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lunes, 15 de agosto de 2016

Gaspar de Portolá: el español ignorado que conquistó California

Este soldado leridano, compañero y amigo de Fray Junípero Serra, fue enviado al frente de un regimiento por el marqués de Croix, virrey de Nueva España, a pacificar la región de Sonora en 1767



Suele ocurrir con frecuencia en la historia que los que deciden qué es importante y qué no, o padecen un acusado e interesado estrabismo, o cuando cogen la pluma para relatar los hechos, más parecen navegar en una destilería que en un razonable y deseable sentido crítico.

A pesar de que nuestra impronta y su huella histórica, colonial y cultural, todavía hoy supera en tiempo discurrido al que ha recorrido la gran nación americana que es EEUU desde su fundación en 1776, hubo más recursos y sangre derramada por parte de España que, por ejemplo, la de Francia, en el proceso de independencia del actual hegemón mundial. Sin embargo, curiosamente, franceses e ingleses son los que se han llevado el reconocimiento de los americanos.Ironías del destino.

Hasta incluso se le ha negado a España la procura original del nacimiento del dólar, o lo que es lo mismo, su alumbramiento como moneda derivada (el Pillar Dollar) y su estrecha relación con la primera fábrica de moneda y timbre en el continente americano, la de la ceca mexicana. Tan capital fue la ayuda económica española en su guerra de liberación contra el Imperio Británico, que su moneda, el dólar, llegó a coexistir en partes de la Union, puesto que al no poseer moneda propia, esta adoptó con carácter provisional el muy español doblón.

Parece ser que lo hispano, a la luz de la desmemoria que habita ese vasto país, no da pedigrí y sin embargo, todavía hoy, no han doblado en su tiempo de existencia como nación el que nosotros invertimos en colonizar más de la mitad de aquellos vastos territorios. Una cicatería propia de quienes no conocen la palabra "agradecimiento", y además, tienden a buscar la espalda. Pero mal que les pese a muchos, España, durante muchos siglos, tocó sin necesidad de partitura. Hoy la cosa ha cambiado. Hemos abandonado aquella brillantez coral en detrimento de los “amables consejos” de Telefunken.

No obstante, y no se sabe si con efecto profiláctico ante los agravios del futuro o quizás como reparacion ante esta peculiar, recurrente y deplorable conducta inserta en la genética diplomática norteamericana, ocurrió que George Washington, en un gesto  que le honra, compartió con Bernardo de Gálvez, mano a mano, recorrido y loas el cuatro de julio, durante la celebración del Día de la Independencia. Al parecer, entre ellos, había un caballero.

Un buen funcionario, en toda la extensión de la palabra

De entre los muchos que dejaron su huella indeleble en aquella épica conquista, hay uno que, quizás más olvidado que los otros, administró con sabiduría para su rey una extensión de más de un millón de kilómetros cuadrados en el balcón del Pacifico, hoy llamado California y en su tiempo configurada casi íntegramente por la Baja y la Alta California .

Cuando llegó a México hacia 1764, Portolá era ya un experimentado militar curtido en Italia y en la campaña de Portugal durante la Guerra de los Siete Años, conflicto en el que, inicialmente y para variar, estaban enzarzadas una vez más Francia e Inglaterra.

Discreto, eficiente, humilde y buen funcionario en toda la extensión de la palabra, este hombre era un compendio de virtudes que aunaba bajo un uniforme militar los mejores valores. Para el monarca, era un súbdito leal y de confianza probada. Se llamaba hasta su muerte y después, Gaspar de Portolá.

Este soldado leridano, compañero y amigo fiel de Fray Junípero Serra, fue enviado por el marqués de Croix, virrey de Nueva España, al mando de un regimiento para pacificar la región de Sonora hacia el año del Señor de 1767, donde había una melee formada entre campesinos, indios, colonos y misioneros intentando ora pacificar, ora echar leña al fuego, y que a consecuencia de ello, habían montado un follón de cuidado. Sin embargo, la expulsión de los jesuitas, ordenada por Carlos III a través de la Pragmática Sanción ese mismo año, obligó a los integrantes de dicha expedición a Sonora a desdoblarse para deportar a estos hombres de Dios a no se sabe dónde, pues se les prohibía tajantemente habitar en los territorios peninsulares y en los de ultramar. El Borbón estaba rebotado por las presuntas injerencias de la orden en el Motín de Esquilache, intervención todavía hoy insuficientemente demostrada. Pero aquel rey que casi roza la excelencia en su tiempo de gobernanza, pudo haber patinado con esta decisión. El caso, en resumen, es que hizo caja con las expropiaciones que afectaron a las propiedades de la Compañía de Jesús, amén de deshacernos de más de seis mil intelectuales y científicos de un plumazo, algo que parece haberse convertido en deporte nacional y cuestiona la Marca España.

Portolá, sin entender las ordenes de su rey, las acató con la máxima corrección, dando un tratamiento exquisito a los sorprendidos orates.

El caso es que, como no había en aquel desolado paraje nadie con la altura suficiente como para dirigir aquello con solvencia y sin sobresaltos, Portolá, por méritos propios, sería elegido gobernador de California por el virrey de Nueva España. Una de las primeras órdenes sería la de impedir el colapso de la prédica del cristianismo en aquellas latitudes, y del buen funcionamiento de las misiones como pequeños emporios que acrisolaban cultura  y mercadeo. La logística y la organización casi militar de los jesuitas era insustituible y el antaño buen funcionamiento de estos aislados pero eficaces enclaves que actuaban como un perfecto engranaje y eco de "civilización", devinieron provisionalmente en un caos, hasta que la llegada del visitador general José de Gálvez permitiría compartimentar adecuadamente competencias en la administración. El problema es que entretanto, la gestión de las misiones quedó en manos de comisionados, en la mayoría de los casos, antiguos soldados que expoliaron los bienes que contenían las paredes que tan laboriosamente habían albergado uno de los mascarones de proa de España en aquellos confines. En fin, el acabose.

La misión de San Carlos Borromeo
La Alta California, conocida hoy simplemente como California, fue ocupada debido a la visión estratégica que tenía José de Gálvez para evitar que cayera en manos de una nación extranjera, entendiendo que los rusos desde Alaska podrían llegar a ser una amenaza más que potencial, por lo que se puso manos a la obra.

La trascendental decisión de Gálvez para ocupar la Alta California fue tomada en 1768, para lo que organizó una serie de expediciones, dos por tierra y otras dos por mar, para conducir a la tropa y a los predicadores hacia su destino. Aunque hubo suerte varia, pues vientos adversos retarían a los obstinados conquistadores, el conjunto de los expedicionarios culminarían sus objetivos.

Muchos de los integrantes de aquella épica estaban muy enfermos de escorbuto y otros muchos habían fallecido por el camino o habían entregado sus cuerpos al mar. No era una misión fácil. La mayor responsabilidad  era la de explorar y ocupar la bahía de Monterrey. En ese puerto precisamente fue donde el famoso navegante Sebastián Vizcaíno había arribado en 1602 más de siglo y medio antes.

Portolá encargó al Padre Serra hacerse cargo de los enfermos y se puso el traje de faena para llevar a cabo la exploración por un territorio totalmente desconocido. Fue llegando a Monterrey el 24 de mayo de 1770, atravesando extensiones de impecable pureza estética al tiempo que de enorme dificultad operativa, que oficiarían una misa cerca del roble donde los misioneros que habían acompañado a Sebastián Vizcaíno habían dado gracias al creador de casi todas las cosas, y se había tomado posesión de esas tierras en nombre de la Corona Española.

A principios de junio de 1770 iniciarían la construcción de la Misión de San Carlos Borromeo y su escuela a la par que fundaban el presidio de  Monterrey para albergar descarriados. Esta gesta desarrollada con recursos humanos muy limitados –España nunca tuvo más de cinco mil soldados distribuidos en un espacio equivalente a la mitad de lo que hoy ocupa el territorio continental de EEUU–, afortunadamente fue bien financiada.

En el invierno del año 1786, a petición propia, sería trasladado a Lérida donde rendiría el último pasaje de su cuaderno de bitácora.

Innumerables parques y avenidas, escuelas, universidades, centros sociales y lugares públicos recuerdan en la avanzada California la memoria de Gaspar de Portolá. Aquí, en España, salvo una fiel sociedad de amigos en Catalunya, mejor no preguntar.

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