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jueves, 19 de octubre de 2017

La última bruja asesinada en Euskal Herria

Un domingo de luna llena, cuatro disparos resonaron en la noche a dos kilómetros de Gaztelu


Desde que en 1986 la asociación Altafaylla Kultur Taldea publicase su enciclopedia monumental De la esperanza al terror ―el acta definitiva sobre la represión en Navarra durante la Guerra Civil―, la violación colectiva, el asesinato y el cuerpo arrojado a los perros de la niña Maravillas Lamberto, vecina de Larraga, ha ocupado un lugar singular en la infamia. Es una de esas historias de familia jornalera y ugetista en un territorio, la Ribera, donde la disputa por la propiedad de la tierra y la lucha de clases desencadenó el baño de sangre.

Las atrocidades del caso, delicada y conmovedoramente recreadas por el cantautor Fermin Balentzia, eran tan perturbadoras que difícilmente cabía imaginar sucesos similares.

Y, sin embargo, otra historia espeluznante, acaecida aquel fatídico mes de agosto de 1936, ha ido abriéndose paso en el imaginario colectivo. Un crimen relatado por Joxe Mari Espartza en La Sima, con formato de investigación y que le ha ocupado, intermitentemente, tres décadas.

Es verano en Gaztelu, barrio de Donamaria, pequeño núcleo con menos de 700 habitantes de la comarca de Malerreka. Pendientes empinadas, regatas angostas, paisajes lluviosos, colinas de verdes fluorescentes, agricultura y ganadería de subsistencia, tradición, temor a Dios...

El pasado mes de febrero no votó nadie al Frente Popular. El frente de guerra se encuentra a pocos kilómetros y las consignas para llevar a cabo limpiezas de indeseables en la retaguardia son constantes. El clima social es convulso, hay mucha gente armada. Juana Josefa Goñi, embarazada, y seis de sus siete hijos e hijas de 16, 12, 9, 6, 3 y 2 años (el primogénito está trabajando en Lekaroz, otro pueblo de la zona) son acusados de pequeños hurtos y de inadaptación social.

El batzarre, consejo comunitario, condena a esa familia empobrecida. Pedro Sagardia, el marido carbonero que trabaja en los bosques, vuelve, pero una suerte de consejo de notables le impide entrar al pueblo y ver a su mujer.

Es detenido por la Guardia Civil, pasa ocho días en el calabozo ―vagamente acusado de espía― y es puesto en libertad sin cargos con la orden de volver a su tajo, que está a 40 kilómetros.

Entre tanto, la familia es expulsada de su hogar y se refugia en una choza abandonada que acondicionan con ramajes a un par de kilómetros de Gaztelu, en medio del monte. Juana Josefa hace llegar una carta a Pedro pidiéndole dinero, y éste hace un envío que no encuentra destinatario y es devuelto: ya no hay nadie habitando la casa. Más tarde, y tras varios intentos infructuosos para ponerse en contacto con su mujer, se alista como voluntario requeté. Puede que, en una situación desesperada, tratara de mostrar fidelidad al Alzamiento.

La sentencia, sin embargo, ya ha sido ejecutada. Un domingo de luna llena, cuatro disparos resuenan en la noche, arde la cabaña y Juana Josefa y su prole son ejecutados y arrojados (¿algunos vivos?) a la sima de Legarrea, situada a escasos 500 metros de la txabola. La subida de los condenados hasta la cavidad (cuya profundidad equivale a 16 pisos), se antoja macabra.

El sumario posterior, en plena posguerra, incluye declaraciones difamatorias de curas que califican de despreciables a criaturas que apenas saben andar, mentiras de guardias civiles, suicidios, muertes accidentales... y un pacto de silencio que durante ocho décadas ha echado tierra sobre el asesinato de esta familia desapegada de la moralidad y de la religiosidad cristiana, hasta que, por fin, los cuerpos fueron finalmente exhumados el pasado 2 de septiembre.

Porque, ¿qué llevó a Juan Josefa Goñi a convertirse en el chivo expiatorio de un ecosistema compuesto, de manera abrumadoramente mayoritaria, por católicos practicantes de moral intachable y costumbres apacibles?

Al parecer, su madre pagana creía en los dioses antiguos de la mitología vasca, tenía conocimientos de herboristería, era curandera, de condición humilde y no pisaba la iglesia. Es probable que algo de eso transmitiera a sus dos hijas ―que se casaron embarazadas― y quizás también por ello,  la pequeña, Juana Josefa, fue castigada de un modo tan atroz.

Algo que, por otra parte, no sería nuevo porque ya en 1610 dos vecinas del pueblo acabaron en las mazmorras de la Inquisición, como parte del proceso seguido contra las brujas de Zugarramurdi.

Fuente: elsaltodiario.com

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