En las culturas prehispánicas
la muerte era abrazada con respeto y sin temor. Ésta se encontraba en
su cosmogonía, filosofía, mitos y festividades. Su cultura y
conocimiento giraba alrededor de la dualidad vida-muerte. Para ellos
todo tenía su contraparte como un principio fundamental.
Se cree
que la visión de dualidad inició con los períodos de lluvias y sequías.
Con el agua todo florecía, mientras que sin ella todo se secaba. Los
ciclos naturales les enseñaron que tras la sequía regresaba un período
de florecimiento y este movimiento continuo explicaba, a su vez, la
existencia de las noches y los días, de la vida y la muerte. Por esta
razón, para que un habitante pudiera renacer a un lugar de completa
armonía, debía morir y con esto librar una serie de obstáculos para ser
digno del (cielo).
A Tlalocan, el cielo de Tláloc, llegaban las
almas que perdieron su cuerpo por una muerte relacionada con el agua; se
creía que para llegar a este sitio se debía atravesar un largo y
peligroso camino que se dividía en el lugar de la culebra y el lugar del
viento frío de navajas.
A Tonatiuhichan o la Casa del Sol
llegaban quienes morían en la guerra y las madres que había perdido la
vida en labor de parto. Los hombres y mujeres tenían destinados un lugar
específico al momento de su muerte. Se creía que los guerreros muertos
en combate o en sacrificio eran elegidos para acompañar al sol desde su
nacimiento, por el Oriente, hasta el mediodía, y las mujeres muertas
en parto (quienes eran consideradas guerreras por la lucha que tuvieron
que sostener al dar a luz) eran elegidas para acompañar al Sol desde el
mediodía hasta el atardecer. Pero sólo los hombres, al cabo de cuatro
años de acompañar al astro rey en sus viajes diarios, se convertían en
aves de rico plumaje para regresar así a la vida terrenal.
Tonatiuh
En lugar de los muertos comunes, aquellos que no morían en sacrificios o
guerra, llegaban a Mictlán: el noveno piso del inframundo.
En la
cultura prehispánica creían en Mictlán, que significaba para los
antiguos mexicanos ‘En la región de los muertos’, era el sitio
mitológico del más allá que consistía en nueve planos extendidos bajo la
tierra y orientados hacia el Norte; allá iban todos los que fallecían
de muerte natural; quien moría tenía que cumplir toda una serie de
pruebas en compañía de un perro que era incinerado junto con el cadáver
de su amo, al que encontraba y reconocía en Itzcuintlán; sólo si en vida
se había tratado bien al animal, éste ayudaría a realizar el largo
viaje a Mictlán; de no ser así, el cuerpo se quedaría eternamente en
este sitio. Entre otras, las pruebas consistían en pasar por entre dos
montes que chocaban uno con otro, atravesar un camino donde estaba una
culebra, dejar atrás ocho páramos (lugares fríos y solitarios) y ocho
collados (colinas o cerros) y desafiar un ‘fuerte’ viento. Transcurridos
cuatro años en estos ‘caminos’, la ‘vida’ errante de los difuntos había
terminado y podía atravesar un ancho y caudalosos río montado en su
perro.
Una vez terminado el viaje, el muerto podía presentarse
ante Mictlantecutli (Señor de la muerte) y Mictecacihuatl (Señora de la
muerte). Estos dioses del Mictlán comparten la función de regir y
administrar a los que han muerto. En este lugar de la muerte, según la
mitología, no existían puertas y ventanas. El México antiguo no temblaba
ante Mictlantecutli; lo hacía ante esa incertidumbre que es la vida del
hombre, la llamaban Tezcatlipoca (los dos significados más aceptados
para esta palabra son: Los brujos y Dios de la noche. Este dios
representa la maldad y fue una de las deidades más temidas del México
prehispánico).
mictlán
El Mictlán, al igual que toda su
visión de vida, era concebido también de forma dual, como una caverna a
través de la cual llegan los muertos; ésta también era el lugar del
nacimiento de los hombres. De la creación de esta caverna se encargó,
según la mitología náhuatl, Quetzalcoatl.
En “Los Antiguos Mexicanos”, libro de Miguel León Portilla, se cuenta la creación de la vida desde Mictlán:
“Y luego fue Quetzalocoatl al Mictlán, se acercó a Mictlantecuhtli y
Mictlancíhuatl y en seguida les dijo: vengo en busca de los huesos
preciosos que tú guardas, vengo a tomarlos y le dijo Mictlantecuhtli:
-“Que harás con ellos, Quetzalcoatl?
y una vez más dijo (Quetzalcoatl)
-Los dioses se preocupan porque alguien viva en la tierra.
Y respondió Mictlantecuhtli:
-Está bien, haz sonar mi caracol y da vuelta cuatro veces alrededor de mi círculo precioso”.
Pero cuando Quetzalcoatl recogió los huesos y se alejó, tropezó
cayendo al suelo, donde se esparcieron los huesos. Cuando finalmente
logró salir, los bañó con su sangre, a la vez que los dioses hicieron
penitencia, logrando así el nacimiento de los humanos. A lo largo de la
concepción azteca se repite el concepto dual de la creación y
existencia, pues de los huesos de los muertos, nació la vida, pero a su
muerte es allí, al círculo precioso, a donde deben regresar. Al librar
todas las batallas, los señores de la muerte liberaban a los muertos de
su “tonalli”, el alma, logrando así el descanso anhelado; recibían una
grata compensación. Al caer la tarde, Tonatiuh bajaba a iluminar el
Mictlán y todo era paz y calma.
Los aztecas honraban a sus muertos con bailes y ofrendas no de alimentos sino de joyas y flores. Ellos nunca creyeron que los muertos regresaban. Se sabe que el noveno mes del año de su calendario era dedicado a la fiesta de los muertos niños. Para ellos se realizaban ritos y festividades con los que se les recordaba y celebraba la muerte también como una forma de celebrar la vida.
Fuente: Planet of Aztecz
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