El corazón sano de Nicolás Avellaneda no albergó rencores contra
nadie. Repudió toda violencia y practicó siempre el diálogo y el perdón.
Que un hombre cuyo padre fue degollado sin juicio alguno, rechace
sistemáticamente toda apelación a la violencia y se incline siempre por
el perdón y por el olvido de agravios, es ciertamente un caso muy raro.
Así ocurrió con el doctor Nicolás Avellaneda. Su trayectoria en las más
altas funciones públicas es sin duda memorable. Pero no suele destacarse
esa ausencia de resentimientos como nota singular de su carácter,
bastante rara tanto entonces como hoy. Intentamos hacerlo, en las líneas
que siguen.
Son conocidos los datos biográficos de Avellaneda.
Nació en Tucumán en 1836 y murió cerca de las costas uruguayas en 1885,
en el barco que lo traía desahuciado de Europa. Abogado y doctor en
Derecho, se inició muy joven en la vida pública, en Buenos Aires:
periodista político, legislador, ministro del gobernador Adolfo Alsina y
ministro de la presidencia Sarmiento, su carrera culminó con la primera
magistratura de la República, de 1874 a 1880.
En su transcurso,
dispuso –para dar sólo tres ejemplos de envergadura- la Campaña del
Desierto, la prolongación del ferrocarril hasta Tucumán y la ley que
instaló la Capital Federal en Buenos Aires.
Al terminar su mandato,
fue senador nacional por Tucumán y rector de la Universidad de Buenos
Aires. El prolongado servicio cívico no le impidió destacarse como
orador, como crítico literario y como uno de nuestros grandes prosistas
del siglo XIX.
Como se sabe, su padre era el doctor Marco Manuel de
Avellaneda, fogoso animador de la Liga del Norte contra Rosas, formada
en 1840 y aplastada al año siguiente en la batalla de Famaillá. Tras
esta derrota, trató de exiliarse en Bolivia, pero fue capturado y
degollado en Metán por orden del jefe rosista vencedor Manuel Oribe.
Tenía entonces 28 años y dejaba una viuda con cuatro criaturas. Como
feroz escarmiento, Oribe dispuso que su cabeza fuera exhibida en la
plaza de Tucumán, clavada en una pica.
En ese momento, Nicolás era
un niño que acababa de cumplir cinco años. Es decir que la primera
información que llegó a su mente, al adquirir uso de razón –en el
destierro de la ciudad boliviana de Tupiza- fue la del terrible fin de
su padre.
Hubiera sido comprensible que eso lo llenara de odio y de
rencor para siempre. Pero no ocurrió así, ni en su alma, ni en su hogar.
Y esto último a pesar de que Carmen Nóbrega, la porteña con quien se
casó en 1861, era hija de Juan Nóbrega, también ultimado a puñaladas por
la mazorca rosista en su quinta de Barracas.
El hijo del mártir no
era proclive a exhibir esos antecedentes. “Desde que era niño me
propuse, por regla de conducta, no mencionar jamás el nombre de mi
padre, ni pedir a su memoria gloriosa que me cubriera en mi
desvalimiento, que fue grande en muchas ocasiones. Después de tantos
años que hablo y escribo delante del público, no lo he nombrado sino una
vez, en un discurso juvenil y cediendo a impresiones que no pude
contener”, escribió al doctor Mariano Benítez en 1877.
A lo largo de
toda su existencia, Avellaneda tuvo claro que debían abandonarse las
armas, y que solamente el dialogo y la tolerancia eran aceptables para
presidir las relaciones entre los argentinos.
Cuando era ministro de
Justicia de la Nación, en 1872, propiciaba que se desterrase la prisión
por deudas y se redujera la penalidad de los delitos fiscales. Ese
criterio debía impregnar también al Estado: en 1869, por ejemplo,
tachaba de “doctrina funesta” el antagonismo entre los poderes públicos,
porque “no hay poderes antagónicos, sino poderes coordinados para
promover el bien común”.
Elegido presidente de la República en 1874,
en el gran homenaje que le tributaron en el Teatro Variedades, anunció
que “no llevaré el concurso de una poderosa inteligencia, pero
desempeñaré mis deberes presidenciales con caridad para todos, sin
malevolencia para nadie”.
No se ignora que asumió la alta
magistratura en medio de la revolución armada de los porteños. Al
entregarle la banda y el bastón, Domingo Faustino Sarmiento recalcó su
índole pacífica. “Sois el primer presidente –le dijo- que no sabe
disparar una pistola; y entonces debéis incurrir en el desprecio
soberano de los que han manejado armas para elevarse con ellas”…
Ni
bien vencida la revolución –en las acciones de La Verde y de Santa Rosa-
modificó el fallo de los Consejos de Guerra, primero disminuyendo
drásticamente las penas de destierro y finalmente amnistiando a todos
los rebeldes. No pudo conmutar la sentencia de muerte del general José
Miguel Arredondo, vencido y capturado en Santa Rosa. Pero no tomó medida
alguna cuando el general Julio Argentino Roca miró al costado y
permitió la fuga de Arredondo.
Insistió en que las leyes de amnistía
sólo funcionan “cuando son en verdad leyes de olvido”, y exhortó a las
autoridades de la Nación y las provincias a olvidar y “abrir lealmente
para todos las puertas de la vida pública”.
Vino en 1876 a Tucumán
para inaugurar el fantástico adelanto del ferrocarril. Al regreso, envió
una carta de despedida al gobernador, con un abrazo a todos los amigos.
Subrayó que “a todos, porque no reconozco, en las divisiones efímeras
de la política, el poder separar a los que han compartido las primeras
afecciones de la vida, la santidad de los mismos recuerdos, la lección
del maestro y la lumbre del hogar”.
Al año siguiente, proclamó la
inédita política de la “conciliación de partidos”. Entendía que “no
podemos decir al adversario: entre nosotros y vosotros nada hay común
fuera de la tierra que nos sustenta. La caridad es humana, la
fraternidad patriótica y la conciliación es un deber cívico cuando sólo
se trata de vivir en paz bajo el imperio de la ley, puesto que caben
sobradamente dentro de ella todos los disentimientos legítimos”.
Le
costó enorme trabajo mantener esa tesitura durante varios meses, incluso
incorporando a su gabinete a hombres de la oposición. Insistía: “aunque
la pasión nos ciegue, no volvamos a efectuar actos que caven abismos
entre nosotros. No pronunciemos, a propósito de disensiones
transitorias, palabras irreparables”.
Iba concluyendo su mandato,
cuando el empecinado porteñista Carlos Tejedor asumió el gobierno de
Buenos Aires. Como aún no estaba establecida allí la Capital, trataba a
Avellaneda como “huésped”. Y cuando se inició la indetenible carrera de
Julio Argentino Roca hacia la presidencia, Tejedor empezó a armar
fuerzas para detenerlo.
Avellaneda se prodigó en interminables reuniones para lograr una solución pacífica. No pudo conseguirla.
Por esto y por su eterna actitud conciliadora, adversarios y aun amigos
lo consideraban vacilante e irresoluto. En carta a Dardo Rocha, el
general Roca deploraba “las debilidades de nuestro amigo Avellaneda” y
afirmaba que “sellaremos con sangre y fundiremos con el sable, de una
vez por todas, esta nacionalidad argentina”.
Cuando los rifleros de
Tejedor se preparaban a embestir contra su presidencia, Avellaneda no
tuvo más remedio que trasladarse a Belgrano y ordenar desde allí que las
fuerzas nacionales reprimieran el alzamiento. Triunfante sobre los
rebeldes, regresó a Buenos Aires en silencio, para no humillar a los
vencidos.
El 12 de octubre de 1880 transmitió el mando al general
Roca, elegido por amplia mayoría. Al entregarle las insignias, dijo:
“los tiempos han sido tormentosos, y bajo su ruda influencia he podido a
veces preguntarme si había debido ambicionar o aceptar el Gobierno.
Pero no me he arrepentido nunca de haberlo ejercido con equidad
constante y con benevolencia casi infatigable”.
Nadie podía discutir
la verdad de esta afirmación, confirmada hasta el cansancio en todos
sus actos. Según Groussac, Avellaneda poseía una inteligencia
“eminentemente comprensiva” y practicó sin desmayo aquella noble máxima
de Madame de Staël: “comprender todo es perdonarlo todo”.
Cuatro
años más tarde, la enfermedad renal que padecía lo obligó a viajar a
Europa, buscando inútilmente un alivio. Durante el sombrío viaje de
regreso a la patria, le llegó la muerte a la altura de la isla de
Flores, el 27 de noviembre de 1885.
El diario uruguayo “La
Situación” narró sus últimos momentos. Se confesó con el padre
Letamendi, y pidió que su esposa estuviera a su lado. “Deseaba que
escuchase la primera parte de su confesión para transmitirla íntegra a
sus hijos como legado fúnebre, y como prueba de que él jamás había
delinquido y que les dejaba una memoria honrada y sin sombras”.
Hijo
y yerno de mártires de la guerra civil, el corazón sano de Nicolás
Avellaneda le permitió despegarse de todo encono. Miró hacia adelante
con confianza en las soluciones civilizadas y con eterno repudio a las
venganzas y a la lucha armada.
Silvano Bores lo dijo con elocuencia:
“El hombre que al bajar del puesto más elevado en el gobierno de su
país, deja cerrada para las causas políticas esa senda del cadalso y del
destierro que amargara los días tempranos de su niñez perseguida,
merece vivir en el corazón de sus conciudadanos”.
Fuente: Raúl Hill
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