda de los mares.

Lo último que se vio de él fue el guardadote, un palo de grandes dimensiones que quedó flotando en medio de una gran mancha de combustible. Desde las balsas se escucharon los gritos de los marineros: ¡Viva el Crucero, viva el Belgrano, viva la Patria!

Julio Máximo vio con profunda tristeza como su buque se iba a pique, pero en ese momento el instinto de supervivencia lo llevó a ordenar poner distancia del naufragio. Además de la posibilidad de ser chupados por la nave, los restos de madera desparramados, también podían rasgar los botes o pinchar los flotantes.

Lo que siguió fue también pavoroso: se desató un temporal, con vientos de más de 100 kilómetros por hora. Las olas eran gigantescas, y el tucumano veía las balsas subir de manera rápida a una ola de más de 10  metros, para bajar en forma violenta al embravecido Atlántico, como si fueran cáscaras de nuez.

No olvidaban tampoco que un enemigo hostil, los estaría rondando, lo que alimentaba aún más la incertidumbre.

El capitán Bonzo recordaba años más tarde: "Las balsas eran para 20 personas. Primero se habían atado unas con otras para formar en el mar una gran mancha de color y que los aviones de rescate pudieran encontrarlas. Las olas enormes y el mar encrespado hizo que tuviéramos que cortarlas, para evitar que las balsas se rajaran. Estaban equipadas con sachets de agua, raciones de comida, cigarrillos, una pequeña Biblia, elementos de botiquín para curaciones. El comportamiento de los hombres, el "espíritu de buque" hizo que muchos se salvaran y es lo que llevo grabado en mi memoria".

Julio Máximo estuvo en aquellas jornadas embarcado en una balsa junto a 32 camaradas. Se acomodaron lo mejor que pudieron, organizando los lugares y atendiendo en lo posible a los heridos. El oleaje era impiadoso, uno de los muchachos vomitaba constantemente, y se estaba deshidratando con rapidez. Julio no dudó y le puso una toalla en la boca, de esa manera lo fue calmando. El agua de la lluvia torrencial entraba a la balsa; como podían intentaban sacarla, pero no tenían baldes y todos estaban al borde de la hipotermia. Con ellos viajaba el oficial médico…quién asistió como pudo a los heridos, quienes iban cayendo en un profundo sopor.

Al borde de la hipotermia, quedarse dormido es mortal, ya que el cuerpo en reposo pierde algunos grados de temperatura, y ya no se despierta. Julio Máximo tomó el liderazgo de la situación. Cuando el zamarreo amainó, abrió el sachet de agua y obligó a sus compañeros a tomar un sorbo. Ninguno tenía sed, pero había que evitar la deshidratación. También y a instancias del médico que iba abordo (Capitán Médico Bustamante), les dió unos caramelos de glucosa y que masticaran la mitad de unos chiclets Adams; que en algo fueron mitigando la espera.

El agua seguía entrando y el achique a veces no alcanzaba para bajar el nivel, todos estaban empetrolados. Los hombres estaban sentados como podían, encima de sus pies. Estirarlos era motivo de quejas, pues el roce en los heridos, los hacía gritar. Además todos estaban padeciendo ya el entumecimiento de los miembros por el frío extremo.

Por la noche, nuevamente otra tormenta los castigó con dureza. En los rostros de todos se observaba la desazón y la angustia. Cuanto más podrían soportar en esas condiciones?

Julio Máximo relata: En los botes rezábamos mucho el Rosario, nos encomendábamos a la advocación de los marineros: Stella Maris, nuestra Señora del Mar. No hubo agnósticos, todos nos turnábamos en los rezos. La consigna era no dormirnos, ni permitir que nuestros compañeros lo hicieran. Pero la somnolencia era inevitable, y a veces cabeceábamos, y un compañero nos sacudía.
En todos los botes los rezos fueron una constante; era una letanía que les daba la fuerza espiritual, y que amalgamaba esa hermandad de las balsas, que fueron determinantes para su supervivencia.

Aesas alturas, el cabo primero Máximo comenzó a padecer dolores agudos. La exposición prolongada en el agua helada, le provocó una tremenda hinchazón en los pies y tobillos, lo que se conoce como “pié de inmersión.”

Hacia el mediodía, el sonido de un avión nos despabiló a todos. Saqué las bengalas del equipo de supervivencia del bote e hice un disparo para ser detectados desde el aire. No puedo describir el júbilo de la dotación en la balsa. Desde otra vecina, el…me gritó que no podía disparar sus bengalas, que tirara otra, para asegurarnos haber sido vistos. Nos olvidamos del frío, de la sed, del hambre y empezamos a organizarnos para el rescate. Caía la tarde y comenzamos a escuchar la sirena del Aviso Gurruchaga, el que apuntaba sus reflectores al cielo y al mar. Al ya no tener bengalas, saqué mi pistola reglamentaria y comencé a disparar al aire, para así ser ubicados. El sólo imaginar otra noche a la deriva en esas condiciones, nos resultaba inaudita. Nos subieron a bordo. El barco estaba repleto. Nos sacaron la ropa helada y dura por la sal y nos dieron un caldo caliente. Éramos tantos que se habían quedado sin víveres. El cocinero hizo un poco de pan con harina y agua. Nos acomodamos en el piso como pudimos, y nos envolvimos con unas mantas".

El seis de Mayo, yo aún en silla de ruedas, con mis pies hinchados como globos, entendí por fin el sentido del ciclo de la vida. Tuve la bendición de ver nacer a mi hija, quién como no podía ser de otra manera, llevó el nombre de nuestra amada Madre en el Cielo: María, quién nos cuidó en el desamparo del vasto mar, de donde gracias a su intersección fuimos salvados.


Fuente: JOSÉ MARÍA POSSE -CAPÍTULO DEL LIBRO: “TUCUMANOS EN MALVINAS”, en edición.

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