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domingo, 8 de julio de 2018

Gloria y tragedia de la plebeya de los bajos fondos que llegó a duquesa y amante de Luis XV

Hija de una costurera y un monje, el sexo la llevó a las más ricas camas de la París del siglo XVIII


París, 8 de diciembre (frimario en el calendario republicano) de 1793. El carro que lleva a la mujer hasta el escenario de la guillotina avanza, lento, por las mugrientas calles y entre la gleba ávida de sangre. Su cuerpo, que conoció lo mejor de las sedas y los diseños, está cubierto por un sayo de tela rústica. Le han cortado el pelo para que el verdugo y la cuchilla hagan mejor su trabajo …

Vauccouleurs en Mosa, Lorena, 19 de agosto de 1743. La costurera Anne Bècu ha parido a una niña. Se llamará a la fuerza, Jeanne Bècú. Su padre, que ni siquiera la ve, es Jean Baptiste de Vaubernier.., monje del convento parisino de Picpus.

Una hija inconveniente…

Hasta sus diez años, vida pobre. La costura no abunda ni se paga bien. Pero en 1749 el azar deja su bolilla en un buen casillero: Anne se casa con Nicolás Rançon, vendedor de armas, que en 1753 inscribe a Jeanne en el costoso colegio de Damas de Sainte–Anne. La niña se educa como una hija de burgueses de buen ver y mejor pasar…

Después de salir del colegio –1758– debe trabajar. Primero, aprendiz de peluquería. Más tarde, criada de una familia rica. Y por fin, en París, ayudante en una tienda de modas de alto vuelo: La Toilette.

Ese trípode termina de armarla para su nueva y asombrosa vida: sabe de afeites, buenos modales, y gente de alcurnia.

Un mar de aguas tan atractivas como peligrosas en las que empieza a moverse como un pez…



A sus 19 años se acerca a los casinos. Ecuación fácil: lugar de hombres con dinero. Que no tardan en reparar en esa presa bella, joven y fácil que se hace llamar "Mademoiselle Lange".

Sobre todo, un tal Jean–Baptiste du Barry, un proxeneta de lujo. Un proveedor de mujeres para señores de clase alta.

Y una tarde, los planetas se alinean. Luis XV, de profesión Rey, la descubre en el casino, y en un chasquear de dedos la lleva a su cámara del Palacio del Louvre, y –naturalmente– a su cama. Y no por esa noche: por varios años, intrigas, celos, rivales…

Luis XV fue rotundo. Informó a la entera Corte que Jeanne sería su amante favorita, y le concedió un título nobiliario: condesa du Barry. Aunque para lograrlo debió casarse con Guillaume du Barry, hermano del proxeneta. Un trámite, pero también una condición "sine qua non". La vida en palacio era un festival de vicios, pero había que cumplir las reglas…

En abril de 1768, a sus 26 años, fue presentada en la Corte. Un arma de doble filo: el favor del Rey, pero el odio de todos sus enemigos. La infinita telaraña del poder.



Pero los límites de esa regla de juego no empezaban y terminaban en el tamaño del lecho.

Para furia de muchas aspirantes a ese dorado punto de Francia, llovían sobre Madame du Barry, la hija de la costurera y del monje, una generosa renta, joyas a granel, vestidos rococó, pelucas, sombreros: heridas en el alma de las cortesanas sin suerte…

Y por si poco fuera, ¡dominios! Dos casas de campo. Una en Louvenciennes y otra en Saint–Vrain. Como para una vejez sin penurias.

Pero el día a día no era fácil. La du Barry ejercía todas sus artes para seducir a las hijas del Rey (una faja de seguridad), pero Adèlaide, Sophie y Victoria, lejos de ello, arrojaban más leños a la hoguera…

Uno de sus peores enemigos, el duque Étienne François de Choiseul, diplomático y estadista, difundió a troche y moche las canciones ofensivas y los libelos pornográficos contra ella, que corrían en secreto por el palacio…, pero quedaron expuestos a la luz del sol y a los oídos de todos.



Por primera vez, Jeanne se vio obligada al juego político. Intentó una alianza contra los enemigos del duque, pero fue inútil. No sólo era un intocable: había bordado el matrimonio del delfín Luis XVI –subió al trono en 1774– con María Antonieta de Austria. Personaje frívolo, despilfarrador, odiado por el pueblo (la llamaban Madame Déficit y La Loba de Austria), que arrojaba sapos y culebras sobre Jeanne impulsada por las hijas de Luis XV…

La du Barry, con apoyo de su poderoso amante, logró derribar a Choiseul, que fue reemplazado por el duque d´Aguillon. María Antonieta cargó todos sus cañones contra ella… pero no disparó. La disuadió su madre, ya que esa batalla podía desatar un cisma en la Corte, y La loba de Austria se limitó a una sonora frase de desprecio que pasaría a la historia:
–¡Hay demasiada gente en Versalles!
Pero a pesar de esa victoria, el ocaso empezó a caer sobre Jeanne…

Luis XV, "el rey bienamado", como lo llamaban, fue presa de la viruela: enfermedad devastadora y mortal. Para evitar el contagio mandó a Jeanne a la abadía de Pont–aux–Dames: un refugio necesario, pero también el preludio de su fin como cortesana de lujo. O, como la definirían algunos biógrafos, "una puta con suerte".

La viruela se llevó al rey en 1774. Subió al trono Luis XVI. Jeanne, sin nadie que la defendiera ni perro que le ladrara, no volvió a pisar Versalles. En octubre de 1776 se mudó a su casa de campo en Louveciennes, fue amante ocasional de aristócratas y burgueses millonarios, y con dos de ellos llegó a tener relaciones largas.

Pero en 1789 estalló la Revolución, con sus brutales y contradictorios capítulos: libertad y caos, cambios profundos y festines de sangre, choques salvajes entre monárquicos y republicanos.

Jeanne se instaló otra vez en la historia. Recorrió las calles. Curó y cuidó a hombres de los dos bandos. Ínterín, le robaron muchas de las joyas de su colección: su otro seguro contra la adversidad y la miseria que conoció en su infancia.

Las joyas aparecieron en Londres… y no la salvaron: sellaron su sentencia de muerte.

Esa fortuna, más su pasado como amante de Luis XV y la sangre en ebullición de los revolucionarios, que la juzgaron como un símbolo de la corrupción y el derroche de la realeza, la arrastraron hasta un tribunal, acusada de conspiración.

El juicio fue largo, aunque la condena estaba escrita y lacrada de antemano: pena de muerte.

"Le han cortado el pelo para que el verdugo y la cuchilla hicieran mejor su trabajo", decíamos al principio. Pero aun en el carro de los condenados y camino a la guillotina, intentó una última y desesperada carta: revelar el escondite del resto de las joyas y así comprar el perdón.

Pero fue inútil.

Ya cerca de la guillotina, enloqueció de furia. Para subirla al pedestal del espantoso artefacto hubo que atarla. Miró al verdugo:
–Señor, ¿va a lastimarme? ¿Por qué va a lastimarme?
Volvió a mirar al verdugo:
–Un momento más, señor verdugo… un momento más.

Y la cuchilla cayó sobre su cuello.

Tenía 50 años.

Corría 1793. Era diciembre. Sesenta y nueve días antes, ese mismo verdugo y esa misma cuchilla derramaron la sangre de María Antonieta.

Tenía 37 años.

La plebeya Bécu devenida duquesa por la pasión de Luis XV y la reina consorte de Francia, rivales… se unieron en la misma fosa.

(Post scriptum. El escenario y también el protagonista de esta historia fue ese delirio político, económico y social llamado "Palacio de Versalles". El padre de Luis XIV, El Rey Sol, Luis XIII, empezó a construir ese monumento al poder absoluto en 1623, todavía muy lejos de su dimensión final: 800 héctareas, 2.300 ambientes (entre ellos, la casi irreal Galería de los Espejos), un río de turistas, y una colosal fuente de ingresos para el Estado… La idea de Luis XIV –reinó durante setenta y dos años– fue encerrar entre esos límites a toda la realeza y la aristocracia con el sueño imposible de controlar sus acciones: las de índole personal (amores y amoríos), y las públicas. El poder absoluto como un gran titiritero, y el resto como sus muñecos. Error atroz. Porque esa reclusión de almas, sus virtudes y sus defectos, fue una especie de endogamia. De enfermiza y contagiosa suma de leales, traidores, ambiciosos sin freno, criminales –los venenos y sus víctimas fueron una constante–, intrigas, celos, cuernos…. Un sereno herbario que acabó como serpentario. Y para peor, un volcán en erupción de lujo y derroche pagado con los impuestos de un pueblo cada vez más empobrecido. La reacción inexorable se llamó Revolución Francesa. Un baño de libertad y un baño de sangre…).

Sin embargo, la ascendente condesa nunca quiso jugar otro papel que "alegrar la vida del rey", según su proverbial confesión.

Fuente: Infobae

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