¿Qué tienen en común Albert Einstein, Alfonso XII, Igor Stravinski, Charles Darwin o el ilustre político Thomas Jefferson? Además de ser personajes relevantes para la historia, decidieron emparentarse con primos hermanos y elevar el coeficiente de consanguinidad en su descendencia.
De Izquierda a derecha. Retratos de 4 generaciones de Austrias. Felipe II, Felipe III, Felipe IV y Carlos II, ‘el Hechizado’ |
El coeficiente de consanguinidad mide la probabilidad de que dos alelos de un gen en un individuo sean idénticos por descendencia. Es decir, la probabilidad de que sus genes, su sello de identidad, los caracteres hereditarios, -incluso sus mutaciones-... estén repetidos al haber recibido la misma copia de su madre y de su padre. Es lo que mide las consecuencias de emparentarse con familiares cercanos.
Cuando la secuencia de un cromosoma es idéntica a la secuencia del cromosoma homólogo por el emparejamiento de progenitores se producen efectos nocivos, tal y como está acreditado en muchas especies. Esta mezcla es también un problema cuando los alelos de los genes son perjudiciales (marcadores de enfermedades): aunque estos sean recesivos, multiplican la probabilidad de que la descendencia sufra una enfermedad ‘mendeliana’ y debilita el sistema inmunológico.
El mismísimo Charles Darwin estudió y sufrió las consecuencias de la consanguinidad de sus diez hijos por el matrimonio con su prima Emma Wedgwood. Un estudio publicado en la revista BioScience demostró que lo que Darwin había experimentado en el laboratorio con plantas y definido en su ‘Origen de las Especies’ fue la causa del fallecimiento de hasta tres de sus hijos antes de los diez años.
La consanguinidad de sus descendientes era bastante alta porque el coeficiente de consanguinidad por padres primos-hermanos es del 0.0625. Es decir, que de unos 30.000 genes que tenemos en total los humanos, unos 2.000 tenían los alelos duplicados. Si esto no te mata por aumento de probabilidad en enfermedades hereditarias lo puede hacer por debilitamiento del sistema inmunológico.
A mayor riqueza en la mezcla de genes distintos, mayor fortaleza de sistema defensor, y viceversa. Ley natural.
La consanguinidad es tan vieja como el ser humano. Desde el neolítico el hombre ha intervenido en la reproducción de especies domésticas para fijar características genéticas de comunidades endogámicas. Cruzaba ovejas primas para mejorar calidad de la leche y la lana a costa de jugar más boletos para enfermedades hereditarias.
Durante la prehistoria los asentamientos en pequeños grupos de caza fomentaban el emparentamiento entre humanos familiares de segundo y tercer grado, creando nichos de consanguinidad bastante activa que los hacía fuertes en grupo pero los debilitaba con mutaciones heredadas. Todo ello hasta la Edad Media, donde la población mundial se doblaría y la consanguinidad se diluiría por efectos de los asentamientos en grandes ciudades y comunidades cada vez mayores.
Pero la naturaleza es sabia. La propia consanguinidad define los mecanismos propios de autodestrucción para mejorar la especie y deshacerse de individuos excesivamente mutados. Es lo que se conoce con el método ‘purgin’. Y esto lo sabían muy bien Darwin y los historiadores de grandes monarquías y estirpes endogámicas.
La cuestión real
El récord de coeficiente de consanguinidad de un individuo famoso lo ostenta un rey del siglo XVIII. Carlos II de Habsburgo el ‘Hechizado’ murió sin descendencia y sufriendo una retahíla de enfermedades y males hereditarios que convirtieron su existencia en 39 años de sufrimiento.
Carlos II pertenecía a la Casa de los Austrias, la estirpe que rigió desde el siglo XVI en España mezclándose entre primos, sobrinos e incluso hermanos por temor a contaminarse con sangre ‘demasiado roja’ o enfermedades propias de la plebe. La mitad de sus relaciones eran incestuosas.
El caso es que el pobre Carlos II tenía un coeficiente de consanguinidad incluso más alto que el que poseen los hijos de hermanos: casi 10.000 de sus 35.000 genes tenían alelos duplicados. Esto le provocaba impotencia, raquitismo, trastornos gastrointestinales, deficiencias hormonales, hidropesía...
En sus primeros años de vida precisó hasta 14 amas de lactancia. A los cinco años todavía no andaba ni se ponía en pie. La naturaleza no hizo excepción y la Casa de los Austrias desapareció con él, harta de alelos perjudiciales e individuos extremadamente débiles para perpetuarse.
Paradójico que las realezas de entonces buscasen mayor vigor, fortaleza y pureza de linaje donde más debilidad había, en su propio ADN.
Para llegar a estas conclusiones los científicos han tenido que estudiar el árbol genealógico de los Austrias casi al completo, porque no vale estudiar solo una generación. Hasta 3.000 ascendientes dibujan el mapa de genético de consanguinidad de los Habsburgo, rodeado de otras evidencias. Una, que mientras que la mortalidad infantil el primer año en la España de la época era menor del 20% en la Casa Real superaba el 50%; otra eran los famosos retratos de la familia, todos con ojos saltones, frentes prominentes, labios de camello y cráneo alargado, que ayudan a los científicos a diagnosticar un cuadro hormonal deficitario propio de enfermedades hereditarias.
Afortunadamente las Casas Reales se han adaptado al mestizaje al abrir su corazón a la plebe. Pero otras comunidades no lo han hecho.
Se calcula que el 10,4% de los 7.000 millones de personas que pueblan la Tierra son descendientes de algún matrimonio consanguíneo. Aunque son cifras normales hay casos significativos. En muchas zonas de África y Asia los casamientos parentales son todavía muy normales porque implica reducir los costes de la dote y compartir propiedades familiares. La comunidad estudiada con más coeficiente de consanguinidad del mundo se encuentra en Burkina Faso. En la etnia Fulani, el 65% de los matrimonios son entre primos.
El límite para considerar una unión endogámica con probabilidad de tener algún problema genético es el matrimonio entre primos segundos. Don Juan Carlos I y Doña Sofía de Grecia son primos, pero aún más lejanos. Ambos son tataranietos de la Reina Victoria de Gran Bretaña (1819-1901), como también lo es la actual reina de Inglaterra, Isabel II.
Por lo que el coeficiente de consanguinidad que se supone a Juan Carlos de Borbón es mínimo, a falta de estudiar la ascendencia borbónica completa, incluida la de Felipe VI. Los genetistas de la Universidad de Santiago de Compostela están en ello.
Fuente: Tecnoexplora
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