Su patriarca, Cornelius, un tosco y falso Comodoro, sólo fue a la escuela hasta los 11 años. Lo demás fue olfato, audacia y pasión por el dinero
El “Comodoro” Cornelius Vanderbilt (1794 – 1877). Fue uno de los más grandes empresarios norteamericanos del siglo XIX y el primer súper millonario de N. York |
La casi increíble historia que sigue trata de una familia de emigrantes holandeses afincados en Nueva York cuando todavía se llamaba Nueva Ámsterdam.
El primero, un oscuro sirviente.
Sus sucesores, granjeros en la ruina.
Y un hijo vagabundo y buscavidas: Cornelius. Quien desde Staten Island, y con una barcaza abandonada y derruida, construyó el primer y mayor imperio de la ciudad… y de todo Estados Unidos.
Cien barcos a vapor, dieciséis líneas de ferrocarril, y hasta una pujante compañía de papas fritas congeladas y crocantes.
Hombre feroz, sin modales ni estudios, con más enemigos que amigos, crítico mortal del Estado y pionero de la libre competencia, fundó una saga inmortal, aunque hoy su apellido sea apenas una letra V en relojes, jeans y manteles…
Las cosas sucedieron así…
Corre mayo de 1810. Un adolescente (16 años) vaga por el puerto de Nueva York a la pesca de ganar algunas monedas. Nombre: Cornelius Vanderbilt. Cuarto de los nueve hijos de Cornelius y de Phebe Hand, granjeros casi en la ruina que recalaron en Port Richmond, Staten Island, cuando la tierra les falló.
Mal destino que escribió su primer capítulo en 1650, cuando la isla era todavía Nueva Ámsterdam y llegó allí otro granjero: Jan Aerston, holandés de la villa De Bilt, Utrecht, que apenas logró un trabajo como sirviente de ínfima categoría.
La villa y el "van" (que significa "de") deformaron el nombre, y en los registros de inmigrantes quedó, para siempre, "Vanderbilt". Como esperando al joven Cornelius…
El inútil de la familia
Su madre, Phebe, nunca creyó en él. Sin estudios y más vagabundo que empeñoso, parecía repetir, una vez más, el fracaso de sus ancestros. "Sólo le importa pasar largas horas mirando el río", escribió ella en una carta. Pero esa fascinación casi hipnótica por el Hudson le sugirió una solución práctica… que sería mágica.
Le compró, con sacrificio, una barcaza abandonada, y Cornelius empezó a llevar pasajeros –casi todos trabajadores–desde Staten Island hasta Manhattan, y vuelta, por medio dólar. Como los gondoleros de Venecia, pero con distinta suerte. Con toda la suerte, la imaginación y la ambición del mundo.
Un Comodoro sin rango
La barcaza fue el toque de Midas. Cornelius fatigó el río, compró una segunda barcaza y en pocos años fue dueño de un servicio de transbordadores.
Los pasajeros empezaron a llamarlo "el Comodoro", título falso que lo acompañó hasta el fin de sus días: 4 de enero de 1877, a los 82 años. Cuando las barcazas fueron empresa, las vendió a buen precio y se instaló como capitán en un barco de vapor: flamante tecnología que creó James Watt con una pequeña cuchara puesta sobre el pico de una pava con agua hirviente…
A ese barco sucedió otro, y otro más, y en 1829, cuando la Corte Suprema guillotinó el monopolio de Robert Fulton y Robert Livingston sobre el río, Cornelius, que cobraba mejores precios, odiaba al Estado ("la encarnación del Mal") y su única religión era la libre competencia, una de las raíces clave del poderío norteamericano y la cultura sajona, ¡ganó su primer millón! Y ¡piedra libre! para el centenar de barcos de enormes ruedas que comandaba en 1840, a sus 46 años.
Lluvia de millones
El 19 de diciembre de 1813, a los 19 años, el Comodoro –que abandonó la escuela a los 11–se casó con su prima y vecina Sophia Johnson (1795-1868), que le dio trece hijos. De ellos, doce llegaron a adultos y vivieron repartidos entre las cinco mansiones que Cornelius levantó en la luego mítica Quinta Avenida cuando era casi un páramo.
Por entonces, la high society de Manhattan lo despreciaba. No sólo por su incultura: también por sus toscos modales, que jamás abandonó y que defendía con un lema: "Si me hubiera educado en la escuela, no habría tenido tiempo para aprender nada más".
Dejó el negocio de los barcos, que ya marchaba solo bajo su nombre, y clavó su mirada de halcón hacia otro colosal negocio: el ferrocarril, que avanzaba, entre mil avatares, desde el Este hasta el Lejano Oeste, y con destino final California.
Creó la Accessory Transit Company, dirigió la línea Long Island (Boston-Nueva York), y llegó a controlar, como absoluto amo y señor, dieciséis líneas de vías. Una fortuna colosal, y la primera y monstruosa fortuna no sólo de la Gran Manzana: de todo el inmenso Estados Unidos.
A su muerte, era dueño de 100 millones de dólares. Hoy, comparada esa cifra con las arcas de Bill Gates o de Warren Buffett, casi cambio chico… Pero hace casi un siglo y medio, cuando un obrero ganaba –con suerte–10 dólares por semana, una cifra casi inimaginable.
Modales versus dólares
Era, en los negocios, implacable: "un elefante aplastando hormigas", como lo definió uno de sus biógrafos. Hizo más enemigos que amigos. La "buena" sociedad neoyorkina lo tenía por "un hombre vulgar, mezquino hasta con su familia, y miserable en el más amplio sentido de la palabra".
Pero, como poderoso caballero es Don Dinero (según Francisco de Quevedo y Villegas, acaso el más grande escritor del Siglo de Oro español), todos se rendían a sus pies, y era el invitado de honor a sus babilónicas fiestas. Con una excepción: la vizcondesa Nancy Witcher Langhorne Astor (Lady Astor), la más refinada de las damas Made in USA de su tiempo, lo borró eternamente de su lista, porque "pese a su fortuna, es tosco, ignorante, se viste mal, come peor, y no es digno de mi mesa".
El final de un pionero
Sorteó la muerte –paradoja- en un accidente de sus propios y, en kilómetros, infinitos ferrocarriles. El 11 de noviembre de 1833, viajando como pasajero en un tren de la Camdem & Amboy, una de sus compañías, la formación descarriló en Nueva Jersey, y el Comodoro terminó con un pulmón perforado y varias costillas rotas…
Cumplidos sus 82 años, se apagó lentamente, pero alcanzó a dictar su testamento: desheredó a todos sus hijos, excepto a William, "el único capaz de continuar mi imperio", que se adueñó el 95 por ciento del total. A duras penas aceptó fundar y financiar la Universidad Vanderbilt: aunque ignorante, aceptó el desafío y su costo para perpetuar su nombre.
En cuanto al resto (su segunda mujer, Miss Crawford, y sus ocho hijas, únicas sobrevivientes de los trece hermanos), apenas recibieron medio millón per cápita.
Sus huesos yacen en el cementerio Moravian, Staten Island: su cuna. Cuatro de sus hijas impugnaron el testamento alegando que estaba loco, pero fracasaron en el intento.
Los de su sangre, hijos y nietos del primer gran zar de los negocios norteamericanos y el primer híper millonario de Nueva York, inventor incluso (believe it or not) de las papas fritas congeladas, se dispersaron. Y como suele ocurrir, la inmensa fortuna se atomizó hasta ser historia, abriéndole paso a los Rockefeller y los que siguieron a la cabeza de la gran carrera del dinero.
De ellos, sólo dos Vanderbilt fueron famosos.
Gertrud (1875-1942), bisnieta de Cornelius, brillante escultora (alumna de Rodin), gran figura de la bohemia parisina, tapa de Vogue, reina del Geenwich Village de la Gran Manzana, mecenas de músicos jóvenes, creadora del Whitney Museum de NY, y autora, entre nueve esculturas célebres, de la mayor: el Monumento a la Fe Descubridora, dedicado a Cristóbal Colón, en la española Huelva, que la honró bautizando con su nombre una avenida.
La segunda y más notoria, la más famosa de las herederas del apellido, es Gloria Vanderbilt, nacida en 1924 y genial diseñadora. Muy lejos de barcos, ferrocarriles y papas fritas, se forjó como creadora de moda bajo el lema "hasta la prenda más modesta debe tener su toque de glamour".
En esa línea fue precursora de los blue jeans de diseño –hoy, prendas de alta gama–, y de relojes, sábanas, manteles y exclusivos accesorios firmados G.V.: el último aliento de la colosal fortuna urdida por el barquero de Staten Island…
Pero de vida nada fácil. Se casó cuatro veces: la segunda, con el célebre director de orquesta Leopold Stokowski, cuarenta años mayor que ella, y la tercera, con el gran director de cine Sidney Lumet.
Su padre, Reginald Claypole Vanderbilt, hijo de Cornelius II, diplomático por título pero vividor y libertino por vida real, y alcohólico por añadidura, quemó en menos que canta un gallo su herencia de 25 millones de papel verde cuando Gloria tenía apenas un año y medio, y dejó deudas que obligaron a vender una mansión en la Quinta Avenida, un castillo en Newport, cuadros, muebles, y hasta el cochecito de bebé de su hija, rematado… ¡por un dólar y medio!
Un hijo de Gloria, Anthony, se suicidó a los 23 años: salto mortal desde el piso 14 de su departamento de Manhattan.
Una de sus huellas quedó impresa en en el inmortal libro de Truman Capote Plegarias atendidas: ella, la princesa Radziwill y alguna de las Kennedy se encontraban –hábito irrenunciable- en el restaurante La Côte Basque (60 West, 55 Street, NY, versión EEUU de la casa madre de Bayona, Francia).
Se atiborraban de Martinis más Dry que el desierto de Arizona, despellejaban con sus chismes a media sociedad neoyorkina, y remataban esos interminables almuerzos con uno de los mayores manjares del planeta: el soufflé Radziwill, coronado por yemas crudas "que parecían largos ríos dorados", según Capote.
Aquellos insidiosos cotilleos le costaron al autor de A sangre fría, su obra maestra, el desprecio y el exilio social de la high que antes lo había amado.
Pero esa es otra historia… En todo caso, apenas un eco moribundo de la vida, la gloria y el ocaso de Cornelius Vanderbilt, el falso Comodoro que desde una miserable barcaza construyó el mayor imperio de su tiempo…, aunque Lady Astor no lo dejara sentarse a su mesa.
Fuente: Infobae.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario