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jueves, 1 de junio de 2017

Tzomplatli "Muro de Calaveras"

El grupo de arqueólogos que lo encontró comenta que los cráneos en su mayoría no son de mexicas.



Ni todas ni sólo las cabezas de los guerreros iban a parar al Gran Tzompantli de Tenochtitlan. También estaban destinadas las de algunos cautivos o adversarios de guerra importantes, incluso los conquistadores y sus caballos; las de los derrotados en el juego de pelota; podían caber también las de niños que eran venerados como la representación de un dios, e incluso, se presume ahora, las de algunas mujeres.

Pero en todos los casos, por más terrible que parezca, la exhibición de cabezas en el Tzompantli además de una manifestación de poder “era un culto a la vida, no un rito de muerte”, así lo afirman los arqueólogos Raúl Barrera Rodríguez y Lorena Vázquez Vallin, investigadores del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) adscritos al Programa de Arqueología Urbana (PAU) del Templo Mayor, quienes de nuevo abrieron una caja del tiempo y siguiendo los datos de los cronistas antiguos comprobaron la existencia del Huey Tzompantli de Tenochtitlan, edificado para honrar al dios Huitzilopochtli, la deidad principal de la urbe azteca, bajo el piso de un edificio colonial.

Para el equipo arqueológico, conformado en su mayoría por un entusiasta grupo de mujeres, no hay duda de que se trata del Gran Tzompantli dedicado a Huitzilopochtli. Lo corroboran la confrontación del hallazgo con uno de los primeros memoriales de fray Bernardino de Sahagún, del siglo XVI; las citas de por los menos siete cronistas, entre ellos Andrés de Tapia, Bernal Díaz del Castillo y el mismo Hernán Cortés, y porque según su ubicación —a poco más de 200 metros frente al Huey Teocalli— recrea los mitos fundamentales del pueblo mexica, uno de los cuales expone a Huitzilopochtli como su dios tutelar, quien les entrega el arco y la flecha y los destina a la guerra.

Por lo cual, el Huey Tzompantli o Gran Tzompantli “es el elemento que reivindica la identidad guerrera del pueblo mexica y su centro de poder político, religioso y económico, y su descubrimiento puede considerarse como uno de los más importantes que han ocurrido en el Templo Mayor”, indica Barrera.

El hallazgo y las fuentes históricas

A finales de abril, en la calle de República de Guatemala número 24 del Centro Histórico de la ciudad de México, donde se levanta una vieja casona a espaldas de la Catedral Metropolitana, el equipo de arqueólogos del INAH —conformado por Sandra Liliana Ramírez, Ingrid Trejo, Janette Linares, Edgar Pineda, Moramay Estrada y la antropóloga física Bertha Alicia Flores, bajo la supervisión de Raúl Barrera, director del PAU, y Lorena Vázquez Vallin, como jefa de campo—, descubrieron una plataforma rectangular situada a 2 metros de profundidad, construida entre 1486 y 1502 (etapa VI del Templo Mayor) con sillares de tezontle y recubierta de estuco, que podría llegar a medir 34 metros de largo por 12 de ancho y entre 45 y 50 centímetros de altura.

Posteriormente, sobre la plataforma encontraron una secuencia de huellas de incrustaciones de postes de 25 o 30 cm de diámetro separadas por 60 cm, y junto a éstas hallaron una estructura circular conformada por tres hileras de cráneos unidos con una argamasa de cal y gravilla de tezontle, tal y como lo narraron algunos cronistas en el siglo XVI. Llegados a este momento, las señales para el equipo arqueológico eran muy claras, estaban frente al Gran Tzompantli dedicado a Huitzilopochtli.

El arqueólogo Raúl Barrera Rodríguez se declara cada vez más sorprendido de la exactitud y precisión con que las fuentes históricas describen el recinto ceremonial mexica. Respecto del Tzompantli, fray Bernardino de Sahagún, en Historia general de las cosas de Nueva España, refiere: “El cuadragésimoprimero edificio se llamaba Hueitzompantli; era el edificio que estaba delante del cu (templo) de Huitzilopochtli, donde espetaban las cabezas de los cautivos que allí mataban, a reverencia de este edificio, cada año en la fiesta de panquetzaliztli”.

El antropólogo jesuita José de Acosta, en Historia natural y moral de las Indias, de 1590, lo describe: “Frontero de la puerta de este templo de Vitzilipuztli había treinta gradas de treinta brazas de largo (...) En lo alto de las gradas había un paseadero de treinta pies de ancho, todo encalado; en medio de este paseadero, una palizada bien labrada de árboles muy altos, puestos en hilera, una braza uno de otro; estos maderos eran muy gruesos y estaban todos barrenados con agujeros pequeños; desde abajo hasta la cumbre, venían por los agujeros de un madero a otro unas varas delgadas, en las cuales estaban ensartadas muchas calaveras de hombres, por las sienes, tenía cada una veinte cabezas (...) Llegaban estas hileras de calaveras desde lo bajo hasta lo alto de los maderos, llena la palizadas de cabo a cabo, de tantas y tan espesas calaveras, que ponían admiración y grima”.

No hay consenso fidedigno en el número de calaveras que pendían de los travesaños. Algunos dicen que 30,000, otros que 72,000 y hasta 136,000 cráneos. Sin embargo, lo que sí concuerda es el asombro que consignaron en sus relatos los conquistadores españoles al ver el Gran Tzompantli. Lo definen como una “palizada” donde se exhibían las cabezas de los sacrificados atravesadas por las sienes.

Confiados en esas fuentes, los arqueólogos sostienen que se trata de uno de los siete tzompantli que había en el recinto ceremonial mexica, cada uno dedicado a un deidad distinta, siendo éste el principal por su tamaño y ubicación, donde se ofrendaban las cabezas humanas al dios Huitzilopochtli.

Cráneos como ladrillos en
 un muro

Un acompañante de Hernán Cortés llamado Andrés de Tapia refiere también en sus crónicas que a los lados del Tzompantli había “dos torres hechas de cal y cabezas con los dientes afuera”, e hipotéticamente una de ellas podría ser la que han encontrado los arqueólogos del PAU, según revela Barrera.

Son 35 cráneos humanos —por ahora— formados en tres hileras semicirculares los que han permanecido amalgamados desde hace más de 500 años como si fuesen los ladrillos de un muro. “Podría haber muchos más”, dice el arqueólogo.

Las calaveras ubicadas en las primeras hileras se distinguen completas: sus profundas órbitas oculares, el tabique nasal, las mandíbulas sosteniendo los dientes. Las de más atrás apenas comienzan a revelar sus coronillas entre montones de tierra aún sin retirar.

El diagnóstico preliminar de antropología física establece que la mayoría de estos cráneos pertenecieron a adultos varones de entre 20 y 35 años; a algunas mujeres, todas menores de 35 años, y probablemente a cuatro niños de entre cinco y ocho años. Se presume que no eran mexicas, sino personas originarias de distintas regiones de Mesoamérica. “Seguramente son cautivos de los pueblos sometidos por Tenochtitlan”, refiere el arqueólogo Barrera. Sin embargo, hace falta realizar estudios más detallados para confirmarlo.

Sobre la presencia de cráneos infantiles en ese grupo de sacrificados, la arqueóloga Lorena Vázquez Vallin acude a la historia y explica que probablemente se trate de esclavos o ixiptlas, niños cautivos que eran cuidados y protegidos en Tenochtitlan de una manera especial porque personificaban a una deidad y su destino era la inmolación en alguna festividad religiosa del calendario mexica.

Simbolismo del Tzompantli

Poco se ha estudiado esta tradición mesoamericana. Hay vestigios de esta práctica en sociedades urbanas de distintas épocas, en Tula, Chichén Itzá, Tlatelolco y Tenochtitlan. Pero su significado puede inferirse por los innumerables datos que han aportado los especialistas sobre la cosmogonía mexica y el sacrifico humano en las sociedades precolombinas, indican los arqueólogos.

“Es importante conocer el sentido de la religión y de la muerte para los pueblos prehispánicos. En la cosmogonía mesoamericana, los hombres existían para adorar y alimentar a los dioses con ofrendas; era una condición para que la vida continuara”, dice Barrera.

“Para los mexicas, la vida y la muerte eran un continuo, no había separación. Se habla mucho de la muerte en torno al Tzompantli y no es la muerte en sí, ésta simplemente era un tránsito hacia la vida, porque la vida continuaba en otro lugar: en el Tlalocan para los muertos por una causa relacionada con el agua; en el Mictlán para los que morían por razones naturales, y junto al Sol para los guerreros y las mujeres que morían de parto”, detalla el arqueólogo.

Acompañantes del Sol

Los cráneos expuestos en el Tzompantli pasaban por un proceso ceremonial que los sacralizaba, luego se colocaban mirando hacia el templo de Huitzilopochtli, el dios tutelar que reside en el Sol, como un culto a la vida, porque la ofrenda servía para dar continuidad al Sol. Su culto se relacionaba con la naturaleza, la agricultura, la fertilidad, explica Raúl Barrera.

De acuerdo con esa cosmovisión, los guerreros inmolados iban a acompañar a la deidad solar desde el amanecer hasta el mediodía, momento en que las mujeres muertas en parto, también consideradas guerreras, los relevarían para viajar con Huitzilopochtli hasta el ocaso, y recorrían el Inframundo hasta el amanecer, cuando los guerreros librarían una nueva batalla contra las fuerzas de la oscuridad para que el Sol volviera a salir.

fuente: eleconomista.com.mx

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