Científicos han descubierto una nueva especie de
antepasado humano en las entrañas de una cueva sudafricana, el cual
añade una rama nueva y desconcertante a nuestro árbol genealógico.
Un tesoro de huesos oculto en las profundidades de una
cueva sudafricana representa a una nueva especie de antepasado humano,
informó un equipo de científicos, este jueves, en la revista eLife. Llamado Homo naledi,
la especie es muy primitiva en algunos aspectos; por ejemplo, tenía un
cerebro diminuto y hombros simiescos para trepar. Pero en otros
sentidos, su aspecto era notablemente similar al del humano moderno.
¿Cuándo vivió?, ¿Dónde encaja en el árbol genealógico humano? ¿Y cómo
fue que sus huesos llegaron a la cámara más profundamente oculta de la
cueva? ¿Acaso un ser tan primitivo era capaz de desechar a sus muertos
intencionalmente?
Esta es la historia de uno de los hallazgos fósiles más grandes de
los últimos 50 años y de lo que podría significar para nuestra
comprensión de la evolución humana.
La casualidad favorece al espeleólogo esbelto
Hace dos años, un par de espeleólogos recreativos ingresó en una
cueva llamada Rising Star, a unos 50 kilómetros al noroeste de
Johannesburgo. Desde la década de 1960, Rising Star ha sido un atractivo
popular entre los aficionados a la espeleología, con su filigrana de
canales y cavernas bien documentada, mas Steven Tucker y Rick Hunter
esperaban encontrar algún pasaje menos explorado.
Tenían en mente otra misión. Durante la primera mitad del siglo XX,
esa región produjo tantos fósiles de nuestros antepasados primitivos
que, posteriormente, recibió el nombre de Cuna de la Humanidad. Y si
bien la época dorada de la cacería de fósiles ya era cosa del pasado,
los espeleólogos sabían que un científico de la Universidad de
Witwatersrand, en Johannesburgo, estaba buscando huesos. Las
probabilidades de encontrar algo eran remotas. Pero nunca se sabe.
En las profundidades de la cueva, Tucker y Hunter se
metieron en un angostamiento conocido como Superman’s Crawl
(Arrastramiento de Superman), así llamado porque la mayoría solo puede
pasar apretando un brazo contra el cuerpo y alargando el otro por arriba
de la cabeza, la clásica postura de vuelo del Hombre de Acero. Luego de
cruzar una amplia cámara, escalaron una pared de roca muy irregular
conocida como Dragon’s Back (Lomo de Dragón). En lo alto, se encontraron
en una cavidad hermosa y pequeña, decorada con estalactitas. Hunter
sacó su cámara de video y para salir del cuadro, Tucker se deslizó
dentro de una fisura en el suelo de la cueva. Su pie dio con una pequeña
saliente rocosa; después otra, un poco más abajo; y entonces… un
espacio vacío. Al descender, se encontró en un conducto vertical
estrecho que, en algunas partes, medía apenas 20 centímetros de ancho.
Llamó a Hunter para que lo siguiera. Los dos son súper esbeltos; puro
hueso y nervudos músculos. Si sus torsos hubieran sido un poquito más
grandes, no habrían entrado en el conducto y en consecuencia, lo que
posiblemente es el descubrimiento de fósiles humanos más asombroso en
medio siglo –y a no dudar, el más desconcertante- jamás habría ocurrido.
Después de Lucy, un misterio
Lee Berger, el paleoantropólogo que había pedido a varios
espeleólogos que estuvieran al tanto de la presencia de fósiles, es un
estadounidense de grandes huesos con frente amplia, rostro rubicundo y
mejillas que se ensanchan al sonreír, cosa que sucede continuamente. Su
incansable optimismo ha sido esencial en su vida profesional. A
principios de los años noventa, cuando consiguió empleo en la
Universidad de Witwatersrand (“Wits”) y comenzó a buscar fósiles, la
investigación sobre la evolución humana había migrado hacía mucho al
Gran Valle del Rift, en África Oriental.
La mayoría de los investigadores consideraba que Sudáfrica era un
despiezo interesante en la historia de la evolución del hombre, no la
trama principal, y Berger estaba decidido a demostrar que se
equivocaban. Pero durante casi 20 años, sus hallazgos, relativamente
insignificantes, solo parecían confirmar lo poco que Sudáfrica aún tenía
para ofrecer.
Lo que más deseaba era encontrar fósiles que despejaran el misterio primario irresoluto sobre la evolución humana: el origen de Homo,
nuestro género, surgido hace dos a tres millones de años. En un extremo
de la escala se encuentran los australopitecinos simiescos,
personificados por Australopithecus afarensis y su representante más famosa, Lucy, esqueleto descubierto en Etiopía, en 1974. Por el otro lado está Homo erectus,
especie de trotamundos que fabricaba herramientas y producía fuego, con
cerebro grande y proporciones corporales muy similares a las nuestras.
Pero dentro de la oscura brecha de millones de años, hubo un animal
bípedo que se transformó en un incipiente ser humano, un ser no solo
adaptado a su ambiente, sino capaz de utilizar su mente para
controlarlo. ¿Cómo ocurrió esa revolución?
El registro fósil es de una ambigüedad frustrante. Un poco más antigua que H. erectus es la especie Homo habilis
u “hombre hábil”, nombre acuñado en 1964 debido a que Louis Leakey y
sus colegas pensaban que esos seres habían creado las herramientas de
piedra que estaban encontrando en la Garganta de Olduvai, Tanzania. En
la década de 1970, los equipos de Richard, célebre hermano de Louis,
hallaron más especímenes de H. habilis en Kenia y desde entonces,
esa especie ha sido la endeble base del árbol genealógico de la
humanidad, cuyas raíces yacen en África Oriental. No obstante, antes de H. habilis, la historia humana se pierde en la oscuridad, representada por apenas unos cuantos fragmentos fósiles de Homo,
demasiado incompletos para justificar un nombre de especie. Como dijo
un científico, cabrían fácilmente en una caja de zapatos y aún quedaría
espacio para el calzado.
Berger siempre ha argüido que H. habilis era
demasiado primitivo para merecer una posición tan distinguida en la raíz
de nuestro género, y algunos científicos concuerdan en que, de hecho,
debiera llamarse Australopithecus. Mas Berger ha sido casi el único en insistir que Sudáfrica es el lugar donde hay que buscar al verdadero Homo
primitivo y con los años, el desmedido entusiasmo con que promueve sus
hallazgos, relativamente triviales, solo ha servido para distanciar a
sus colegas. Berger tenía la ambición y la personalidad necesarias para
convertirse en un personaje importante en su campo, igual que Richard
Leakey o Donald Johanson, descubridor del esqueleto Lucy. Berger es un
tenaz recaudador de fondos y un maestro para cautivar al público. Pero
no tenía huesos.
Entonces, en 2008, hizo un descubrimiento de verdad importante.
Acompañado de Matthew, su hijo de 14 años, fue a investigar un lugar que
después sería conocido como Malapa –situado a unos 16 kilómetros de
Rising Star-, donde encontró algunos fósiles de homíninos que asomaban
de unos pedazos de dolomita.
Durante el siguiente año, el equipo de Berger retiró cuidadosamente
la piedra y obtuvo dos esqueletos casi completos. Datados con una edad
aproximada de dos millones de años, eran los primeros hallazgos
sudafricanos importantes publicados en varias décadas (todavía no se ha
descrito un esqueleto más completo encontrado con anterioridad). Los
fósiles eran muy primitivos en muchos sentidos, pero también presentaban
rasgos extrañamente modernos.
Berger determinó que sus esqueletos representaban una nueva especie de australopitecino, que llamó Australopithecus sediba. Pero también afirmó que eran “la piedra Rosetta” de los orígenes de Homo.
Aunque los decanos de la paleoantropología le dieron el crédito de un
descubrimiento “impresionante”, la mayoría descartó su descripción
argumentando que A. sediba era demasiado joven, demasiado raro y se encontraba en el lugar incorrecto para ser un antepasado de Homo.
En suma, no era uno de los nuestros. Y de cierta manera, Berger
tampoco. Desde entonces, investigadores distinguidos han publicado
artículos sobre Homo primitivo sin mencionar a Berger o su hallazgo.
Berger ignoró el rechazo y volvió al trabajo, pues en su laboratorio
había otros esqueletos de Malapa que seguían atrapados en bloques de
caliza. Una noche, llamó a su puerta Pedro Boshoff, espeleólogo y
geólogo a quien Berger había contratado para buscar fósiles. Iba
acompañado de Steven Tucker. Cuando el paleoantropólogo dio un vistazo a
las fotografías de Rising Star, se dio cuenta de que Malapa tendría que
esperar.
Se solicitan individuos flacos
Luego de descender 12 metros, contorsionándose dentro del estrecho
conducto de la cueva, Tucker y Rick Hunter alcanzaron otra hermosa
cámara, con una blanca cascada de incrustaciones calcáreas en una
esquina. Un pasaje conducía a una cavidad más amplia, de unos nueve
metros de largo por un metro de ancho, cuyas paredes y techo eran una
profusión de nudosidades de calcita y largos dedos de incrustaciones
calcáreas. Sin embargo, el suelo fue lo que llamó la atención de los
hombres. Había huesos por doquier. Lo primero que pensaron los
espeleólogos fue que debían ser modernos pues no eran muy pesados, como
la mayoría de los fósiles, ni estaban envueltos en piedra; solo yacían
dispersos en la superficie, como si alguien los hubiera tirado. Vieron
un fragmento de mandíbula, con los dientes intactos; parecía humana.
Por lo que pudo ver en las fotografías, Berger concluyó que los
huesos no pertenecían a un ser humano moderno. Había ciertos rasgos
demasiado primitivos, sobre todo en la quijada y los dientes. Y las
imágenes mostraban más huesos que aguardaban a ser descubiertos; el
estadounidense pudo entrever el perfil de un cráneo parcialmente
enterrado. Era probable que los restos representaran gran parte de un
esqueleto completo. Estaba perplejo. Bastaban los dedos de una mano para
contar los esqueletos casi completos del registro fósil de homíninos
primitivos, incluidos sus dos especímenes de Malapa. Y ahora esto. Pero ¿qué era? ¿Cuál era su antigüedad? ¿Y cómo llegó a la cueva?
Y lo más importante: cómo sacarlo y pronto, antes que algún
aficionado llegara a la cueva (por la disposición de los huesos, resultó
evidente que alguien ya había estado allí, quizás unas décadas atrás).
Tucker y Hunter no tenían las destrezas necesarias para excavar los
fósiles y ningún científico que Berger conociera –mucho menos él mismo-
tenía la complexión para meterse por aquel conducto. Así que, Berger
corrió la voz en Facebook: se buscan individuos flacos, con
entrenamiento científico y experiencia en espeleología; deben estar
“dispuestos a trabajar en espacios reducidos”. En semana y media había
recibido casi 60 solicitudes y eligió a los seis mejor calificados:
todas mujeres. Las llamó sus “astronautas subterráneos”.
Con fondos de National Geographic, Berger (quien, además, es
explorador residente de National Geographic) convocó a 60 científicos y
montó un centro de comando en la superficie, con una carpa científica y
una pequeña aldea compuesta de tiendas de campaña de apoyo y para
dormir. Espeleólogos locales ayudaron a tender tres kilómetros de cables
eléctricos y de comunicaciones hasta la cámara de fósiles, a fin de que
Berger y su equipo pudieran observar cualquier cosa que ocurriera allí
mediante las cámaras conectadas con el centro de comando. Marina
Elliott, entonces estudiante de posgrado en la Universidad Simon Fraser
de Columbia Británica, fue la primera científica que descendió por el
conducto.
“Al ver el interior, me sentí inquieta”, recuerda Elliott. “Era como
mirar dentro de la boca de un tiburón. Había dedos y lenguas y dientes
de roca”.
Elliott y dos colegas, Becca Peixotto y Hannah Morris, bajaron
lentamente hasta la “zona de aterrizaje” en el fondo e ingresaron
agachadas en la cámara de fósiles. Trabajaron por turnos de dos horas
con otro equipo de tres mujeres, haciendo planos y embolsando los más de
400 fósiles que yacían en la superficie; luego, comenzaron a retirar
cuidadosamente la tierra que rodeaba el cráneo medio sepultado. Hallaron
más huesos por debajo y alrededor, densamente apretujados. Durante
varios días, mientras las mujeres registraban un sector de un metro
cuadrado alrededor del cráneo, los otros científicos se aglomeraban en
torno de la imagen de vídeo en el centro de comando, con un nerviosismo
que no les daba tregua. Berger, vestido con caquis de campo y una gorra
de la Expedición Rising Star, abandonaba ocasionalmente la carpa
científica para contemplar la creciente colección de huesos hasta que,
un día, una exclamación de asombro colectiva en el centro de comando le
hizo correr de regreso para presenciar otro descubrimiento. Fue un
momento glorioso.
Encontraron más de 1,550 especímenes que
representaban, al menos, a 15 individuos. Cráneos, mandíbulas, costillas
y docenas de dientes; un pie casi completo; una mano con todos sus
huesos, virtualmente intactos y organizada anatómicamente; diminutos
huesecillos del oído interno. Ancianos; jóvenes; bebés que identificaron
por sus pequeñísimas vértebras. Partes de los esqueletos tenían un
aspecto asombrosamente moderno, pero otras eran igual de asombrosamente
primitivas; y en algunos casos, aun más simiescas que los
australopitecinos. “Hemos hallado una criatura de lo más
extraordinaria”, declaró Berger, con una sonrisa que le llegaba a las
orejas.
Pero, ¿qué es?
Lo convencional en paleoantropología es mantener un absoluto secreto
sobre los especímenes recién descubiertos hasta que son cuidadosamente
analizados y se publican los resultados, dando pleno acceso a los
fósiles solo a los colaboradores más cercanos del descubridor. Debido a
ese protocolo, la respuesta al misterio fundamental del hallazgo Rising
Star (¿Qué es?) podría demorar años, incluso décadas. Pero Berger
quería terminar los trabajos y publicar a fines de año pues, en su
opinión, todos los especialistas del campo debían tener acceso a esa
información, nueva e importante, lo más pronto posible. Por otra parte,
es probable que también le entusiasmara la idea de anunciar su
descubrimiento –un nuevo candidato potencial para el Homo más
primitivo- en 2014, justamente 50 años después que Louis Leakey
publicara su descubrimiento del primer miembro reinante de nuestro
género, Homo habilis.
En cualquier caso, solo había una manera de hacer el análisis con
rapidez: poner un montón de ojos en los huesos. Junto con la veintena de
científicos experimentados que le ayudaron a evaluar los esqueletos de
Malapa, Berger invitó a Johannesburgo a más de 30 científicos jóvenes de
15 países (algunos de ellos recién doctorados) para participar en un
“festival relámpago” de fósiles que duraría seis semanas. En opinión de
algunos investigadores que no participaron, era una imprudencia poner
jóvenes a la vanguardia con la única finalidad de acelerar la
publicación de un artículo. Pero para los jóvenes en cuestión, era “una
paleofantasía hecha realidad”, dijo Lucas Delezene, recién integrado al
cuerpo académico de la Universidad de Arkansas. “En la escuela de
posgrado, todos soñamos con una pila de fósiles que nadie haya visto
jamás y nos den la oportunidad de identificarlos”.
El taller se llevó a cabo en una flamante bóveda de Wits, una
habitación sin ventanas forrada con estantería de vidrio repleta de
fósiles y vaciados de yeso. Los equipos analíticos fueron divididos por
estructuras anatómicas. En una esquina, los especialistas en cráneos se
apiñaron alrededor de una gran mesa cuadrada cubierta con fragmentos de
cráneos, mandíbulas y yesos de otros fósiles muy conocidos. Las mesas
más pequeñas se destinaron a manos, pies, huesos largos y demás. El aire
era frío y el ambiente, silencioso. Los jóvenes científicos manipulaban
huesos y calibradores. Berger y sus asesores inmediatos circulaban
entre ellos, deliberando en voz baja.
La pila de fósiles de Delezene incluía 190 dientes: elementos
fundamentales de cualquier análisis, porque solo los dientes pueden
bastar para identificar a una especie. Mas esos dientes se parecían a
nada que los científicos del “puesto dental” hubieran visto en sus
vidas. Algunas características eran sorprendentemente humanas; por
ejemplo, las coronas de los molares eran pequeñas y tenían cinco
cúspides, como las nuestras. Pero las raíces de los premolares eran
extrañamente primitivas. “No sabíamos cómo interpretar aquello”, dijo
Delezene. “Era una locura”.
El mismo patrón delirante emergía en otras mesas. Una
mano, moderna en todos sentidos, presentaba dedos extravagantemente
curvos, idóneos para una criatura que trepa en los árboles. Los hombros
también eran simiescos; y las amplias crestas iliacas eran tan
primitivas como las de Lucy, aunque la parte inferior de la misma pelvis
tenía el aspecto del humano moderno. Los huesos de las piernas
iniciaban con la forma de un australopitecino; sin embargo, adquirían
modernidad al descender hacia el suelo. Y los pies eran, virtualmente,
idénticos a los nuestros.
“Casi podría trazarse una línea desde de las caderas:
primitivo arriba y moderno abajo”, dijo Steve Churchill, paleontólogo de
la Universidad de Duke. “Si hubiera encontrado el pie, por sí solo,
habría pensado que el muerto era un bosquimano”.
Aún quedaba el asunto de la cabeza. Habían hallado cuatro cráneos
parciales, dos probablemente masculinos y dos femeninos. Por su
morfología general, era evidente que habían evolucionado lo suficiente
para considerarlos Homo, mas la cavidad encefálica era diminuta,
apenas 560 centímetros cúbicos en los varones y 465 en las mujeres:
mucho menor que el promedio de 900 centímetros cúbicos de H. erectus y muy inferior a la mitad de la nuestra. Un cerebro grande es el sine qua non
de la condición humana, el rasgo distintivo de una especie que ha
evolucionado para vivir de su inteligencia. De modo que no eran seres
humanos. Eran tontos, con algunas estructuras anatómicas de aspecto
humano.
“Extraño a más no poder”, comentó después el paleoantropólogo Fred
Grine, de la Universidad Estatal de Nueva York. “Cerebros pequeñitos en
cuerpos nada pequeños”. Los machos adultos medían alrededor de 1.5
metros y pesaban 45 kilogramos, en tanto que las hembras eran un poco
más menudas y livianas.
“Lo que tenemos es un animal que se encontraba justo en el punto de transición de Australopithecus a Homo”,
anunció Berger al concluir los trabajos del taller, a principios de
junio. “Todo lo que está en contacto con el mundo, de manera crítica, se
parece nosotros. Las otras partes conservan fragmentos de su pasado
primitivo”.
En ciertos aspectos, el nuevo homínino de Rising Star estaba más próximo al humano moderno que Homo erectus. Para Berger y su equipo, fue evidente que pertenecía a Homo,
pese a que era muy distinto de cualquier otro miembro del género. No
tuvieron más opción que darle un nuevo nombre de especie. Lo llamaron Homo naledi, como reconocimiento a la cueva donde hallaron los huesos: en la lengua sotho local, naledi significa “estrella” (en inglés, star).
¿Cómo llegó allí?
Durante la excavación de noviembre, mientras desenterraban aquel
sorprendente tesoro de fósiles, Marina Elliott y sus colegas se
sintieron igualmente sorprendidas por lo que no estaban encontrando.
“Era el día tres o cuatro, y aún no hallábamos rastros de fauna”,
explicó Elliott. El primer día dieron con algunos restos de aves en la
superficie, pero por lo demás, solo había huesos de homíninos.
Eso se volvió un misterio tan desconcertante como la identidad de H. naledi.
¿Cómo fue que los restos llegaron a una cámara tan absurdamente
apartada? Era evidente que aquellos individuos no vivían en la cueva; no
había herramientas de piedra ni restos de comida que sugirieran ese
tipo de ocupación. Si un carnívoro hubiera regresado a la cueva con
cadáveres o pedazos de cuerpos cazados o rapiñados habría dejado marcas
de dientes en los huesos, y ninguno las tenía. ¿Y por qué un depredador
llevaría una dieta tan melindrosa, consistente solo de homíninos? Por
último, si con el paso de los milenios el agua corriente hubiese
arrastrado los huesos a los rincones más recónditos de Rising Star, como
a veces sucede, también habría depositado otros escombros. Pero no
había piedras ni otros desechos en la cueva de fósiles, solo sedimentos
finos desprendidos de las paredes o filtrados por pequeñas grietas.
“Cuando has eliminado lo imposible”, recordó Sherlock Holmes a su
amigo Watson, “lo que queda, por muy improbable que parezca, tiene que
ser la verdad”.
Luego de agotar todas las explicaciones posibles, Berger y su equipo llegaron a la improbable conclusión de que los cuerpos de H. naledi fueron puestos allí, deliberadamente, por otros H. naledi. Hasta ahora, se sabe que solo Homo sapiens
y tal vez algunos humanos arcaicos, como los neandertales, trataban a
sus muertos de manera ritual. Los investigadores no afirman que esos
homíninos, mucho más primitivos, hayan arrastrado cadáveres por
Superman’s Crawl y aquel estrecho conducto como boca de tiburón; más que
improbable, eso habría sido imposible. En aquella época, Superman’s
Crawl quizás era lo bastante amplio para cruzar a pie y los homíninos,
simplemente, soltaron su carga en el conducto sin necesidad de bajar. Y
con el tiempo, la creciente pila de huesos pudo caer lentamente a la
cámara contigua.
Ahora bien, para desechar los cadáveres, los homíninos habrían tenido
que caminar hasta la abertura del conducto y volver a salir, todo en la
más absoluta oscuridad; así que casi seguramente habrían necesitado
iluminación, como antorchas o fogatas distribuidas a intervalos. La idea
de que un ser de cerebro tan pequeño pudiera manifestar una conducta
así de compleja parece tan improbable que muchos otros investigadores se
niegan a aceptarla. Por ello, argumentan que, en una época anterior,
debió existir una entrada a la cueva que daba acceso directo a la cámara
de fósiles; una vía que, probablemente, permitió que el agua arrastrara
los huesos al interior. “Tiene que haber otra entrada”, dijo Richard
Leakey, después de visitar Johannesburgo para ver los fósiles. “Solo que
Lee todavía no la encuentra”.
Pero además de los huesos, el agua inevitablemente
habría arrastrado escombros, plantas y otros desechos hasta la cámara de
fósiles, y nada de eso se encontraba allí. “No hay mucha subjetividad
en este asunto”, declaró Eric Roberts, geólogo de la Universidad James
Cook, Australia, quien es lo bastante esbelto para haber examinado la
cámara en persona. “Los sedimentos no mienten”.
Las diversas maneras de disponer de los cadáveres proporciona un
cierre emocional a los vivos, confiere respeto a los difuntos o ayuda en
su transición a la siguiente vida. Tales sentimientos son distintivos
de la humanidad. No obstante, Berger enfatiza que H. naledi no era humano, de suerte que su conducta es aun más fascinante.
“Es un animal que parece haber tenido la capacidad cognitiva de reconocer su separación de la naturaleza”, dijo Berger.
¿Qué edad tiene?
Los misterios sobre qué es H. naledi y cómo llegaron sus
huesos a esa cueva, están inexorablemente unidos a la interrogante de la
edad de los restos; y por el momento, nadie lo sabe. Los fósiles de
África Oriental pueden datarse con exactitud si son descubiertos sobre o
debajo de capas de ceniza volcánica, cuya edad puede determinarse a
partir de la descomposición precisa de los elementos radiactivos que
componen dicha ceniza. Berger corrió con mucha suerte en Malapa, pues
los huesos de A. sediba estaban atrapados entre dos
incrustaciones calcáreas –delgadas capas de calcita depositadas por el
agua corriente-, las cuales también pudieron someterse a datación
radiométrica. Sin embargo, los huesos de la cámara de Rising Star yacían
en la superficie del suelo o estaban enterrados en sedimentos someros y
mixtos. De suerte que el problema de cuándo llegaron a la cueva es aun más irresoluble que cómo.
La mayoría de los científicos que participaron en el taller temía la
respuesta que recibirían sus análisis si no incluían el datado (resultó
que, más tarde, una importante revista rechazó el artículo científico
describiendo los hallazgos, con el argumento de que no proporcionaba una
fecha). Con todo, para Berger, eso era lo de menos. Y es que si H. naledi
demostraba ser tan antiguo como sugería su morfología, entonces era muy
posible que hubiera encontrado la raíz del árbol genealógico de Homo.
Por otra parte, si la nueva especie resultaba ser mucho más joven, las
repercusiones serían igual de profundas. Significaría que, mientras
nuestra especie estaba evolucionando, un Homo distinto, de
cerebro pequeño y aspecto más primitivo, compartía el mismo paisaje y en
una fecha tan reciente como nadie se atrevía a imaginar. ¿Hace cien mil
años? ¿Cincuenta mil? ¿Diez mil? Al clausurar el emocionante taller sin
haber respondido esa interrogante fundamental, Berger se mostró tan
optimista como siempre. “No importa la edad, tendrá un impacto
tremendo”, afirmó, encogiéndose de hombros.
El triunfo de Berger
Pocas semanas más tarde, en agosto del año pasado, al
paleoantropólogo viajó a África Oriental. Con motivo del 50 aniversario
desde que Louis Leakey hiciera la descripción de H. habilis,
Richard Leakey invitó a los grandes eruditos en el campo de la evolución
humana para un simposio en el Instituto de la Cuenca de Turkana, centro
de investigación que él (con la Universidad Estatal de Nueva York)
estableció cerca de la margen occidental del lago Turkana, en Kenia.
El objetivo del encuentro era llegar a un consenso para cofundar un registro de Homo
primitivo, sin protagonismos ni rencores, dos vicios endémicos de la
paleoantropología. Estarían presentes unos de los más acerbos críticos
de Berger, incluidos algunos que habían escrito hirientes críticas sobre
sus interpretaciones de los fósiles de A. sediba. Para ellos, no
era más que un intruso, en el mejor de los casos; y en el peor, un
maestro de la hipérbole. Hubo incluso quienes amenazaron con no asistir
si era invitado. No obstante, debido al descubrimiento de Rising Star,
Leakey no podía permitirse el lujo de ignorarlo.
“En este momento, nadie en el mundo está encontrando tantos fósiles como Lee”, comentó Leakey.
Durante cuatro días, los científicos se congregaron en un amplio
laboratorio, con grandes ventanas abiertas para permitir el paso de la
brisa, y con vaciados en yeso de importantes evidencias de Homo
primitivo distribuidas en las mesas. Una mañana, Meave Leakey (otra
exploradora residente de National Geographic) abrió una bóveda para
revelar flamantes especímenes hallados en el lado oriental del lago,
incluido un pie casi completo. Cuando llegó su turno de hablar, Bill
Kimbel, del Instituto sobre Orígenes Humanos, describió una nueva
mandíbula de Homo procedente de Etiopía y datada con 2.8 millones
de años de edad: el miembro más antiguo de nuestro género, hasta ahora.
La arqueóloga Sonia Harmand, de la Universidad de Stony Brook, soltó
una bomba todavía más estruendosa, el descubrimiento de docenas de
burdas herramientas de piedra cerca del lago Turkana, datadas con 3.3
millones de años de antigüedad. Si dichas herramientas se originaron
medio millón de años antes que la primera aparición de nuestro género, sería difícil seguir arguyendo que la característica definitoria de Homo era su ingenio tecnológico.
Entre tanto, Berger se mantenía inusualmente mesurado, participando
apenas en la conversación, hasta que el tema derivó en una comparación
de A. sediba y H. habilis. Era el momento.
“Me parece que Rising Star puede ser de más interés para este
debate”, propuso. Y durante los siguientes 20 minutos describió todo lo
ocurrido; el descubrimiento fortuito de la cueva, el análisis a marchas
forzadas de junio, y los aspectos más importantes de los hallazgos.
Mientras hablaba, hizo circular un par de vaciados en yeso de los
cráneos de Rising Star.
Entonces comenzaron las preguntas. ¿Ya realizó los análisis cráneo-dentales? Sí. El cráneo y los dientes de H. naledi lo colocan en el grupo de H. erectus, neandertales y humanos modernos. ¿Más cerca de H. erectus que de H. habilis?
Sí. ¿Los huesos presentan marcas de dientes de carnívoros? No, son los
muertos más sanos que jamás encontrará. ¿Ha avanzado en el datado?
Todavía no. Pero tendremos la fecha en algún momento. No se preocupe.
Y luego, al terminar el interrogatorio, los decanos congregados
hicieron algo que nadie esperaba, mucho menos Berger. Aplaudieron.
El río entrelazado
Cuando se hace un hallazgo nuevo e importante en el campo de la
evolución humana –o hasta un hallazgo nuevo y poco importante-, lo
habitual es proclamar que desbanca todas las concepciones previas sobre
nuestro linaje. Pero habiendo aprendido de errores pasados, Berger se
abstiene de semejantes aseveraciones sobre Homo naledi; al menos por ahora, pues su lugar en el tiempo aún es incierto. [Berger] No afirma haber encontrado al Homo
más primitivo ni que sus fósiles hayan regresado el título “Cuna de la
Humanidad” del oriente al sur de África. No obstante, los fósiles
ciertamente sugieren que las dos regiones –y todo cuanto yace entre
ellas- pueden albergar pistas de una historia mucho más compleja de lo
que sugiere la metáfora “árbol genealógico de la humanidad”.
“Naledi me dice que quizás pensamos que el registro fósil está
lo bastante completo para inventar historias, pero no es así”, dijo
Fred Grine, de Stony Brook. Tal vez las especies más antiguas de Homo surgieron en Sudáfrica y después emigraron a África Oriental. “O puede que fuera al revés”.
El propio Berger opina que, más que un árbol que se ramifica a partir
de una sola raíz, la metáfora correcta para la evolución humana debe
ser un torrente entrelazado: un río que se divide en canales, los cuales
se fusionan otra vez río abajo. Según esta alegoría, hubo un momento en
que los distintos tipos de homínino que poblaron los paisajes africanos
divergieron de un antepasado común. Pero volvieron a unirse río abajo
en el tiempo, de suerte que nosotros, en la desembocadura del río,
llevamos dentro un poco de África Oriental, un poco de Sudáfrica y un
montón de historia que desconocemos por completo. Mas una cosa es
indudable: si descubrimos una forma de homínino completamente nueva solo
porque dos espeleólogos eran lo bastante flacos para meterse en una
grieta de una cueva sudafricana de sobra explorada, es imposible
imaginar qué más puede haber por ahí.
Para ver más imágenes entrar en NatGeo.com
Fuente: NatGeo.com
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