Hace casi cinco siglos, instauró el terror en defensa de la fe católica. Pocos de quienes disfrutan hoy el trago color sangre conocen en quién se inspira
"Una medida de vodka, seis de jugo de tomate, un toque de tabasco, otro de salsa Worcestershire, limón, pimienta negra, sal, hielo, agitar en coctelera, y servir en vaso highball"
(Cóctel creado en el bar Nueva York, de París, por el barman Fernand Petiot, y bautizado Bloody Mary por su color sangre: alusión a la muy cruel y asesina reina María I de Inglaterra)
Según el escritor y guionista norteamericano George R. Martin, "los reyes malditos lo tienen todo. Asesinatos, batallas, traiciones, mentiras, lujuria, espadas siempre listas, ejecuciones, torturas, venenos mortales, trampas, conspiraciones, codicia… Porque el dinero manda y engrasa las ruedas del poder, la guerra y la política".
Y en ese torbellino surge, nítida y atroz, María Tudor, María I de Inglaterra, hija de Enrique VIII y Catalina de Aragón, nacida en Greenwich el 18 de febrero de 1516 y muerta en Londres el 17 de noviembre de 1558. Apenas 42 años en este mundo, y apenas cinco años en el trono. Pero suficientes para entrar en la historia con un apelativo estremecedor: Bloody Mary (María la sangrienta).
Fue la única hija de Enrique y Catalina que sobrevivió. Su madre sufrió varios abortos, una hija nació muerta, y tres varones apenas vivieron unas horas. Una saga trágica que enloqueció de furia a Enrique, desesperado por la ausencia de un varón. De su heredero al trono.
María parecía seguir el mismo camino. Débil, enfermiza, de ojos enfermos y perpetuos dolores de cabeza, no prometía una larga vida. Sin embargo salió adelante, bendecida además por una inteligencia precoz y educada en idiomas, ciencias, música, y hasta virtuosa en el dominio del clavecín, pequeño instrumento de teclas y cuerdas. Algunos de sus maestros: los eruditos Luis Vives, Tomás Moro, Erasmo de Rotterdam…
Enrique la adoró, acaso como compensación a ese varón y heredero que jamás llegó. Tanto, que cuando María cumplió nueve años, le donó el castillo de Ludlow con toda su corte, y llegó a nombrarla Princesa de Gales. Pero también la usó para negociaciones políticas y económicas. A sus dos años, su padre la prometió al hijo del rey Francisco I de Francia: moneda de cambio… Pero el trato fue cancelado tres años después. Lo mismo sucedió a través del Tratado de Windsor: María debía casarse con su primo, Carlos V, de 22 años: otro trueque político que fracasó, siempre con María manipulada por su padre.
Pero Enrique maniobraba en otro frente. Harto de Catalina de Aragón y de su incapacidad de darle un varón, intentó la anulación del matrimonio, pero el Papa Clemente VII lo rechazó de plano. Inútil resistencia: el rey, en 1533, se casó en secreto con Ana Bolena, rompió relaciones con la Iglesia Católica, se apropió de todos los bienes de los conventos, y se proclamó cabeza de la Iglesia anglicana.
Un cisma brutal, explosivo, que le costó la cabeza a Tomás Moro (Thomas Moore), canciller de la Corona, por negarse a traicionar a su iglesia por el capricho de su rey: entre el honor del monarca y el honor de Dios, eligió el sacrificio de su vida: el hacha del verdugo.
Catalina de Aragón perdió su título de reina pero mantuvo el de Princesa de Gales. María fue declarada hija ilegítima, recibió apenas el trato de Lady María, y fue apartada de la línea de sucesión al trono. Su puesto lo ocupó la hija de Ana Bolena: la futura reina Isabel I.
Además, expulsada de la Corte lo mismo que sus sirvientes, la obligaron a ser dama de compañía de Isabel, ni siquiera le permitieron ver a su madre –murió de cáncer en 1536–, y tampoco asistir a su funeral.
Defenestrada y humillada, María fue, en adelante, una despiadada máquina de odio y de venganza. Ya llegaría su momento.
Y no tardó. Enrique ordenó decapitar a Ana Bolena "por adulterio, sexo y traición". Cargos falsos: sufrió un aborto, y Enrique la condenó al ver fracasada una vez más la llegada del hijo varón. Poco después se casó con Juana Seymour, que sí le dio el varón (el futuro Eduardo VI), y murió en el parto.
Ante la encrucijada de abrazar la iglesia protestante inventada por su padre para divorciarse de Catalina de Aragón o seguir fiel al férreo catolicismo de su madre, rayano en el más ciego fanatismo, eligió ser fiel a la figura materna: decisión que la convertiría en un monstruo.
Un año después se casó con el príncipe Felipe II, hijo del poderoso Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico.
Y en 1555, colérica, endemoniada, desplegó una brutal persecución contra aquellos que, por la ruptura de Enrique VIII con Roma y la religión católica, adoptaron los cánones de la Iglesia anglicana.
La siniestra Torre de Londres volvió a saturarse de prisioneros, como en los días del cisma. Decenas de clérigos que habían abjurado de su fe fueron torturados hasta morir. Entre trescientas y cuatrocientas almas –no hubo un número preciso– fueron condenadas a morir en la hoguera o bajo el hacha. Las calles se tiñeron de sangre, y el hedor a muerte, a cadáveres sin enterrar, a carne humana quemada, hicieron de Londres una ciudad fantasma.
Los juicios fueron una farsa. Acusación única: "Herejía". Los prisioneros, lacerados por las torturas –hierros al rojo, estiramiento de brazos y piernas hasta quebrar los huesos–, comparecían ante los jueces apenas con fuerzas para confesarse culpables.
Sin embargo, para encender esa maquinaria necesitaba el poder. Y llegó lenta e implacable.
Enrique VIII murió en 1547 entre atroces dolores: sufría de gota, escorbuto, tal vez sífilis, y su obesidad lo confinó a su cama: apenas podía moverse.
Eduardo VI, su hijo y sucesor, murió tuberculoso a los 15 años, en 1553.
Y María Tudor asumió el trono como María I de Inglaterra, jurando que su reino volvería a ser católico. La religión de su madre.
Fue entonces cuando el pueblo empezó a llamarla, aterrado, "Bloody Mary". María la Sangrienta.
Y como una doble maldición, un remedo del Diluvio bíblico azotó a Inglaterra: lluvias constantes, inundaciones, cosechas perdidas, animales muertos, hambruna.
Había sido una niña triste y enfermiza y una madre frustrada por falsos embarazos y abortos. Uno de ellos, junto con la derrota de las fuerzas inglesas en Calais, la última posesión de la Corona en el norte de Francia, la arrastraron a una depresión que desembocó en su muerte.
Sucedió el 17 de noviembre de 1558 en el palacio de Saint James. Tenía apenas 42 años, había gobernado cinco, pero al morir parecía un anciana. Fue sepultada en la abadía de Westminster.
A su lado yace su hermanastra, hija de Enrique VIII y Ana Bolena: Isabel I. La Reina Virgen. La gran reina.
Sus setenta años de vida y cuarenta y cinco años de reinado iluminaron a una Inglaterra que salía de las sombras. El período Isabelino fue el más avanzado y opulento. La Edad de Oro.
El imperio logró posesiones y colonias en medio planeta. Y entre Isabel y su sucesor, Jacobo I, escribió su monumental obra el más grande de todos los tiempos: William Shakespeare.
Sin embargo, muchos creen que el espíritu de Bloody Mary aun ronda. Juran que los viernes 13, con las luces apagadas y cuando los relojes señalan la medianoche, una niña aparece en el espejo…
En ese instante hay que encender la luz. De lo contrario, el malvado espíritu de la reina sangrienta causa la muerte de quien está frente al espejo.
Según algunos relatos, la aparición tiene largo pelo rojizo y rizado, piel blanquísima de ángel, ojos que destilan maldad, sangre en la entrepierna, cara llena de cicatrices, y uñas rotas y ensangrentadas.
La descripción coincide con la iconografía de María Tudor.
El resto es obra de la imaginación: "la loca de la casa", como llama la escritora española Rosa Montero a tan poderosa arma. Pero es más sensato olvidar esa superchería… y preparar a la hora del cóctel un exquisito Bloody Mary
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