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domingo, 22 de abril de 2018

La pavorosa historia de Barba Azul, un monstruo que asesinó y desangró a más de 300 niños

Francés y conde, peleó junto a Juana de Arco antes de convertirse en el personaje más diabólico de su tiempo



La historia que sigue sucedió hace casi seis siglos, pero ni el largo tiempo ni la niebla del olvido fueron capaces de mitigar su horror.
Su protagonista fue el conde francés Gilles de Montmorency–Laval, nacido en la Torre Negra del castillo de Champtocè, Anjour, en 1405.

Si la herencia de la sangre es realmente estricta, estaba predestinado a ser un monstruo: Jean de Craon, uno de sus abuelos, le enseñó el sangriento camino…

Antes de cumplir sus 20 años, una barba negra, tupida y con extraños reflejos azules le confería un aspecto temible y le valió su apodo: Barba Azul.  Y a esa misma edad raptó a Catalina de Thouars, de apenas 15, por razones ajenas al amor. Los poderosos Thouars eran amos y señores de varios castillos, y la unión de ambas familias convertía a los Rais–Laval y los Thouars en una de las mayores fortunas de Francia.
El precoz raptor se casó con ella esa misma noche, pero la familia de Catalina se opuso a esa unión carnal y ambiciosa…

Sin embargo, la serpiente del Mal se había apoderado de Gilles, y ya no se detendría.

Con un grupo de esbirros, raptó a la madre de Catalina, la encarceló en un castillo… ¡a pan y agua!, y no la liberó hasta que la mujer le cedió dos castillos: Pauzaugues y Tiffauges.

En ese momento, Francia e Inglaterra se enfrentaban en lo que sería La Guerra de los Cien Años: 1412 a 1431. Y una doncella y campesina de Orléans, Juana de Arco, de apenas 19 años y al frente de diez mil soldados, lanzaba su grito de batalla frente a las murallas enemigas…

Por alguna razón –acaso la única noble de su vida–, Gilles se unió a ella, y es leyenda que se batió con bravura, logró algunas proezas, y le fue concedido el grado de mariscal.

Entregada Juana a los ingleses, condenada por brujería y quemada en la hoguera –una aberración histórica reparada tardíamente, en 1920, con su elevación a la santidad–, Gilles vuelve a las andadas…

Inteligente, culto, ambicioso y sin límites y capaz de agotar una fortuna en pocos días –un despilfarrador maníaco–, empieza su descenso a los infiernos. Primer paso: funda una banda.



Treinta sujetos sin escrúpulos que lo acompañan en sus correrías: viajes, banquetes, orgías… y que le cuestan muchos talegos de oro, ya que los viste con finas togas rojas, los monta en caballos de fina raza, y llevan baúles repletos de más ropajes y abalorios.

Apasionado por las artes –en especial, la música– hace construir y compra varios órganos de distintos tamaños. Incluso, portátiles –antiguo preludio del bandoneón, creado para llevar música sacra fuera de las iglesias, en 1840–.

Órganos que seis hombres forzudos cargan en sus espaldas…, mientras Gilles ronda a la pesca de alguna bella voz de hombre o mujer, y cuando la encuentra, no cesa hasta poner al dueño a su servicio.

Los extranjeros, los viajeros de paso, son recibidos en los castillos de Gilles como emperadores, y con mesas regadas de manjares y vinos dignos de la realeza. Pero su bolsa no es inagotable. Flaquea, y él no está dispuesto a cambiar de hábitos, de modo que se lanza detrás de mercaderes y ricos burgueses que le prestan dinero a interés usurario. Dinero que huye de sus manos a velocidad de rayo…

Por fin, el fantasma de la ruina no lo envuelve en sus sombras. No hay cofres rezumando riqueza, ni crédito, ni amigos.

Y en ese punto, su mente da un extraño y fatal giro hacia lo esotérico, la magia, lo imposible: el ridículo sueño de los alquimistas: convertir el plomo en oro.

Por cierto, y como suele suceder, el antes poderoso Gilles cae en las redes de un supuesto hechicero, Francois Prelati, que le promete –y no es una metáfora– el oro y el moro. La riqueza y el poder perdidos…
¿Cómo? Con magia negra.

Se instala en uno de los castillos de Gilles, calienta metales hasta fundirlos mientras susurra, en idioma incomprensible, invocaciones a Satanás, y llega al desiderátum:
–Señor conde…, he visto cerca suyo a un demonio con forma de leopardo, pero no ha dicho palabra alguna.

Gilles, crédulo, insiste:
–Redoble sus esfuerzos, sus conjuras…
–Pero será necesario hacerlas en un bosque, y a medianoche. Es el lugar y la hora que conviene al Diablo.

Van. Prelati traza círculos en la tierra. Ofrece sacrificios de animales. Pero nada.

Gilles lo despide.

Y se desatará el horror. La tragedia. Acaso la más estremecedora historia oída hasta entonces en esos años…

Uno de sus siniestros parientes se le acerca como el intrigante Yago a Otelo:
–Gilles, mariscal… Nada lograrás si no le ofreces al demonio sangre y cuerpo de niños. Bien dice Suetonio que eso es lo que quiere el Rey del Infierno…

¿Qué importa entonces una vida humana?

Gilles desaparece. Se oculta en un largo silencio. Nada se sabe de él. Hasta que un ayuda de cámara entra en una habitación que cree abandonada, y lo ve con el corazón, los ojos y la sangre de un niño entre las manos. De un niño que ha hecho matar.

Envuelve esos restos en una tela blanca, cierra el lugar con llave, y ordena que nadie, bajo ningún pretexto, vuelva a entrar.

Fue el principio, el bautismo de espanto de los ocho años que siguieron…
Además de atrapar niños para sacrificarlos, Gilles sumó al crimen la pedofilia.

Por supuesto, fue denunciado, detenido y procesado. Quienes leyeron el texto íntegro de lo dicho durante el proceso apenas pudieron resistir –o creer– semejante aquelarre. Pero en 1959, editados por el Club Français du Livre y prólogo de Geroges Bataille, esos testimonios vieron la luz.
Valga como muestra este fragmento…

"Una noche, Catalina, la esposa de Gilles, preocupada por la fiebre de su hija Marie, trató de avisarle a su marido, pero éste permanecía en un ala del castillo y detrás de una puerta prohibida. Tanto, que le dijo a Catalina:
–Si entras, te mataré.

Pero ella violó el código. Entró. Y a su grito espeluznante siguió el desmayo. De unos garfios adosados a la mayor pared colgaban, vivos, varios niños que aullaban de dolor. Gilles tenía en brazos a otro, ensangrentado, mientras tres siniestros criados martirizaban a otros.

Catalina huyó, aterrada. Los criados la atraparon. Gilles le perdonó la vida a cambio de su silencio, pero la encarceló en un castillo muy alejado.

A lo largo del proceso se supo que los esbirros de Gilles recorrían pueblos y aldeas en busca de niños y adolescentes, por lo común sin familia, prometiéndoles que su amo los emplearía como pajes.

Así las cosas, durante mucho tiempo, y cuando las sospechas y el miedo impulsaron denuncias, empezaron a extinguirse las llamas de ese infierno.
El 14 de septiembre de 1440 llegó ante las puertas del castillo de Machecoul, habitado por Gilles, un grupo armado al mando del capitán Jean Labbè, acompañado por el notario Robin Guillaumet en nombre del obispo Jean de Malestroit, con órdenes de allanamiento del duque de Borgoña.

Gilles se entregó.

El 19 de ese mismo mes empezó el interrogatorio.

A lo largo de cuatro días, el monstruo confesó que practicaba herejía, pactaba con el demonio, colgaba a los niños de garfios, los descolgaba aun vivos, los violaba, "y en el momento culminante del acto los degollaba, para que los estertores hicieran más agudo mi placer. Luego besaba las cabezas cortadas mientras la sangre empapaba mis ropas".

Murieron así… ¡más de trescientos niños!

Sacrificó a mujeres encintas para abrirles el vientre y profanar los fetos.

Pidió perdón por sus crímenes.

Fue condenado a ser colgado y quemado vivo.

¿Cómo? Levantados tres patíbulos, uno para Gilles y los otros para sus cómplices Henriet y Poitou, el siniestro conde fue parado sobre una banqueta con una cuerda en el cuello, el verdugo pateó la banqueta, y el bestial asesino cayó al vacío sobre una hoguera hasta que nada quedó de él.

Sólo cenizas.

Fue en Nantes el 26 de octubre de 1440.

Gilles tenía 35 años.

Su mujer vio la ejecución sin una lágrima.

Poco tiempo después se casó con el noble Jean de Vendôme.

Fuente: Infobae

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