Confinado en esa isla rocosa del Atlántico Sur, Bonaparte estaba en la mente de muchos revolucionarios americanos. “Si aparece en Sudamérica lo veremos nuevamente armado con un poder formidable”, advertía con alarma un diplomático francés
A casi 200 años de su muerte (1821), siguen llegando cartas para Napoleón Bonaparte a Santa Elena, la isla-prisión que fue su último domicilio terrestre. Un dato que permite medir hasta qué punto el magnetismo de su personalidad podía encender la imaginación, el espíritu de aventura, el coraje y las pasiones políticas de sus contemporáneos en aquellos tiempos de revolución y guerra. Al punto de soñar con la proeza de liberarlo.
Uno de ellos fue el francés Hipólito Bouchard, al timón de una nave llamada La Argentina. La fuga no tuvo lugar, lo sabemos, pero un rescate como ése, impensable y heroico, habría estado a la altura de la novelesca vida de Napoleón Bonaparte.
Bouchard no fue el único. Otros corsarios lo pensaron y las autoridades de Santa Elena recibían permanentemente informes alarmantes al respecto.
Pensemos que muchos de los hombres de Napoleón, huyendo de las represalias del enemigo, habían encontrado refugio y ocupación en el nuevo continente que pugnaba por abrirse un camino independiente y obtener el reconocimiento de las demás naciones.
Y no sólo corsarios. También Nicolas Girod, alcalde de Nueva Orléans, en la antigua Luisiana francesa, soñaba con liberar a Napoleón. Pero para cuando logró alistar un barco y preparar la expedición, Bonaparte ya había fallecido.
Napoleón y las revoluciones sudamericanas
Toda la gesta napoleónica había tenido gran impacto en las revoluciones sudamericanas; incluso fue su detonante desde que la noticia de la abdicación forzada de Carlos IV y la destitución de su heredero, Fernando VII, cayó como chispa en pradera seca, encendiendo en los corazones criollos primero el fuego del autogobierno y después el de la independencia.
Del mismo modo, la abdicación del Emperador de los franceses abrió un tiempo de enorme zozobra para las incipientes naciones sudamericanas. Liberada al fin del temible corso, la coalición de potencias antinapoleónicas pudo consagrarse a la restauración de los monarcas en sus tronos, a la recuperación de sus poderes absolutos y, en el caso español en particular, de sus dominios de ultramar en rebeldía.
1815 fue un año de incertidumbre y hasta de apostasía para algunos referentes de los movimientos emancipatorios. Los realistas habían logrado recuperar la mayoría de las principales plazas rebeldes y Buenos Aires se encontraba aislada. Sólo la determinación de un puñado de hombres mantuvo firme el rumbo de la Revolución. En un contexto de escasez de hombres y medios, supieron establecer prioridades: el grueso de los recursos fueron a sostener la empresa sanmartiniana del cruce de los Andes.
Pero los demás frentes no podían ser descuidados; entre ellos, el mar. Así llega la hora de los corsarios. Era impensable para el novel y frágil gobierno de las Provincias Unidas aspirar a tener una Marina, cuando a duras penas reunía tropas terrestres regulares.
La palabra corsario suele asociarse a pirata pero, aunque emparentadas, no son lo mismo. Como lo explica Miguel Ángel de Marco, en Corsarios argentinos (Emecé, 2002), a diferencia de los piratas, cuya finalidad era robar y matar en exclusivo beneficio propio, "los corsarios eran aventureros que al mando de barcos mercantes armados en guerra y con patente de sus respectivos gobiernos tenían por misión perseguir a aquellos forajidos o a las embarcaciones de países enemigos, con el fin de infligirles pérdidas militares y económicas".
Su actividad estaba respaldada por el Estado que emitía la "patente" y la legalidad de sus acciones -capturas de barcos y botines- era conforme al "derecho de gentes", el derecho internacional de la época, en tanto y en cuanto se inscribiera en el marco de una guerra declarada entre Estados.
El corsario debía rendir cuenta de sus actos a la Nación bajo cuya bandera actuaba y a su armador, es decir, el empresario audaz que invertía su dinero en comprar barcos y dotarlos de armamento con la expectativa de una ganancia futura -que podía ser extraordinaria pero era azarosa- en forma de botín capturado a algún enemigo.
Los patriotas rioplatenses, escasos de recursos, no tuvieron otra alternativa que apelar a los corsarios. La mayoría eran extranjeros, desocupados tras el fin de la guerra de independencia americana y de las guerras napoleónicas, que buscaron empleo y nuevos escenarios para sus proezas. A algunos los motivaban los ideales y el ansia de gloria, a otros simplemente el lucro.
Entre los primeros, los más célebres fueron ciertamente el irlandés Guillermo Brown y el francés Hipólito Bouchard, dos marinos que honraron la bandera de la incipiente Nación a cuyo servicio combatieron.
Pero las primeras patentes de corso que otorgó en ese año 1815 el Directorio de las Provincias Unidas fueron para los capitanes David Jewett, estadounidense, y Thomas Taylor, británico. A estos dos, les siguió una multitud de otras patentes, a medida que el gobierno rioplatense comprobaba la eficacia del método.
El objetivo era perturbar el intercambio comercial que España todavía mantenía con sus colonias; por ello el principal escenario de operaciones fue el Atlántico.
"Los esfuerzos para rescatar a Napoleón verdaderamente existieron y en más de una ocasión, los corsarios de Buenos Aires estuvieron implicados.", escribió Emilio Ocampo en un largo y detallado artículo en la revista Todo es Historia.
Él es quien cita la frase del cónsul francés, que expresa claramente el temor que inspiraba aún la figura de Napoleón en quienes habían conocido la fuerza de su carisma y su liderazgo: "Si aparece en Sudamérica lo veremos nuevamente armado con un poder formidable".
El prisionero de Santa Elena
Mientras los corsarios, norteamericanos o europeos bajo banderas americanas, surcaban el Atlántico, el que había sido el hombre más poderoso de Europa durante varios años, se encontraba en una de las islas más recónditas de ese Océano, Santa Elena, una roca casi inexpugnable en el Atlántico Sur, distante 2000 kilómetros de la costa africana (Angola) y 3.000 de la americana (Brasil).
Tras su primera abdicación, en mayo de 1814, Napoleón fue enviado a la isla de Elba, frente a las costas de Italia. Pero en febrero de 1815, al ver las dificultades que enfrentaba la coalición de sus enemigos -Austria, Rusia, Prusia y Gran Bretaña- para estabilizar la situación y el descontento creciente entre sus compatriotas, Napoleón se fugó de Elba con un puñado de hombres y recuperó su trono caminando, sin disparar un tiro.
Esta restauración fue breve, pero los aliados aprendieron la lección. Y después de Waterloo, tomaron la precaución de enviarlo a un sitio del cual no pudiera fugarse. Un búnker rodeado de agua".
Aún así, los ingleses no se confiaron y enviaron dos escuadrones de infantería y una flota, 2.500 efectivos en total, para vigilarlo.
Luego de un año en Jamestown, la capital de Santa Elena, Napoleón fue instalado en una propiedad en Longwood, el sitio más húmedo y ventoso de la isla. Pero, sobre todo, más aislado Se imitaron sus contactos con la población local y en cada salida o paseo debía ir acompañado de oficiales ingleses, lo que Napoleón, celoso de su dignidad, consideraba humillante.
Pero para un hombre hiperactivo como Napoleón, la vida sedentaria era el peor castigo. Y las restricciones sociales lo privaron de interlocutores y del entretenimiento de la conversación.
Con una corte de ayudantes y sirvientes muy reducida, Napoleón seguía sin embargo comportándose como un Emperador y el empecinamiento de los ingleses en llamarlo simplemente "general Bonaparte" le causó un profundo disgusto.
El incumplimiento del protocolo que Napoleón pretendía mantener en su exilio fue de hecho la piedra de la discordia con Hudson Lowe, el nuevo gobernador enviado por los ingleses a la isla en 1816.
En palabras del Duque de Wellington, que lo había conocido, Hudson Lowe "era un hombre con escasa educación y juicio, un estúpido que no sabía nada acerca del mundo, y como todos los hombres que desconocen el mundo, era desconfiado y envidioso".
Apenas llegado a la isla, Lowe fue advertido por su gobierno de que había planes para rescatar a Napoleón. Desde entonces vivió obsesionado con el fantasma de una posible fuga de su ilustre prisionero, una obsesión que se acrecentó cuando Bonaparte se negó a todo contacto con él. Lowe exigía entonces que, diariamente, el Emperador se dejase ver por los centinelas ingleses, para asegurarse de que no se hubiese escabullido.
Napoleón lo despreciaba profundamente y lo había bautizado "hiena". Lowe no pudo volverlo a ver hasta que lo visitó en su lecho de muerte para constatar con sus propios ojos el fallecimiento de Bonaparte.
Una de las restricciones que le había impuesto a Napoleón fue la de no cabalgar más allá de cierto perímetro y especialmente no acercarse a la costa. Estas medidas irritaban mucho a Bonaparte; él era demasiado grande para escaparse como un facineroso, dirían más tarde sus colaboradores. Sin embargo, es imposible saber si Napoleón se enteró de los planes urdidos desde distintos puntos para rescatarlo.
"Napoleón debía permanecer dentro de un determinado perímetro alrededor de su residencia -explicaba Michel Dancoisne-Martineau, cónsul francés en Santa Elena, en una entrevista-. No tenía derecho a comunicarse con la población. Longwood, la casa en la cual vivió, está a 500 metros de altitud. La niebla y la humedad son una constante. Esto aniquila la noción del tiempo. Los elementos climáticos acentúan la monotonía de los días que pasan. El aburrimiento era mortal. A los 45 años, con la vida que había tenido, debe haberlo sufrido". Sobre el estado de la casa en la cual se instaló el emperador con su pequeña comitiva de 23 personas, entre acompañantes y personal doméstico, decía: "Humedad, telarañas, goteras… Cuando uno ve por primera vez la habitación en la cual murió Napoleón es un shock".
La aventura de Bouchard
Bouchard había llegado a estas costas en 1809. Se sabe poco de su vida previa, salvo que nació en Saint-Tropez en 1780 y que combatió en la Marina francesa.
En el Río de La Plata, tras algunas exitosas actuaciones en nuestras costas y un paso por el Regimiento de Granaderos a Caballo, Hipólito Bouchard combatió a las órdenes de Guillermo Brown en el Pacífico, asediando a los españoles en el Callao y Guayaquil. Pero lo que nos interesa aquí es lo que hizo luego, en el año 1817. Bouchard regresa del Pacífico a Buenos Aires y planea una incursión -que le valdrá nuevas glorias- con el objetivo de sabotear otra vía esencial del comercio español: la ruta hacia Filipinas.
Emilio Ocampo afirma que, "coincidentemente, pocas semanas después de que Bouchard zarpara de Buenos Aires, un plan de escape fue comunicado al prisionero de Santa Elena". Agrega: "De acuerdo a los pocos detalles que contamos sobre este proyecto, Napoleón debía dirigirse subrepticiamente hacia un punto determinado de la costa donde se embarcaría en un bote que lo llevaría a un buque anclado a barlovento". Y se pregunta: "¿Estuvo Bouchard involucrado en este intento de rescate? La Argentina zarpó de Buenos Aires el 9 de julio de 1817 y le hubiera tomado aproximadamente tres semanas llegar a Santa Elena. Probablemente nunca sabremos la verdadera historia detrás de este extraordinario episodio."
Así relata Miguel Ángel de Marco la partida de Bouchard: "Las Provincias Unidas del Río de la Plata celebraban su primer año de vida independiente, cuando la nave que llevaba su nombre y su bandera se aprestaba a zarpar rumbo al océano Índico (…) mientras la tripulación gritaba con acento extranjero "¡Viva la patria!". En el pico del mesana flameaba la bandera, cuyos colores se confundían con los del cielo. Bouchard llevaba (…) varias copias del acta de la solemne declaración sancionada en San Miguel de Tucumán el 9 de julio de 1816, con el objeto de dar a conocer su condición de corsario de un país soberano".
El derrotero de la expedición de Bouchard hacia Filipinas, implicaba cruzar al Atlántico y pasar por el extremo sur de África. Para llegar a Santa Elena debía desviarse hacia el norte. Julián Manrique, un grumete que formaba parte de la tripulación de La Argentina, le relató años más tarde a Mitre que en ese momento Bouchard pensó en desviarse de la ruta que, bordeando el sur del África lo llevaría hacia Filipinas, para rescatar a Napoleón.
No sabemos si ese plan fue una mera ocurrencia o tenía algún tipo de sustento, como no sabemos si existía algún contacto entre la nave y la pequeña comitiva del Emperador en Santa Elena. Ni qué factores pesaron para que Bouchard desistiera de la idea; sí que siguió camino y su expedición daría la vuelta al mundo, pasando por Filipinas, Hawai, para finalmente llegar a las costas de California, encadenando una aventura tras otra, una proeza tras otra, que no vamos a detallar aquí. Sólo vale decir que, al pasar por África, hasta se dio el lujo de frenar la salida de cuatro barcos negreros, cumpliendo "las altas miras" de su gobierno de "abolir toda clase de esclavitud".
Entretanto, en Santa Elena, Napoleón se consagraba a dictar sus Memorias para la posteridad, consciente de que la batalla por las ideas y por la imagen no se detendría con su muerte.
Y, aunque no tuvo lugar la fuga que tantos soñaron, hubo una revancha para el prisionero de Santa Elena.
Hudson Lowe
Durante el primer año que pasó Bonaparte en aquella isla, gozó de la compañía del conde Emmanuel de Las Cases, un admirador de la obra de Napoleón que solicitó acompañarlo en su exilio. Así se convertiría en el autor del célebre Memorial de Santa Elena.
Las Cases partió con el Emperador hacia Santa Elena, llevando consigo a su hijo Emmanuel, de 16 años. Napoleón tuvo en él un interlocutor cultivado, que le hizo más amenas las horas. Pero en noviembre de 1816 Las Cases fue arrestado por Hudson Lowe, bajo el cargo de intentar enviar correspondencia al exterior de modo clandestino.
Durante el año que pasó en Santa Elena, Napoleón le dictaba sus Memorias. A veces, su hijo Emanuel lo relevaba en la tarea. El muchacho se hizo querer por Napoleón que con frecuencia lo llamaba "hijo". El joven se volvió devoto del Emperador.
Tras el arresto, padre e hijo fueron enviados prisioneros a Inglaterra. Emmanuel estaba enfermo en el momento de la deportación. Un médico intentó obtener una prórroga para el traslado. Pero Lowe respondió: "Qué le hace después de todo a la política la muerte de un joven".
Aunque los solicitaron reiteradamente, los Las Cases nunca pudieron regresar a Santa Elena. Sin embargo, años más tarde, en 1840, el hijo integraría la selecta comitiva que viajó a la isla para repatriar los restos de Napoleón a Francia.
Tras la muerte de su prisionero, Hudson Lowe regresó a Inglaterra, donde fue recibido con indiferencia cuando no rechazo; Bonaparte era admirado incluso por sus enemigos.
Y un día de 1822, el pasado lo atrapó en una calle de Londres, cuando se cruzó con el apasionado joven Emanuel de Las Cases que, al verlo, le cruzó la cara con una fusta, vengando así los agravios a su admirado Emperador…
Fuente: Claudia Peiró para Infobae
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